En su más sintética expresión se dice que en el Estado de derecho todos los habitantes están sometidos por igual ante la ley, en tanto que en el Estado de policía lo están a la voluntad arbitraria del que manda.
En verdad, el Estado de derecho perfecto nunca existió en la realidad: se trata de un modelo ideal que sirve para verificar cuán lejos o cerca está un Estado de ese ideal. Suele afirmarse que a medida que un Estado real se aleja de ese modelo va cayendo en el segundo. Algunas veces lo hemos pensado así, pero la experiencia de nuestra América nos demuestra ahora que no siempre se produce esta mutación, sino que, en caso de deterioro del Estado de derecho, existe otra alternativa.
Los Estados de policía se caracterizan por responder a cúpulas políticas muy fuertes y disciplinantes, como el fascismo, el nazismo, el estalinismo o las dictaduras de seguridad nacional. Sus agencias policiales pueden disponer de cierto espacio de corrupción, pero limitado, es decir, siempre que no resulte disfuncional o moleste a las cúpulas.
En nuestra América las cúpulas políticas son débiles; expresión de su propia debilidad es que permiten la autonomización de sus fuerzas policiales, que pasan a ejercer poder punitivo por cuenta propia (detenciones arbitrarias, torturas, ejecuciones sin proceso) y a confundirse o mezclarse con la delincuencia de mercado (drogas, trata de personas, etcétera). A medida que cunde este deterioro las policías van dejando de atender a sus funciones específicas de prevención secundaria. A eso se agrega que la propia delincuencia de mercado ejerce poder punitivo por cuenta propia y que surgen grupos de autodefensa, justicieros y parapoliciales que también lo ejercen.
Todos estos elementos no se limitan a ejercer poder punitivo al margen del Estado, sino que también lo usan para recaudar por cuenta propia (extorsiones, protección mafiosa, etcétera). De este modo se produce un caos social, pues el Estado de derecho deteriorado pierde el monopolio del poder punitivo y de la recaudación fiscal, es decir, de dos de sus atribuciones más elementales.
En esas circunstancias, no faltan cúpulas políticas que creen poder superar su debilidad derivando funciones policiales en las Fuerzas Armadas. Es más que obvio que la función específica de éstas no tiene nada que ver con las policiales y, por ende, es natural que carezcan del entrenamiento propio de una función que les es por completo ajena. Esto las lleva a cometer errores graves –cuando no a deteriorarse interiormente–, lo que les acarrea la pérdida de respeto por parte de la población.
Por cierto, este no es el modelo de un Estado de policía, sino el de un Estado enflaquecido y enclenque, raquítico, que introdujo el caos social, perdió el monopolio del poder punitivo y de la recaudación fiscal y compromete su defensa nacional con el debilitamiento de sus propias Fuerzas Armadas.
Enmarcado este fenómeno en la posición geopolítica subordinada de nuestra América, que culmina sus quinientos años de colonialismo con la actual etapa tardía de colonialismo financiero, surge claramente su funcionalidad en el mapa de poder planetario: nuestros Estados de derecho tienden a deteriorarse en Estados enclenques, fácil presa de los intereses financieros transnacionales domiciliados en el hemisferio norte.
Nuestras clases políticas parecen no tomar consciencia de las tentativas de gravísimo deterioro de nuestros Estados hasta dejarlos enclenques y raquíticos. Es obvio que esto no interesa a los procónsules de los intereses colonialistas, quienes con su avanzada tecnología mediática y electrónica inventan una realidad en la que la destrucción de las policías y de los códigos penales se vende como prevención del delito. Pero el problema es que parecen carecer de esa consciencia quienes, por su posición política, deberían resistir y revertir estos procesos y que, por temor a perder votos, se pliegan a las mentiras letales de los procónsules entreguistas.
La resistencia y reversión de estos procesos debería comenzar partiendo de la premisa de que no hay Estado en el mundo sin policía y el deterioro comienza precisamente –como señalamos– con la degradación de nuestras policías.
En los países de nuestra América no tenemos policías altamente profesionalizadas. Incluso nuestros servicios de informaciones se dedican a preparar carpetazos en lugar de protegernos contra el terrorismo internacional, las múltiples redes de tráficos, la criminalidad económica transnacional y otros peligros no menores.
No entregamos nuestras vidas y salud en manos de cualquiera, sino de profesionales médicos especializados. Pues tampoco podemos dejar nuestras vidas, integridad física, libertad y propiedad en manos no especializadas.
En lugar de eso, comenzamos por no reconocer a los/las policías la condición de trabajadores/as. Les negamos todos los derechos laborales, incluso el más elemental de ellos, es decir, a la sindicalización. Se argumenta que requieren un régimen casi militar cuando se trata de un servicio eminentemente civil. Es obvio que, como cualquier otro servicio primario (las guardias de los hospitales o los bomberos), no pueden tener derecho de huelga, pero fuera de eso no hay argumento válido para desconocer sus otros derechos laborales.
Además, a los trabajadores/as policiales se los remunera miserablemente. Nuestras débiles cúpulas políticas cínicamente creen que deben complementar el salario con la recaudación al margen del Estado, es decir, con su propia destrucción institucional. Un buen comisario debería ganar lo mismo que un juez y de allí hacia abajo en orden racional.
No tenemos menos neuronas que los ciudadanos del hemisferio norte, pero no tenemos un Scotland Yard, un FBI, una Bundespolizei ni unos Carabinieri. El problema parece ser que nuestras cúpulas políticas no emplean bien sus neuronas en lo que hace a la prevención primaria y secundaria del delito, no les interesan las investigaciones de campo, venden la ilusión de que penas absurdas son preventivas, presumiendo que un femicida o parricida consultará un rato antes de su crimen aberrante el código penal como una lista de precios o el menú de un restaurante.
La Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) y su región desde hace diez años registra un descenso en los homicidios, incluso hasta el 50%, pero el aparato de propaganda lo ignora. Se está jugando con vidas humanas: ahorramos cien muertos al año en CABA y lo ocultan. Son cien vidas frustradas, cien dolores de deudos, padres, madres, hijos, pero la campaña de raquitismo del Estado en vías de caos por destrucción policial sigue impertérrita, pese a los lamentables ejemplos de algunos de nuestros países hermanos, como El Salvador y Ecuador, donde la destrucción policial sembró el caos social a que hicimos referencia.
Rosario es el escándalo, pero también el ejemplo: es el claro producto de una destrucción del aparato policial, con jefes policiales presos, connivencia con la mafia, incluso dos fiscales federales comprometidos. En lugar de programar prevención en serio, se envía un impracticable proyecto de punición de niños, violatorio de tratados internacionales con jerarquía constitucional, que ridiculizará a nuestro país en el mundo.
Es hora de que nuestros políticos se informen seriamente y presten atención a este fenómeno que compromete nuestra soberanía y nuestro destino como nación y comunidad.