Mientras estaba realizando la sesión de fotos para la presente entrevista, Eduardo Blanco descubrió un enorme bache en pleno Microcentro. Un agujero a pocos metros del Teatro Politeama y de la avenida Corrientes donde, encabeza Empieza con D, siete letras, la nueva obra de Juan José Campanella. Entonces llega atribulado, luego de haber avisado a la policía y llamado a la municipalidad, con el temor de que alguien pueda sufrir un eventual accidente. “Puede caerse cualquiera, imagínate algún anciano”.

Esa actitud natural en él e inusual en estos tiempos de crueldad, parece pintarlo entero en cuerpo y corazón. El pensar en el otro, en un Estado que cuida, en restablecer la idea de comunidad y de los debilitados lazos sociales volverá una y otra vez en el diálogo con el prestigioso y popular actor de trayectoria tan extensa que no precisa presentación.

-¿Cómo definirías a Empieza con D, siete letras?

-Siempre me cuesta la idea de describir una obra o el personaje. Porque si hubo unos autores que estuvieron tanto tiempo craneando el argumento y las escenas, pensando cómo son los personajes, describiéndolos, me parece injusto que venga yo a arruinar todo en dos minutos en una nota. Dicho esto, te puedo decir que interpreto a un personaje cercano a mí. No a un anciano como en Parque Lezama, ni a alguien más joven. La premisa es un señor de mi edad, recién jubilado, recién viudo, que conoce a una mujer mucho más joven recién separada en el consultorio odontológico. Es una obra dirigida por Campanella, coescrita por Cecilia Monti y Campanella. ¿Por qué digo esto? Porque a esta altura él tiene un sello. Habrá gente a la que le guste, gente a la que no, pero el público sabe lo que va a encontrar.

-¿Cuáles serían esas características que hacen a la identidad Campanella?

-Podemos decir que, frecuentemente, se enmarcan en el género de la comedia dramática y que el humor está siempre presente en sus trabajos. Estoy hablando de sus trabajos más personales. En sus obras tiene una mirada siempre muy positiva hacia la vida, más allá de todo. Pienso en El hijo de la novia, con un tema tan delicado como el Alzheimer, una obra que presagió la debacle del 2001. Y que, sin embargo, reserva un final esperanzador representado en el proyecto del personaje principal protagonizado por Ricardo Darín de abrir un nuevo restaurante propio. O en Luna de Avellaneda, donde, a pesar de toda la desgracia del cierre del club, de la realidad que vive el país, del hijo que se exilia, la película termina con una pregunta de cómo se arma un club nuevo.

-¿Cómo aparece esa mirada y ese sello en esta obra?

-Su título es muy particular, referido a una pregunta típica de un crucigrama, «empieza con D, siete letras».  Es otro mundo también, de otra época. La obra es una historia de amor, una historia romántica. A partir de ahí, tiene todos los condimentos que puede tener ese sello Campanella del que te hablé. Es una historia donde la gente se va a divertir, se puede emocionar. Y tiene el plus de que hay una invitación a reflexionar. Y se puede señalar que hay un mensaje: en la vida solemos cristalizarnos en lo bueno y en lo malo, pero siempre hay algo que la desafía. En la vida fluye una energía que está en movimiento, aunque a veces tengamos la pretensión de dejarla quieta para que nada pase. Porque si no pasa nada malo, tampoco pasa nada bueno. La vida es la sorpresa permanente. Creo que todos esos elementos se conjugan en esta obra.

-¿Cuál te parece la función del teatro en tiempos tan difíciles para el país?

-La Ciudad de Buenos Aires tiene una historia y un presente teatral de potencia mundial. Por lo tanto, en la cantidad enorme de espectáculos, sumando el teatro independiente y al teatro oficial con algunas propuestas que lamentablemente hoy no se pueden llevar porque no hay políticas estatales de apoyo y al teatro comercial que no se puede realizar por una cuestión de costos… Aun así, creo que en la sumatoria de esas obras hay para todos los públicos. En estos tiempos todo aquello que abra una pequeña puerta a la esperanza, a tratar de mirar la vida en un sentido positivo, todo aquello que te pueda divertir un rato, que te pueda emocionar, que te haga recordar que estás vivo, que te pueda invitar a ver al otro, cumple una función reparadora…

-¿A qué te referís?

-Al hecho de que hoy desde el poder está oficializado que el otro no existe. Con esto no estoy diciendo que antes era maravilloso, de ninguna manera. Pero hoy tengo particularmente la sensación de que el otro es un número. Y si el número da, bueno, qué suerte para el otro. Y si no da, que se joda el otro. Nunca hubo una situación paradisíaca. Pero es raro oficializarlo. Hoy desde el Estado está oficializado que el otro no existe. Yo de economía no entiendo mucho. Tengo un mundo ideal que me gustaría a mí, pero es ideal, es mío. Entiendo que un gobernante cualquiera tenga que tomar medidas que no son del gusto de mucha gente. No es posible tomar siempre medidas que conformen a todos. Supongo que, a veces, tienen que tomar medidas que redundan en muchas injusticias para mucha gente. Y hasta ahí puedo entenderlo. Ahora, de ahí, el plus que yo veo y que me resulta particular e inaguantable de este tiempo es que, no solamente tomo medidas que te resulten injustas a vos y que te perjudican, sino que además te verdugueo. Y me río de esto. Eso es inmoral.

-¿Qué valoración te merecen las políticas culturales de este gobierno?

-Lo que afirmé es extrapolable y aplica a todos los rubros. Cada obra es hija de su tiempo. En obras de Campanella como El hijo de la novia o Luna de Avellaneda estaban presentes las injusticias del neoliberalismo.

-¿Cómo se filtra esa realidad actual en esta nueva obra?

-No es una obra política partidaria o política ideológica en particular. Es una obra que está cercana a algún sector de la gente. Esta obra no habla de la gente sumergida. Habla de lo que conoce Campanella, que pertenece a la clase media. Como yo también. Quizás en el medio aparece en un personaje nuevamente la idea del exilio. Eso siempre es una circunstancia trágica, dolorosa, que habla de este tiempo. Quizás también sea político contar una historia de amor entre seres muy diferentes.  

-¿Cómo te sentís encarando una obra de estas características?

-No me quiero poner nostálgico. Yo estoy en una situación privilegiada y tuve una educación de excelencia gracias a la gratuidad, la universalidad, a la idea de que la educación es un derecho humano. Vengo de hacer Parque Lezama y ahora encaro otra obra que espero que la gente disfrute. Lo otro, siento que en algún sentido no me pertenece en cuanto a las grandes decisiones. ¿Qué puedo hacer yo ante semejantes cosas que estamos viviendo? Puedo hacer algo en lo micro. Y si por un momento hago feliz a una persona que se siente mal ya estoy hecho. Yo siempre he querido y he tenido la fortuna de hacer trabajos y contar historias que han llegado al corazón de la gente. No quizás desde un lugar de pretensión ni ideológica, pero yo sé, porque me lo han manifestado, que Vientos de agua, por ejemplo, fue una miniserie que acompañó acá y afuera a muchos argentinos. Si además le sirve para reflexionar sobre la propia existencia sin grandilocuencias, mejor aún. No sé si a partir de ahí el mundo es mejor o peor. Ante cada nueva obra, siempre surge la pregunta. ¿Qué hago yo ante el mundo? Soy un ser insignificante.  Pero, como dice una vieja frase, si yo puedo cambiar mi entorno, puedo cambiar el mundo.  Lo más político de la obra es la interpelación para ver al otro. Cuando yo puedo ver al otro, puedo pensar en un otro. Si estoy muy preocupado solamente por lo propio, por las propias urgencias, estamos en el horno. El olvidarse de que hay otro es un problema que tenemos todos, no solamente Milei.  Hay que tratar de tener en cuenta al otro, asimilar que hay un otro, que somos la sumatoria de muchos, que conformamos una sociedad y que no vivimos ajenos a ella. En definitiva, hay que comprender que no somos nada sin el otro. «

Empieza con D, siete letras

Dirección: Juan José Campanella. Guión: Cecilia Monti y Campanella. Elenco: Eduardo Blanco, Fernanda Metilli, Gastón Cocchiarale, Maru Zapata. Funciones: de miércoles a viernes a las 20, sábados a las 19 y 21:30, y domingos a las 19. Teatro Polieteama, Paraná 353.

Ese amigo fiel, entrañable y utópico

Diferentes roles interpretados en obras de Juan José Campanella metamorfosearon a Eduardo Blanco en el prototipo y el ideal del amigo porteño fiel en cuerpo y corazón.

Aquel que tan bien definió Raúl Scalabrini Ortiz en ese ensayo sobre el ser argentino titulado El hombre que está solo y espera (1933): “La amistad profesada por los hombres porteños es un ajuste sagrado… Ni los vaivenes de la fortuna, ni los tropiezos de las empresas, ni los malogros de las intenciones pueden destruirla… La amistad porteña es un olvido del egoísmo humano”.

Así, en Luna de Avellaneda Blanco encarna a Amadeo, el amigo íntimo de Román (Ricardo Darín), con el cual emprende la utopía de resucitar un club de barrio que resulta una metáfora ajustada de la Argentina.

En El hijo de la novia, Blanco es Juan Carlos, el amigo de Rafael (Ricardo Darín), el que lo consuela en los momentos difíciles, el que lo ayuda a proyectar un nuevo restaurante, el capaz de oficiar de sacerdote falso en el casamiento ficticio de los padres de Rafael: Nino (Héctor Alterio) y Norma (Norma Aleandro).

Incluso en la obra de teatro Parque Lezama, en su papel de Antonio Cardozo, es el único que puede acoger a ese anciano socialista, de imaginación y sueños tan desmesurados como sus mentiras que interpreta Luis Brandoni.

Encontrarse con Eduardo Blanco constituye una experiencia tan relajada y placentera como la de encontrarse con un viejo amigo: un ser amable, solidario, afable, cuya sola y cálida presencia hace pasible la idea de un mundo mejor.