El sol apenas despuntaba sobre Wall Street cuando el rumor estalló como un vidrio astillado. DeepSeek (DS), una ignota startup china con sede en Hangzhou, había logrado en sólo 18 meses lo que Silicon Valley llevaba años puliendo. Como si hubiera descubierto un gualicho digital, DS se coló entre los grandes, eclipsando en rendimiento a titanes como ChatGPT, Claude y Gemini.
En un mundo donde la Inteligencia Artificial es la piedra filosofal del poder, la noticia dinamitó los mercados y volcó más de un capuchino con leche de soja en oficinas con vista a Manhattan. También copó las conversaciones en los congresos tecnológicos más relevantes, como el sTARTUp Day 2025 celebrado la semana pasada en Estonia.
En los pasillos y en las charlas de bar dentro de la Universidad de Tartu, una de las más antiguas de Europa al fundarse en 1632, se hablaba de algo más profundo: una fractura geopolítica que sigue ensanchándose. Porque si el siglo XX tuvo su Carrera Espacial, el XXI es testigo de la Carrera Algorítmica. Y DeepSeek acaba de irrumpir como los soviéticos hicieron con el Sputnik en el siglo pasado, en un tablero de ajedrez global donde las tecnologías y la geopolítica se enredan en un nudo marinero.
Uno. El secreto de DS no está en la fuerza bruta, sino en la eficiencia para economizar recursos, al activar menos funciones necesarias en cada momento, lo que se traduce en un menor consumo de energía en los megaservidores donde se asientan esos servicios. Así, en pruebas de referencia como MATH-500, CNMO 2024 o Codeforces, arrasó como un motor de inyección electrónica contra otro de carburador.
La piña fue técnica y, también, estratégica. Mientras OpenAI y Google encierran sus modelos en castillos inexpugnables, DeepSeek hizo algo hasta ahora poco extendido en este segmento industrial de la IA: liberó su código fuente. Ahora cualquiera puede descargarlo, modificarlo y adaptarlo sin restricciones.
En el ecosistema tecnológico, este movimiento no es sólo una jugada audaz, es una declaración de principios. Porque al abrir las puertas, DS garantiza que miles de desarrolladores contribuyan con mejoras sin necesidad de ser empleados. Lo mejoren, lo modifiquen. Un golpe al mentón del statu quo. El código libre es el mismo principio que hizo grande a los sistemas Linux desde finales del siglo XX y que hoy dominan con más de un 90% el mercado mundial de los web servers.
Pero si es gratis, ¿cómo gana dinero DS? Al ofrecer acceso profesional a sus modelos vía API, una suerte de puente común para que otras empresas integren la tecnología en productos o servicios. ¿Y si DeepSeek domina el futuro de la IA? ¿Y si a esos servidores solamente los pueden apagar o auditar los marines de los mandarines?, se preguntan los inversores tech en las bolsas. De allí la tensión extrema.
Dos. En el puerto de Buenos Aires descargaban servidores para actualizar los sistemas del gobierno durante una de las presidencias K. Entonces, Guillermo Moreno, el hoy presidente del partido Principios y Valores y entonces Secretario de Comercio Interior de la Nación, se cruzó con una directiva de la empresa norteamericana que fabricaba esos fierros. Sonrió, picante:
—Dígame, señorita, ¿cuánto van a tardar en enterarse en Washington de los datos y números del gobierno argentino?
La anécdota es un recordatorio de las eternas cuestiones de soberanía digital, ese fantasma que merodea entre cables de cobre y routers con lucecitas de kermesse. ¿Quién tiene acceso a qué? ¿Quién controla? ¿Quién espía? En la vieja serie El Super Agente 86 (Mel Brooks-Buck Henry, 1965-1970), la malvada organización KAOS era el chivo expiatorio perfecto: siempre había un villano con un plan oscuro listo para ser desbaratado por Maxwell Smart. Hoy, ese mote parece encajarle sin esfuerzo a los más de doscientos ingenieros que comanda Liang Wenfeng, CEO y fundador de DS.
Desde Occidente, los think thank divulgaron ríos de tinta de inmediato con tono de veredicto: «Los datos no estarán seguros en manos del gobierno del Partido Comunista Chino». Bien, pero la pregunta incómoda persiste: ¿Quién garantiza que los otros guardianes de los datos sean puros de toda pureza? Carlos Saúl Menem tenía su propio método para lidiar con los profetas de la transparencia: decía que cuando alguno se sentaba a su mesa a hablar de ética esperaba al final de la comida «para contar los cubiertos». Sabiduría Made in Anillaco.
Tres. La Patagonia se extiende como una gran sábana helada, un territorio de extremos. En diciembre pasado, Javier Milei vislumbró esa tierra como una promesa de futuro: la región inhóspita que puede convertirse en uno de los refugios de la soberanía digital. Un lugar donde los data centers broten como fortalezas tecnológicas entre el hielo, los corderitos y el viento, resguardando información y poder en este combate global.
Para suerte del presidente argentino, estos últimos sucesos podrían convertirse en un viento de cola inesperado en su segundo año de mandato. Los cambios en el tablero pueden jugarle a favor más rápido de lo previsto, siempre y cuando logre, aunque sea, una masita en el banquete de la gran discusión sobre metadatos e Inteligencia Artificial.
Porque si algo distingue a este presidente argentino es su capacidad para sentarse en la mesa de los tiburones tech. Con Elon Musk, por poner un ejemplo, logró una interacción que ningún otro mandatario argentino había conseguido. Tipos que a Mauricio Macri ni siquiera le clavaban el visto. Y que en la era de Alberto eran mala palabra por amor a una revolución imaginaria.
Es todo un giro digno de Turandot, una de las óperas de Puccini que fascinan a Javier Milei. En el papel de Calaf, entre susurros libertarios y alguna bravuconada de entrecasa, intenta descifrar los acertijos de la geopolítica digital. Pero acá la princesa no es de carne y hueso, sino un tablero de ajedrez con chips, transistores y piezas de silicio. Y la conquista no se gana al descifrar tres acertijos, sino con algoritmos, servidores y tratados que nadie lee pero todos temen como al cuco.
Tanto para su gobierno como para la oposición, que la Argentina logre colarse en esta guerra sin fusiles con el filo de la eficiencia y la audacia de lo inesperado debería ser cuestión de Estado. Las óperas viven de sus tensiones, de esos arcos que se estiran hasta el límite antes del estallido final. En esta gran batalla por el dominio digital de la Inteligencia Artificial, el telón no cae. Apenas empieza a levantarse. «