Edgardo Cozarinsky fue una inclasificable en la cultura argentina cuyas fronteras trascendió. Vivió en una suerte de periferia autoimpuesta a partir de la cual se transformó en una figura central y única, aunque insular. Era renuente a las entrevistas, tenía una desarrollada fobia hacia los fotógrafos: cuando se le hacía una entrevista de las pocas que concedía y siempre prefería mandar fotos de él que posar bajo una lente nueva

En suma, fue alguien que siempre se corrió de todo tipo de reflectores sin poder impedir que lo alcanzara la notoriedad. Un  caso, en este sentido, un tanto anacrónico por su ajenidad al star system cultural. Quizá éste haya sido uno de los secretos de su fecundidad creativa, además, por supuesto, de su talento. Nacido en 1939, no se contagió nunca de la fiebre de figuración que rige en nuestros días.

Era descendiente de inmigrantes judíos ucranianos que arribaron a la Argentina en siglo XX provenientes de Kiev y de Odessa.

Tenía la profunda convicción de que su obra hablaba por él. “No tengo otra cosa que agregar a lo que ya dije en ese libro” expresó cuando Tiempo Argentino  intentó entrevistarlo por Los libros y la calle (Ampersand, Colección Lectores), en 2019. Y quizá, en cierto sentido tuviera razón, aunque una entrevista con él era siempre una tentación inevitable para un periodista. En este libro trazó su larga trayectoria como lector.

Macedoniano confeso, a diferencia de su escritor admirado él no dejó una obra dispersa, pero sí evitó agregarles a sus libros la cuota de solemnidad y cosa importante y definitiva que suele darles la exposición frecuente a la prensa. Siempre consideró que sus literatura y su obra en general, por lo menos en el plano público, eran más importante que su vida.

“No había muchos libros en mi casa, decía  Cozarinsky en el libro mencionado. Los que había estaban claramente divididos entre las lecturas de mi madre y las de mi padre, distinción que el hijo aceptaba sin plantearse la implícita división de territorios entre lo femenino y lo masculino». Su madre «era devota de Stefan Zweig». Su padre “leía los pesados volúmenes que Upton Sinclair que editaba Claridad”.

Si bien no  había una abundancia de libros, sí había una vocación lectora que lo impulsó a la lectura y luego, como consecuencia directa, a su contracara, la escritura. Pero, según él mismo dice en Los libros y la calle,  “el lector que fui en la infancia sólo empezó a escribir ‘en serio’ cuando se fue de Argentina”.

Edgardo Cozarinsy y los libros

Fue así que en 1985 apareció Vudú Urbano, un libro que obtuvo un gran éxito y que sucesivamente fue prolongado por figuras como Susan Sontag y Guillermo Cabera Infante.

Pero, acosado por el cáncer volvió a su país, Cozarinsky regresó a la Argentina y así nacieron La novia de Odessa (2001), además de los tres posteriores, Tres fronteras (2006), Huérfanos (2017) y En el último trago nos vamos (2017.) Por este último libro obtuvo en 2018 el V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, uno de los más prestigiosos de la lengua castellana. Su libro fue seleccionado entre 91 trabajos presentados.

En ese momento dijo el jurado algo que quizá se aplique a toda la obra de Cozarinsky: “es, sobre todo, un libro escrito con gran oficio narrativo, con raíces profundas en una antigua tradición literaria y de una notable solidez intelectual. Entre sus temas están la identidad existencial, la vejez, y la infidelidad de los recuerdos, elaborados por Cozarinsky  de una manera singular otorgándoles una dimensión literaria solvente y necesaria. Sus cuentos describen mundos  diversos en los cuales los protagonistas resultan ser fantasmas o, al menos,  fantasmagóricos.”

Su distancia con la prensa, ante la que solía mostrarse a veces un tanto fastidiado, quizá diera la falsa impresión de un hombre un tanto hostil y sin humor, lo que desmiente, por ejemplo en su libro Nuevo Museo del Chisme cuya edición se abre con una cita de Borges, el escritor que sus lectores y críticos convirtieron en monumento de bronce, pero que mostró siempre el costado lúdico de la literatura. Este libro fue el producto de un trabajo que realizó con José Bianco

La cita de Borges era del 1935  y decía textualmente: “Cierta vez, una niña argentina proclamó que aborrecía los chismes y que prefería el estudio de Marcel Proust; alguien le hizo notar que las novelas de Marcel Proust eran chismes, o sea (aclaro yo, tardíamente) noticias particulares humanas”.

En consonancia con Borges, Cozarinsky comieza su libro diciendo: “El chisme y la novela (o, menos taxativamente, los relatos de ficción) se han encontrado con tanta frecuencia en la indignación de las mentes serias y las almas nobles que no parece injustificado estudiar cuáles pueden ser los rasgos compartidos que hicieron posible esa coincidencia”.

Además del sentido del humor, ambos escritores comparten su pertenencia a la mítica revista Sur fundada por Victoria Ocampo su trato con ella, con José Bianco y Adolfo Bioy Casares.

En una nota de Tiempo Argentino, Juan Pablo resume bien las coicidencias entre ambos escritores: “Tal vez Edgardo Cozarinsky sea el último de los escritores que mantuvieron cierta proximidad íntima con el círculo borgeano y su obra es testimonio de esa conexión. En ella se repiten algunos temas que solían aparecer con frecuencia en la del propio Borges: la literatura (y el cine) como espacios vivos; la memoria personal como espejo de lo universal; la búsqueda de una identidad y los rastreos de ella a través de la propia genealogía.

Y agrega: “Y por supuesto, el tango. Igual que Borges, Cozarinsky tiene una especial obsesión con el tema, aunque para uno y otro signifiquen cosas distintas”.

“Si para el gran escritor argentino el tango y sus personajes constituían una continuidad de la gauchesca, un espacio mítico a partir del cual creía posible construir una mitología y una épica nacional, para Cozarinsky en cambio, se trata de una de las entradas secretas al universo que más lo fascina: el de la noche. En su libro Milongas, Cozarinsky deja constancia de la pasión con que toda su vida se ha entregado a perseguir el espíritu lúbrico del tango, tentado por la promesa sensual de los cuerpos que se entrelazan entre cortes y quebradas con la complicidad de las sombras”. 

Autor prolífico, a sus libros ya mencionados se suman, entre otros, Maniobras nocturnas (novela, 2007), Milongas, crónicas y cuentos (2007), Burundanga, humor (2009), Lejos de dónde, (2009), La tercera mañana, novela, (2009), Disparos en la oscuridad, ensayos y crónicas, (2015), Cielo sucio, novela, 2021.Variaciones Joseph Roth, ensayo, 2022.Palabras prestadas, antología, 2023.

Foto: Gentileza Alejandro Guyot

Edgardo Cozarinsky: cineasta y mucho más

Su actividad en el cine comenzó como destacado crítico cinematográfico (también crítico literario) en Primera Plana y Panorama. Pero su vocación por hacer cine nació, como casi toda vocación, en la infancia, y adolescencia en los cines de barrio donde pasaba muchas tardes mirando indiscriminadamente programas de dos y tres flims.  

En 1971 filmó su primera película de nombre casi  impronunciable “…” (Puntos suspensivos) como un secreto muy bien guardado, tan poca trascendencia tuvo en Argentina, a pesar de que hablaba de fantasmas habituales de nuestra geografía como los militares y sus acólitos que en 1976, cinco años después de la realización de la película, expresarían su versión más sanguinaria.  

En 1976 filmó en Francia Les Apprentis-sorciers y en 1981, La guerra de un solo hombre, un film en que confronta los diarios del novelista  y ensayista alemán Ernst Junger durante la ocupación de Francia por parte de los nazis con los noticieros y la propaganda del mismo período.

Más tarde vendrían, entre otras, Guerreros y cautivas (1989), Nocturna (2005), Nocturnos (2011) y Carta a un padre (2013). En este último film Cozarinsky enlaza elementos de su vida personal con elementos de la historia del siglo  XX. El una entrevista aparecida en La Voz dice:

“En muchos de mis filmes, en los que rescataría, el guión se escribió en montaje: la filmación de acopio de materiales para una escritura por venir. Claro que siempre hay que escribir  un falso guión para presentar a las autoridades administrativas que puedan o no financiar el proyecto.”

Y  agrega: “No soy una star del `cine de autor«, a quien le dan `carta blanca`. Pero es cierto que esta escritura previa, aun sabiendo que es simple pre-texto, ayuda a descartar elementos secundarios, redundantes. En el caso de Carta a un padre, sabía que iba a enlazar un destino individual con la época en que se desarrolló, pero con qué elementos hacerlo y en qué orden, fue todo tanteo, prueba y error durante el montaje.”

La afirmación de Cozarinsky puede ser tomada como una declaración acerca de la forma en que él vinculaba su literatura y su cine: entre ellos había una cierta interrelación de la que se independizaba en el momento mismo de comenzar a trabajar en un film.

Al igual que su obra literaria, su obra cinematográfica es prolífica: fue guionista y director de más de 40 películas.

Filmó en lugares tan disímiles como Budapest, Tallin, Róterdam, Tánger, Viena, Granada, San Petersburgo, Sevilla y Argentina. Sus películas, posiblemente más celebradas afuera que en su propio país, participaron de festivales tan prestigiosos como el de Cannes, Rotterdam, San Sebastián, Venecia, Cinéma du Réel y la Berlinale.

En 2005 irrumpió en la escena teatral con su propio médico, Alejo Florín. Fue una suerte de “teatro documental” o “biodrama” realizado bajo la dirección de Vivi Tellas.

En el mismo año, también puso en escena escrita y dirigda por él, Squash y una ópera de Pablo Mainetti, Raptos. Más tarde, con música del propio Mainetti hizo una ópera basada en su novela El rufián moldavo que se llamó Ultramarina.

A lo largo de su vida recibió numerosas distinciones desde el mencionado Premio de Cuentos hasta el premio a la Trayectoria Literaria del Fondo Nacional de las Artes, el premio a la Trayectoria cinematográfica del Festival de Cine de Mar del Plata y un doctorado honoris causa de la Universidad de Tres de Febrero.

Para él, tan autoexigente, quizá su mejor premio haya sido dedicarte a trabajar si pausa y sin exposiciones reiteradas que lo distrajeran de su objetivo. Quizá la enfermedad que lo perseguía desde hace tiempo y que, finalmente, se lo llevó a los 85 años, le impusiera plazos perentorios. Pero Edgardo Cozarinsky ganó la partida.