El juez federal Guido Otranto será recordado como el artífice del allanamiento más aparatoso de la historia policial argentina. A su irrupción del lunes pasado en la Pu Lof de Cushamen con helicópteros, drones y casi 300 uniformados apenas le faltaba música de Wagner para asemejarse a una remake bizarra de Apocalipsys Now. «Estos recursos son un aporte del gobierno nacional», soltó al micrófono de un cronista. A su lado alguien sonreía con satisfacción. Era el funcionario del Ministerio de Seguridad, Gonzalo Cané.
Aquel sujeto levemente obeso, desaliñado, jactancioso y bocón se había convertido en su sombra desde el inicio de la causa. Su presencia en Esquel ya era parte del paisaje. En los bares que frecuentaba, cualquiera podía acceder a los más delicados secretos de Estado con sólo sentarse a metros de su mesa. Tanto es así que tres días después del megaoperativo se le oyó gritar al celular: «¡No hay posibilidad de que la Cámara Federal recuse a Guido!». Del otro lado de la línea estaba Patricia Bullrich.
Ese mismo jueves Cané viajó a Buenos Aires con la idea de regresar al sur la semana entrante. Ahora tal propósito se torna improbable.
Al día siguiente, la noticia de la eyección del magistrado en dicha causa resuelta por los camaristas de Comodoro Rivadavia, Aldo Suárez, Javier Leal de Ibarra y Hebe de Huberman había caído sobre la ministra con el mismo peso que una roca gigantesca en el océano.
Lo cierto es que el reemplazo de Otranto por el juez federal de Rawson, Guillermo Gustavo Lleral, fue propiciador de graves efectos: dejó en el limbo a la fiscal Silvina Ávila, desplomó la preceptoría de Cané en la instrucción del expediente, situó a Pablo Noceti en zona de riesgo penal y puso en relieve una inoportuna interna entre Gendarmería y la Policía Federal.
Parecía haber transcurrido un siglo desde el 30 de agosto, cuando el jefe de Gabinete, Marcos Peña, abordaba en la Cámara Baja durante su informe de gestión los detalles de la pesquisa por el paradero de Santiago Maldonado. Pese a esquivar la figura de la «desaparición forzada», llamaba la atención su sólido conocimiento del caso, como si supiera el expediente de memoria. Eso también fue notable en las semanas posteriores. Ahora se sabe la razón.
La fiscal Ávila, en paralelo a sus funciones específicas, habría asumido otra tarea: elaborar partes diarios para Noceti sobre la marcha del expediente. El diálogo entre ambos es permanente. Y él suele elevar aquellos informes al ministro de Justicia, Germán Garavano, quien a su vez se los acerca a Peña.
Mientras tanto, los superiores de la fiscal observan con estupor que los elementos probatorios a su disposición son hasta evaluados por los medios sin que ella haga nada al respecto. Tiempo Argentino, además, dio cuenta el 17 de septiembre sobre la influyente cercanía que cultiva con su secretaria letrada, Rafaella Riccono, nada menos que esposa de Otranto. «Es como si el juez durmiera con la fiscalía», aventuró un integrante del ministerio público. Y tras la recusación, esa misma fuente no se privó de agregar: «Ahora es posible que en la cama ese matrimonio pueda volver al diálogo».
Sin Otranto, la doctora Ávila quedó a la intemperie. Y en su futuro inmediato campea un horizonte oscilante entre la recusación y una denuncia por encubrimiento.
Noceti también quedó debilitado. ¿Acaso el juez Lleral tendrá la osadía de omitir entre sus diligencias el entrecruzamiento telefónico del funcionario preferido de la señora Bullrich?
¿Y qué hará ahora Cané para seguir oficiando de comisario político del expediente?
¿Y Daniel Barberis? Acaba de tomar estado público que el secretario de Violencia Institucional del Ministerio de Seguridad y encargado en este caso de unificar las declaraciones de los gendarmes se reunió con cuatro de ellos para exigirles apoyo: «Si no podemos salir juntos de este barco, se encalla. En este barco están ustedes y nosotros», fue su argumento. También aseguró que habían «inducido» al ahora ex juez de la causa a desviar la investigación sobre la fuerza. Y dijo: Logramos que Otranto escribiera lo que no había escrito. Esas palabras las pronunció el 11 de agosto. Entre sus interlocutores estaba Daniel Gómez, uno de los suboficiales que estuvo en la orilla del río el día de la represión. El registro sonoro de semejante sincericidio fue incorporado al expediente junto al peritaje de 70 teléfonos pertenecientes a los gendarmes.
En relación a este material hay otro problemita: el ímpetu oficialista por opacar el caso con el polémico informe de Gendarmería sobre el asesinato del fiscal Alberto Nisman, que involucra de manera antojadiza al informático Diego Lagomarsino junto con tres custodios de la Policía Federal, ya provocó un pase de facturas por parte de esa fuerza hacia los gendarmes. Prueba de eso es la reciente filtración a los diarios Clarín y La Nación de ciertos WhatsApp exhumados en sus celulares (Les dimos corchazos para que tengan y El que tenía a Maldonado en la camioneta era la sargento Sartirana).
A fines de febrero, al relanzar el ya famoso protocolo antipiquetes, la ministra Bullrich se permitió una advertencia: Cuando actuemos no entremos en la paranoia argentina. Actuar con decisión puede tener consecuencias, pero esas consecuencias no significan que vaya a haber un muerto.
Una frase cargada de futuro. Los resultados ahora están a la vista. «