Dentro de la colección Narrativa Hispánica Alfaguara acaba de publicar Del mundo que conocimos, una antología personal de Abelardo Castillo. Nada nuevo puede decirse de los cuentos que la integran ya que Castillo hace tiempo que es un maestro consagrado además de un testigo de los mayores acontecimientos culturales del siglo XX. Lo realmente interesante es que la selección muestra abiertamente cuál es la visión sobre su obra que tiene en la actualidad, luego de una largo recorrido.
La antología incluye desde un clásico inolvidable como La madre de Ernesto hasta Crear una pequeña flor es trabajo de siglos en el que el narrador se autodefine como un escritor fracasado. El prólogo, como no podía ser de otro modo tratándose de Castillo, es una pieza imperdible. Del mundo que conocimos no es dice el escritor- no quiere ni simula ser un libro nuevo. Es apenas un nuevo libro. Estas mismas palabras las escribí en el prólogo de El cruce del Aqueronte (1982), éstas y casi todas las que le siguen. Me siento con el derecho de repetirlas porque ese libro ya nunca volverá a publicarse. Le debo esta aclaración al lector atento, si es que esa especie, como tantas otras, no se ha extinguido en la Argentina. O se la debo a mi lector, suponiendo que el pronombre posesivo no suene aquí algo delirante o descomunal. En todo caso, me la debía a mí mismo: a una cierta ética que no toca solo a la literatura. Cunden en nuestro país, desde hace tiempo, libros colecticios y residuales, donde sin aclaración alguna, se imprimen en distinto orden y con nuevo título textos que ya parecían repetidos en la primera edición. Este género, que podría denominarse sobras completas, lo fundaron ensayistas de pensamiento inmóvil y no era criticable. Todos, al fin y al cabo, vivimos repitiendo las mismas ideas: tomarse la molestia de cambiarles la sintaxis es, bien mirado, una ilusión.
En ese prólogo que no hace concesiones indica también cuál fue el criterio de su antología. Estos relatos son, por decirlo así, mis preferencias. Dibujan a su modo una especie de autobiografía, que no debe buscarse en las anécdotas, sino en lo indecible, en lo que cada historia significó para mí (verbal o humanamente) en el momento de escribirla.
Leer esta antología es como espiar por el ojo de la cerradura la intimidad literaria de un escritor, la valoración que hace de su propia obra y lo que rescata luego de largos años de escritura. Cómo él mismo dice, es leer una autobiografía sui generis en la que no cuentan los hechos de la vida cotidiana, sino la forma en que el escritor procesa y transfigura la realidad circundante para convertirla en literatura. El mero orden que le ha dado a los cuentos constituye una forma de sintaxis que está cargada de sentido. Quizá Castillo sea una especie de Pierre Menard que, utilizando las mismas palabras de sus cuentos, logra, sin embargo a través de una nueva selección, textos distintos.