«¿Es, o ha sido, miembro del Partido Comunista de los Estados Unidos?»
Chan.
Esta era la pregunta para romper el hielito que le hacían, a fines de los ’40 y parte de los ’50, a los pobres ciudadanos de ese país que eran citados a declarar en el temido Comité de Actividades Antinorteamericanas, a cargo del senador republicano Joseph R. McCarthy. En el muy complejo mundo de la posguerra mundial, que de explosiva y trágica se convirtió en persecutoria y fría, a esa política de conspiraciones y de ataque a personas que en el país del norte pensaban diferente al senador (y nutrida compañía) se la denominó macarthysmo.
Nada era nuevo, porque en los procedimientos persecutorios se reiteraban saldos luctuosos de las cazas de brujas del medioevo y recursos de amedrentamiento que volvieron despreciables al fascismo y al nazismo.
Sin ir tan lejos, muchas de esas aberraciones ocurrieron en distintas etapas de nuestro país y abundaron durante la última dictadura. Como si el tiempo no hubiera pasado, modos similares de poner en práctica políticas disciplinarias siguen vigentes en muchos países, incluido el nuestro. Aquellos que, no sólo para protegernos del protocolo antipiquetes, caminamos en veredas ideológicas opuestas al actual gobierno vemos con inquietud que formas similares se replican en estos tiempos.
Contra esto también se movilizó la multitud que, en todo el país, salió a la calle el lunes 24, conscientes de un dolor que no tiene fecha de vencimiento, pero con esperanza y en paz. Al día siguiente, como si la amenaza de la motosierra no fuera suficiente, copó la partida otro gigante de acero, parecido a los de algunas películas, pero en este caso de la realidad. Una excavadora de Vialidad Nacional se devoró a centelladas el monumento en memoria de Osvaldo Bayer, instalado en su Patagonia rebelde. El acto, criminal por donde se lo mire. La excusa (“regularización de obras viales”) es incalificable.
En los Estados Unidos existía el Partido Comunista y también sus seguidores. En la realidad era un grupo minoritario de la izquierda, críticos del sistema capitalista y soñadores con un mundo mejor. Respaldado desde algunas altísimas esferas, como el FBI, manejado por otro ultramontano llamado J. Edgard Hoover, el macarthysmo transmitió al americano medio la paranoia de que enemigos extremos, como la Unión Soviética stalinista y la China de Mao, estaban a cinco minutos de asaltar la Casa Blanca.
En esa etapa, centenares o miles de personas fueron molestadas y sospechadas, investigadas y acusadas de ser rojos o rojillos, atrevidamente infiltrados en distintos estamentos del Estado e incluso en la actividad privada. Con quien más se la agarraron fueron con intelectuales, con eminencias, con periodistas, con figuras del espectáculo. En lo que probablemente haya sido el pico de histeria colectiva de ese infeliz proceso, en 1953, el matrimonio de científicos de Ethel y Julius Rosenberg, acusado de entregar al enemigo significativos avances nucleares fue ejecutado en la silla eléctrica. Aunque no tan trágicos, también fueron emblemáticos, entre cientos de casos, los pesares e interdicciones que pasaron los escritores Dashiell Hammet y Lillian Helman, el grupo de guionistas y productores llamado “Los Diez de Hollywood” y de Charlie Chaplin duramente interrogado en una ocasión porque en una carta dirigida a colegas había empleado la palabra “camarada”. Muchos quedaron en ruinas en lo personal y en lo profesional. De esto dan cuentas películas muy recomendables como Trumbo, Buenas Noches, Buena Suerte o El Testaferro, de 1976, protagonizada por Woody Allen y estrenada en la Argentina tras una censura de cinco años. Hubo artistas y creadores convocados a declarar que pudieron resguardar su dignidad: Kirk Douglas, Catherine Hepburn, Orson Welles o John Ford, sólo por mencionar algunos que eligieron circular por esa avenida moral. Otros –como Cecil B. de Mille, Robert Taylor y en su tiempo de actor Ronald Reagan; por cierto, fueron muchos más– cedieron y delataron apenas recibieron la primera insinuación. En nuestro país la lista de réprobos señalados por el gobierno aumenta y se renueva día a día. Cuando no son los artistas populares son las barras bravas, o los científicos o los docentes o los estudiantes o los defensores de derechos humanos o los jubilados o los obreros y estatales y siempre, siempre, como si fuera una obsesión, los zurdos.
Nada bueno provocó el macarthysmo en los Estados Unidos. Generalizó el miedo en muchas de sus formas, desató provocaciones racistas y selló para la historia odios muy tenaces que aún persisten. Lo que alcanzó su auge durante la presidencia de Truman empezó a aquietarse en la gestión de Eisenhower, pero en especial porque el atormentado Mc Carthy ya carecía de consideración social y respaldo político después que quiso poner a funcionar en el Ejército su maquinita de acusar . El senador republicano tuvo sus minutos de gloria hasta que murió en 1957 triste, solitario y bastante final por su siempre admitido alcoholismo.
Entre nosotros nada más optimista podrá esperarse de un momento político caracterizado por un poder que solo abraza a los que concuerdan con él y a los que percibe enfrente los castiga con amenazas e insultos. Ninguna otra cosa que temores que parecían olvidados para siempre, como censura, autocensura, cancelaciones, parálisis significativas como la que padece la industria cultural actual, enfrentamientos, desconfianzas. El amargo blues del macarthysmo argento suena cerca.