Mi subjetividad, por esos desvaríos de las vidas, no es universitaria. No me siento un animal de casa de estudios. Sin embargo, las aulas en contraluz, los pasillos anchos como avenidas, las veredas a las apuradas y los tiempos suspendidos que las clases componen un paisaje para mí deseable. Ir a la universidad es algo más que un derecho. Basta conversar, bromear, discutir con cualquier estudiante, incluso con esa o ese estudiante que fuimos para darse cuenta que ir a la universidad tiene que ver con el deseo. El progresismo, que en su formato peronista tiene la virtud de haber impulsado la creación de universidades fundamentales como las novísimas del conurbano o que en sus restos radicales cuenta con una tradición importante de Córdoba a la UBA, repitió hasta el desgaste que la educación superior es un derecho. Es cierto, pero la lengua normativa convertida en consigna ya no alcanza. ¿Por qué? En parte porque el descrédito de las instituciones, tanto como la fantasía de que se puede vivir sin mediaciones, en un mundo alucinado de puros intercambios individuales, parece tan cristalizada como la desvergüenza del gobierno. Pero también porque la retórica de los derechos llegó a despegarse demasiado de las realidades de sus supuestos portadores
Si en la década del 90 se descentralizó la educación incicial y se escamoteó el recurso público necesario para las universidades entonces existentes, también se crearon otras universidades importantes. ¿No había llegado la hora del nihilismo que toma por objeto a los principios más básicos de la convivencia? Hoy, desde las más altas esferas del Estado se ataca todo lo que nos pone en común, lo que nos encuentra en una esfera pública abierta, gratuita, plural. Mientras tanto, desde las más bajas esferas del resentimiento social se festeja o se expande una impiadosa indiferencia. Todo lo que funcione como soporte colectivo, de cientos de miles de estudiantes o de unas cuantas mujeres víctimas de violencia de género, de cientos de miles de familias que necesitan un baño o una habitación o de una centena de personas atacadas por un cáncer mortal, lleva la marca perniciosa del “déficit”. Unas voces que suenan desimplicadas, altaneras en redes sociales o bajito en un ascensor, tal vez en el interior infernal de una vivienda modesta, repiten como adoctrinadas: “con la tuya”. En el fondo, si descartáramos estudiantes, mujeres víctimas de género, familias necesitadas de algo más de espacio, enfermos oncológicos, pero también adolescentes que podrían embarazarse sin desearlo, instituciones culturales de todos los colores, trabajadoras y trabajadores con mucha formación y vocación en distintas dependencias estatales, etc., etc., etc., no habría más déficit, ni “la tuya”, ni país.
¿Por qué marchar el 23? ¿Por el derecho a estudiar de estudiantes y el derecho a trabajar de docentes y no docentes? Sin dudas, pero la universidad no se reduce a un derecho civil. ¿Marchamos porque el médico que nos curó, el ingeniero que hizo el puente aquel, la arquitecta que hizo esa casa, la enfermera que acompaño tíos y abuelas, el psicólogo que alivió a un amigo, como tantas y tantos otros, se formaron en la universidad pública? Sin dudas, pero la universidad no es una bolsa de trabajo. Junto a esas razones fundamentales, hay una razón menos calculable, que non es enunciada por nuestros progresismos y escapa con creces a los burócratas que hoy gobiernan. Una especie de razón amatoria, una calentura que mueve cuerpos como ningún derecho podría, genuinamente, hacerlo. Un deseo de exploración, un imaginario que se encuentra con algo distinto a lo que creía buscar, una equivocación feliz, unas cofradías inesperadas, un recorrido a medias que lo es todo, una carrera realizada que actualiza los deseos de una familia, de muchas, de un pueblo.
Lo que defendemos no es un frío legado constitucional, ni el anhelo personal –aunque ambos tienen un valor–, sino la vitalidad que se juega en la universidad real. En el conurbano profundo y en la UBA, en la región cuyana y en la Patagonia, en Córdoba y Rosario, en Chaco, Tierra del Fuego y Entre Ríos, en cada universidad de esos y otros lugares se abren mundos. El libro que de otro modo no hubiéramos leído, ese comentario de un docente que no deja de acompañarnos, las amistades sorpresivas, las complicidades que tejen una sociabilidad posible, las ideas, los descubrimientos, las frustraciones y las reflexiones que compartimos, la vocación que se encuentra por el camino, el refugio que se vuelve laboratorio… Una vitalidad, eso es lo que defendemos. Sin esa trama vivaz, en movimiento, imperfecta, a veces algo presuntuosa, pero siempre finalmente hospitalaria, esta sociedad sería menos vital, casi tan gris como la pretenden quienes hoy gobiernan desde un pedestal efímero.
¿Miserias? También tenemos. Pero nunca tan miserables como los recortes brutales o las acusaciones malintencionadas de “adoctrinamiento”. Proyectan sus deseos inconfesos de ser ellos mismos los dueños de una doctrina aceptada con sumisión por el resto. Pero, les damos la buena nueva: ni cuentan con algo parecido a un dogma consistente ni vivimos una época de adoctrinamientos orwellianos. El peligro pasa, antes bien, por la pérdida de la transmisión de saberes y afectos en nombre de necesidades económicas de una coyuntura que pide “competencias”, o la delegación de nuestras capacidades en las nuevas tecnologías digitales, cuya ratio última coincide con la obsesión (antes que doctrina) de los libertarianos de la hora: el rendimiento. El conocimiento no se caracteriza por rendir, de hecho, comienza incluso cuestionando los parámetros de rendimiento que pretenden primerearlo. Un pensador argentino decía que “el conocimiento mismo es el suspenso de algo”, digamos, la suspensión o retención de la mera acción, la autonomía de la duda o la crítica, ante el flujo que solo invita a seguir sin más. Vaya si las aulas tienen esa posibilidad de suspender la vida corriente, vaya si no pocas veces esa posibilidad se consuma y agrega a nuestras existencias tozudas y repetitivas un suplemento que solemos llamar “sentido”. Someter la vida, por ejemplo la vitalidad universitaria que defendemos, a una exigencia ciega de rendimiento es renunciar a la construcción colectiva del conocimiento, sustituir el deseo infinito de comprensión por una “torpeza notable en comprender las cosas”, es decir, la estupidez. Tal vez a esta arremetida del gobierno, a la indiferencia de algunos y a la justificación de otros deberíamos llamarla “la estupidez argentina”.
No se están metiendo con un derecho que alguien nos regaló alguna vez, ni con monumentos universitarios de antaño, ni con universidades que deberíamos agradecerles a los neoliberales de los 90 o a los nacional populares de los 2000; se están metiendo con las vidas de miles y miles de estudiantes, docentes, no docentes, investigadoras e investigadores… Nuestro pensador decía que “Los recursos propios de la universidad son las biografías de sus estudiantes y profesores”. Las universidades, aun con su pesada burocracia, aun cuando alimentan la sacralización del saber, incluso cuando patinan algo tendenciosas, valen por la delicadeza de las vidas de quienes las habitan, es decir, quienes le dan vida en última instancia.
Marchamos el 23A, que renombramos 23U, para limitar la acción del gobierno en su ataque frontal contra las universidades y, por transitividad, de todo lo que generan en la sociedad. Los límites no vendrán de gobernadores que hasta el momento sólo trabajaron para aumentar su precio en una negociación de castas, tampoco de un poder judicial que, como señaló muchas veces un querido fiscal, no es un sistema democrático… Qué decir del periodismo, cómodo en la complicidad y en la denuncia –aunque no podemos hoy no valorar el aporte de quienes honran ese oficio (muchos, claro, recibidos en universidades públicas). Marchamos para encarnar la necesidad de la democracia de constituirse como régimen de autolimitación, pero ¿podemos imaginar también nuevos posibles? Es decir, ¿puede esta democracia enclenque democratizarse a su vez? ¿Puede nuestra sociedad no solo defender las universidades públicas, sino apropiárselas para la creación de nuevos saberes, nuevos espacios, nuevas instituciones?
Hay una apostilla que podría resultar clave en esta situación. Frente a la legalidad que el gobierno confunde con arbitrariedad de su cálculo abstracto, tenemos el desafío de fortalecer, no solo los derechos adquiridos, sino la legitimidad del deseo que alguna vez los empujó y que nunca dejó de desbordarlos. Una legitimidad que cruza miles de biografías, infinidad de situaciones, redes de afinidad, escenarios de debate, en el fondo, la multiplicidad irreductible de lo común.
Escuchamos estos días por parte de docentes, comunicadores, referentes, hasta qué punto las universidades públicas son estructurantes de buena parte de la vida social. Se habló de profesiones, roles, innovaciones, conocimientos de todo tenor y escala. Si registramos que esta movilización excede a la universidad como reclamo “sectorial”, que está en juego algo más, que la angustia provocada en miles de jóvenes, en trabajadoras y trabajadores, no se circunscribe a una sumatoria de malestares individuales, sino que se trata de una dimensión colectiva y existencial, o sea política, entonces estaremos en condiciones de vislumbrar nuestro festín, emergente de la malaria: la huelga social. ¡Hagamos lo que hace el conocimiento, suspendamos este estado de cosas! ¡No toleremos sumisamente tanto ataque, tanta humillación! (Tampoco aceptemos como argumento la sumisión de los demás). Nuestras capacidades y esfuerzos, la inteligencia colectiva gracias a la cual se reproduce la sociedad, y gracias a la cual unos pocos se la llevan… esta vez, sí, “la tuya”, son nuestra propiedad; veamos qué pasa si las sustraemos por un momento de la maquinaria. Si no nacimos para obedecer, este momento reclama la construcción de una huelga social… no un paro sectorial entre otros, no una protesta con sus consignas para una nueva postal, mucho menos la noticia del día… Suspender como en un aula el tiempo del rendimiento, para cuestionarlo por placer, porque, como venimos afirmando, la vida no tiene que rendir cuentas. “Nacimos inocentes”, dijo el filósofo, pero no vivimos de ingenuidad, sino de la manía de desear una vez más, conspirando cuando es necesario, inventando cuando se puede. Por esos desvaríos de las vidas, encontré en una universidad del conurbano una vitalidad que resonó con la vida que me hice fuera de las aulas, lejos de las carreras académicas, con sus acreditaciones y formalismos. No dejé de resistir la violencia de la jerarquía ni de rechazar visceralmente la mediocridad de competidores desleales y patroncitos de ocasión. Pero encontré en la curiosidad de cada estudiante, en la solidaridad de cada colega, en el empuje de quienes gestionan sin mezquindad una fuerza indómita que hoy nos hermana. Solo les pido que no me tomen tan en serio, que me concedan un desvarío más: ¡Viva la huelga social, carajo!
El autor es Docente e investigador (UNPAZ, UNA), ensayista. Escribió nuevas instituciones (del común), entre otros; coautor de La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco) –con Miguel Benasayag; El anarca (filosofía y política en Max Stirner) –con Adrián Cangi; Del contrapoder a la complejidad –con Raúl Zibechi y Miguel Benasayag; compilador y autor de Renta Básica. Nuevos posibles del común; Linchamientos. La policía que llevamos dentro, entre otros. Codirector de Red Editorial –con Rubén Mira; integrante del IEF CTA A, del IPyPP y del Grupo de Estudios Sociales y Filosóficos en el IIGG-UBA.