Como si estuviera rascando la lata, Estados Unidos recurre a expedientes ya usados y ya gastados cada vez que se ha embarcado en guerras de intervención. Esta vez es Ucrania la causa, como antes lo fueron Vietnam, Irak, Afganistán, los Balcanes, Libia, los contras de Nicaragua. Después de agotar los recursos de libre disposición, con lo que dejó vacíos los arsenales del Pentágono, el gobierno de Joe Biden contó la semana pasada con los últimos buenos oficios de un sector del Congreso, que le otorgó otros 61 mil millones de dólares para agregar a la ya inconmensurable “ayuda” dada al barril sin fondo del régimen ultraderechista –¿nazi, quizás?– de Volodimir Zelenski. Ahora recluta a los presos de las cárceles para entrenarlos y convertirlos en la versión siglo XXI de mercenarios.
La noticia se conoció a principios de abril, cuando medios de Estados Unidos, de escasa penetración pero bien ganado prestigio, revelaron que el Pentágono había acordado con los dueños de las mayores cárceles del país que se encargaran de seleccionar entre sus prisioneros a los más temibles sicarios y paramilitares narcos de México y Colombia para enviar al frente ucraniano. Días después, el 9 de abril, cuando los diarios y los canales de televisión locales no habían dado aún con algún funcionario que ratificara o desmintiera la existencia de tal acuerdo, el servicio de inteligencia exterior de Rusia, el SVR, se valió de niveles intermedios de la diplomacia para divulgar algunos detalles del programa ejecutado a través de la DEA, la agencia de lucha contra las drogas, y el FBI.
La denuncia rusa dice que se trata de entrenar en “el manejo de los medios militares más modernos al número necesario de esos mercenarios” y que “los primeros cientos serán llevados a Kiev en el próximo verano boreal”, es decir, entre junio y septiembre venideros. Los informantes del SVR precisaron que esto no es más que el principio de un programa de mayor alcance que incluiría a delincuentes de otros países americanos que purgan condenas por narcotráfico o delitos violentos en las prisiones privadas norteamericanas, ya sea porque fueron apresados en territorio norteamericano o extraditados en el marco de los acuerdos bilaterales suscriptos por la DEA con muchos de esos países. La Agencia Federal de Prisiones señaló que hay 12.511 presos mexicanos, el segundo lugar (8%) del total de la población carcelaria. Los colombianos son 1447, el 0,9 por ciento.
Según la denuncia originaria, ratificada luego por el SVR, además de una paga acreditable donde lo indique cada mercenario, se les promete una amnistía total a condición de que no regresen jamás a Estados Unidos. El diario mexicano La Jornada, que se ocupó del tema en su nota editorial del 10 de abril, apuntó un detalle de extrema gravedad: “De confirmarse la denuncia se estaría ante un nuevo atentado de Estados Unidos contra la vida y la seguridad de millones de americanos, (porque) el plan consiste nada menos que en tomar a criminales violentos, entrenarlos en las tácticas militares más modernas y ponerlos en libertad a sabiendas de que regresarán y el destino más probable sea sus países de origen”. Es decir, insiste el diario, enviar a México, Colombia y otras naciones a delincuentes de estirpe, egresados de cursos de profesionalización en el uso de armas de última generación.
“Socios globales”
Esta nueva forma de reclutamiento se presenta en medio de un contexto en el que la OTAN exige a sus miembros plenos –y a sus llamados “socios globales”, categoría a la que aspira el gobierno de Javier Milei– un compromiso extremo que incluye el aumento del gasto destinado a la defensa (2% mínimo del producto bruto interno), un entrenamiento militar de élite, la entrega de armas, municiones, víveres, medicinas y formidables montos en dinero cash para enfrentar los gastos que demanda el aparato del Estado, desde salarios hasta refrigerios.
Lo que aporta Ucrania es mínimo, más allá de la dolorosa entrega de la vida de su gente. El régimen tiene problemas para incorporar nuevos reclutas. Sus jóvenes en edad de alistamiento buscan la forma de eludir el servicio militar o eligen directamente la vía de la emigración, huyen hacia los países de la OTAN.
Es en ese contexto que semanas atrás Emmanuel Macron se adelantó, hablando por primera vez y públicamente ante los gobernantes occidentales sobre un eventual envío de efectivos franceses al frente ucraniano. Habló de 2000 soldados en una primera instancia, una oferta políticamente suicida en el plano interno, donde la sociedad es mayoritariamente reacia a la guerra. Con mayor discreción, aunque al final el Special Boat Service de la Marina Real debió admitirlo, las fuerzas especiales británicas también empezaron a actuar contra Rusia en forma directa, en el teatro de operaciones. Concretamente, en el sabotaje a instalaciones petroleras y a la plataforma de perforación MSP-17 del mar Negro y en el ataque a la base y aeropuerto militar de Dzhankoy, en Crimea, un área anexada por Rusia diez años atrás.
“De tener buenos resultados, esta nueva forma de reclutamiento es inagotable”, apuntó un vocero de la Agencia Federal de Prisiones. En Estados Unidos hay unos 2,5 millones de presos entre cárceles federales, estatales, locales, de inmigrantes y de menores, un 25% del total de prisioneros del planeta, pese a tener sólo el 5% de la población carcelaria global. Entre 2000 y 2010 (no hay datos más recientes) los presos privados aumentaron casi el 80%, mientras la población carcelaria general creció el 18 por ciento. Hay una privatización acelerada del encarcelamiento, que se explica por las dinámicas mercantiles perversas. Se documentó que en esa década, mientras se instalaba un debate sobre aumento de penas y criminalización de los migrantes (más capitas), el Prison-Industrial Complex financiaba las campañas de candidatos a presidente, senadores, diputados, gobernadores y otros cargos.