Hace más de 20 años que Hillary Clinton está de una u otra manera en el centro de la escena política estadounidense y hace más de 40 que eligió influenciar el destino de su país, como parte del comité acusador del juicio político a Richard Nixon.
A lo largo de este recorrido sus detractores la acusaron de feminista, izquierdista, estratega, ambiciosa, belicista, amiga de los bancos y elitista.
En más de una ocasión la actual primera dama, Michelle Obama, describió a Clinton como «la persona con más experiencia que haya aspirado a la Casa Blanca». Su curriculum lo confirma: primera dama del estado de Arkansas en los 80s, primera dama de Estados Unidos en los 90s, senadora por Nueva York en la primera década del siglo XXI y secretaria de Estado durante el primer mandato de Barack Obama.
Pero la sucesión de cargos no alcanza para contar y explicar la dimensión de su recorrido desde su aparición como una joven idealista y avasallante hasta convertirse en una de las mujeres más poderosas de Estados Unidos y, quizás, su primera presidenta.
Hillary Diane Rodham nació hace 69 años en Chicago y tuvo una educación de élite durante los movilizantes años 60 y 70. Antes de cumplir los 28 años ya había trabajado como abogada ad honorem para pobres, había investigado las condiciones de los trabajadores inmigrantes y cómo el sistema de salud trata los casos de abusos infantiles, y había participado del juicio político contra Nixon.
Todo indicaba que esa joven abogada tenía un futuro en la capital estadounidense, pero decidió abandonar el hervidero político que era entonces Washington para acompañar a su novio, un también joven Bill Clinton, al estado sureño de Arkansas.
Allí, se casaron y Clinton lo acompañó -lejos del foco de la mirada pública y relegando sus propias aspiraciones- en derrotas y victorias electorales hasta que Bill se consagró como gobernador y una de las promesas del Partido Demócrata.
Abandonó su apellido, se dedicó a impulsar una reforma de educación -un tema vinculado a los niños y, por lo tanto, aceptable para una primera dama- e incluso dejó de lado su intención de presentarse como candidata a gobernadora de Arkansas.
«Hillary es la estratega y la pragmática, Bill el intelectual y el candidato», recordó una persona de su entorno al New Yorker en los años noventa, cuando la primera dama obnubilaba a Washington con su plan de reforma de Salud.
El propio Bill reconoció esta distinción cuando contó que fue Hillary quien lo convenció de no presentarse como candidato a la Casa Blanca en 1988 y esperar hasta la próxima elección.
«Ella pensaba que en el 88 todavía teníamos una situación económica razonablemente buena, que las consecuencias adversas de la política de (Ronald) Reagan aún no eran totalmente evidentes para la mayoría de los votantes y que en el 92 sí lo serían», recordó el ex presidente al New Yorker.
De vuelta en Washington, Hillary recuperó su protagonismo e hizo lo que ninguna primera dama estadounidense había hecho antes: se puso a hacer política como una dirigente.
Presentó, defendió, negoció y se peleó públicamente por una reforma de Salud que revolucionó el debate en Washington, puso en pie de guerra a los republicanos y, finalmente, fracasó antes de ser votada en el Congreso. Tendría que esperar 15 años para ver su sueño hecho realidad de la mano de Obama.
Durante este período los medios la tildaron de «santa», «izquierdista» y «líder idealista», pero cuando la propuesta de reforma fracasó, Clinton volvió a optar por un perfil bajo.
Justo en ese momento, comenzaron a surgir los escándalos financieros, políticos y sexuales, y Clinton siempre, sin importar las acusaciones y los embates, se mantuvo firme junto a su esposo.
Para el último año del gobierno de Bill Clinton, la familia presidencial había quedado muy golpeada por el juicio político en el Congreso por el affaire con la entonces joven pasante, Monica Lewinsky.
La brillante carrera política de Hillary Clinton parecía haberse opacado, pero la primera dama demostró que aún le quedaban cartas por jugar y energía para pelear y convenció al Partido Demócrata de apoyar su candidatura como la primera senadora federal mujer por Nueva York en la historia.
Caminó todo el estado, visitó cada una de sus localidades, aún los pueblos más chicos, y desplegó un carisma que en los últimos años parece haber perdido.
Ganó la banca, se catapultó como una figura central en el Congreso con el debate después de los atentados del 2001, apoyó la invasión en Irak en 2003, pero luego fue una de las críticas de la política de George W. Bush.
Según un perfil poco elogioso publicado hace unos meses en el diario The New York Times, durante sus dos mandatos como senadora federal, Clinton se dedicó a construir buenos vínculos con el sector de Defensa -público y privado- y se erigió como una de las dirigentes capaces de sellar acuerdos bipartidistas.
Tras haberse probado como una funcionaria electa durante casi una década y escalar dentro del Partido Demócrata, Clinton se sintió lista para volver a la Casa Blanca, ahora como Comandante en Jefe.
Era la favorita, pero la irrupción de un joven carismático que nadie esperaba, Barack Obama, cambió completamente la ecuación y polarizó al partido.
Más tarde, Obama intentó cerrar la grieta y la convenció de ser su secretaria de Estado.
Durante más de cuatro años -renunció poco después del inicio del segundo mandato de Obama- recorrió el mundo entero como ningún secretario de Estado había hecho antes y construyó una red de contactos con líderes internacionales, que mantuvo más tarde como donantes y socios de la Fundación Clinton, una organización fundada por su esposo para combatir la pobreza.
Encabezó la hoy cuestionada ofensiva militar contra la Libia de Muammar Kaddafi, la búsqueda y asesinato de Osama Ben Laden en Pakistán y todavía muchos la critican por su manejo del ataque a la embajada estadounidense en 2012 en Libia, que terminó con el embajador muerto.
Pese a las críticas que dejó su gestión en el Departamento de Estado, cuando llegó la hora de la campaña presidencial, otra vez se instaló como la favorita de los pronósticos mediáticos. Sin una sorpresa disruptiva como la de Obama en 2008 y tras aprender de sus errores de campaña, consiguió imponerse en unas primarias muy calientes.
Como había prometido hace ocho años cuando concedió su derrota en las primarias presidenciales, Clinton prometió a sus seguidores y a si misma «romper el techo de cristal» y convertirse en la primera mujer en dirigir al país más poderoso del mundo.