Fue en la mañana del 3 de abril cuando el vocero Manuel Adorni, cuyo injerto capilar lucía laboriosamente peinado, soltó:
–Mario Russo desempeña de manera exquisita sus labores de ministro de Salud.
Lo cierto es que, junto a la originalidad de dicho adjetivo, aquella frase, además, contenía una primicia: el nombre del funcionario en cuestión. ¿Quién diablos conocía hasta entonces su existencia?
Quizás él fuera uno de los televidentes que observaba la conferencia de prensa del pregonero oficial, y que ese elogio le causara un ramalazo de alivio, dada su pasividad ante la epidemia de dengue.
El tipo jamás había imaginado que su salto hacia el gabinete nacional lo enfrentaría a un enemigo tan minúsculo: el mosquito Aedes aegypti. ¿Un rival a su medida?
En tanto, el bueno de Adorni pasaba a otro tema: la inminente puesta en marcha de una línea telefónica para que padres y alumnos pudieran denunciar el adoctrinamiento en las escuelas. ¿Acaso la delación se acababa de convertir en una política de Estado?
Este asunto, dicho sea de paso, tampoco le era ajeno al doctor Russo, un cardiólogo clínico que, hace una década y media, supo reemplazar el ejercicio de la medicina por la gestión pública. Pues bien, en 2016, siendo el titular del área sanitaria del municipio de Morón –al mando de Ramiro Tagliaferro, el exmarido de María Eugenia Vidal– incurrió en el desliz de exigir a los médicos bajo su órbita que denunciaran a las pacientes ante la mera sospecha de haber cometido un aborto. Eso pasó rápidamente al olvido, al igual que su figura.
Pero, ahora, los 190 mil infectados y las 132 muertes causadas por ese inoportuno mosquito lo obligaron a dar la cara para así exhibir su ejecutividad. Y lo hizo con una gira por varios programas de TV sin cansarse de repetir:
–Hay que usar remeras con mangas largas, ropa holgada y tener cuidado con los pantalones cortos.
Cabe destacar que, durante la entrevista que le hicieron en Telefé hasta se permitió un remate filosófico:
–Debemos aprender de los errores del pasado sobre lo que no se hizo y proponer pensar para adelante.
A eso se redujo su intervención en el problema.
Ese individuo canoso, de barba rala y con un persistente tic en la boca, encarnaba el sentido común en su máxima expresión. “No vamos a distribuir repelentes en las provincias porque no somos un supermercado”, fue otra de sus definiciones; también dijo que no habrá un plan de vacunación, dado que “por ahora estamos muy concentrados en la vigilancia epidemiológica” y que la falta de repelentes y espirales se debe únicamente a que es “un juego entre la oferta y la demanda que se va a subsanar”.
Desde luego que semejante puja derivó en un fenómeno que la Escuela de Economía Austríaca, la cual establece la religión del régimen libertario, ve con buenos ojos: un mercado negro de repelentes que pide hasta 90 mil pesos por unidad, la aparición de cuentapropistas callejeros que cobran por rociada y la apertura de la importación sin que la ANMAT se entrometa, entre otras vías informales de abastecimiento. Había que ver el video de un centro mayorista en el que los clientes se abalanzaban en horda sobre los packs, peleándose entre sí por un tubo de espray con la actitud de quienes participan de un saqueo. No es una exageración decir que, en este caso, semejante “juego” entre la oferta y la demanda despertó los instintos más atávicos del cuerpo social. ¿Acaso Milei no vino para despertar a los leones? Pero no deja de ser notable que lo hiciera en un contexto atravesado por los despidos masivos, el aumento inflacionario y la represión, entre otras calamidades.
Lo más atroz de este conglomerado de circunstancias es su estructura de chiste. Un humor cruel, trágico e involuntario que remite a la película Hospital Britannia, dirigida por Lindsay Anderson en 1982. Un filme sobre el poder en su variante más grotesca y disparatada. Su argumento: la accidentada visita de la Reina Madre a ese nosocomio, justo cuando, en los alrededores, cientos de policías reprimen una manifestación. En su interior, mientras tanto, concluye un experimento consistente en el acople del cerebro de un hombre asesinado (interpretado por Malcolm McDowell) a una enorme consola para así –según su creador– perfeccionar a la humanidad. Pues bien, al momento de poner en funcionamiento su obra ante un auditorio integrado por nobles y plebeyos, ese Frankenstein de metal y carne solo emite, una y otra vez con voz robótica, un fragmento de Hamlet. Nada más.
De cambiarse esa línea shakespeariana por “¡Viva la libertad, carajo!”, daría la impresión de estar viendo un noticiero argentino.
De hecho, un personajillo como Lilia Lemoine de ningún modo hubiera desentonado en Hospital Britannia. Convocada por TN para opinar acerca del dengue, no vaciló en decir:
–No te va hacer efecto que te vacunes ahora, dado que tenés que esperar tres meses entre la primera y la segunda dosis.
En fin, una epidemióloga de fuste.
Pero conviene ponerla en foco, dado que su figura surgió justamente al calor del imaginario conspirativo que va del terraplanismo hasta la aversión a las vacunas, sobre la base de que la cuarentena ante la pandemia del Covid-19 fue parte de una estrategia para controlar a la población. Ya se sabe que aquel escenario fue el semillero tanto de pequeñas falanges de ultraderecha como de influencers que ahora son parte del paisaje político. Y frente a la epidemia de dengue, la absoluta inacción del gobierno es parte de ese credo. «