“A sus 28, ella anhela tener 25 otra vez”. Este microrrelato, este cuento bonsai pertenece al libro Esa gente que no conocemos, de la escritora estadounidense Lydia Davis. Fue publicado recientemente en Argentina por Eterna Cadencia con traducción de Eleonora González Capria.
Pese a la brevedad, no se trata de la posible semilla de un cuento, sino que tiene la longitud exacta que Davis le otorga para que el sentido no se disperse.
Esa gente que no conocemos tiene relatos (pero también observaciones, preguntas, reflexiones, supuestas transcripciones de diálogos) de variada extensión, pero sin salirse nunca del criterio de la brevedad.
Quizá el relato más largo sea el que le da el título al libro, 7 páginas, aunque separadas por párrafos breves en los que el texto pasa de un personaje a otro.
Pero la brevedad es sólo una de las características que unifica los supuestos relatos. También el humor es una constante del mismo modo que el hecho de que más que escribir parece que lo que hace Davis es descubrir lo que estaba escrito en otro alfabeto y permanecía escondido para la mayoría. Por eso es que parece que los hechos se narraran solos.
Y ahí es donde se hace palpable el absurdo de lo cotidiano. Es como si más que una narradora de historias breves fuera una descubridora de lo oculto, lo que sólo se ve luego de los pases mágicos de Davis con los que logra una actitud de extrañamiento ya que es el mundo el que se narra a sí mismo. Esto hace que el lector tome conciencia de lo extraños que somos, de qué extraño es el espacio en que vivimos, de qué extraño es el hecho mismo de estar vivos.
Davis narra como si los hechos se mostraran ante los otros por primera vez, aunque en esa aparente objetividad está su propia subjetividad en la pueden dialogar, tranquilamente y sin que la narración deba dar cuenta de la anomalía, una gata con un perro que comparten la misma casa.
En una entrevista de 2022, la autora aseguraba que “con frases cortas también se puede ser muy lírico”.
Y cuando el entrevistador le pregunta de qué forma repercute la longitud en el contenido, ella contesta: “Supongo que está limitado por algo de corta duración, necesariamente, ya sea una acción muy limitada en el tiempo o una percepción muy breve y marginal. Puede ser una percepción que podría llevar a muchas más percepciones o que podría desarrollarse, pero por el momento es muy breve. Esa es la limitación. Los cuentos nacen de forma muy espontánea a partir de estas percepciones o acciones inmediatas que están ahí. Estas se acaban en un abrir y cerrar de ojos”.
Aunque no todos los cuentos son tan breves como el ya mencionado y transcripto, es innegable que Davis es una suerte de maestra de haiku de la prosa, aunque el haiku pertenezca al campo del a poesía y tenga una estructura predeterminada. Por supuesto que no hay una estructura tan determinada en el cuento, pero parece que Davis tuviera un sexto sentido que le dictara cuál es la extensión exacta que debe tener un relato para ser eficaz.
Otra de sus grandes habilidades como narradora es darle a lo que enuncia como un fragmento carácter de totalidad, por ejemplo, “Oído al pasar en un tren: Dos ancianas están de acuerdo” o “Una mujer madura hacia el final de una conversación sobre impermeables durante un almuerzo con una mujer madura”.
En realidad, David cultiva una estética de lo fragmentario que logra convertir en totalidad y que admite formas diversas desde la pregunta, por ejemplo en “¿Cuán triste?”: “¿Cuán triste estoy honestamente? Me llora un solo ojo” hasta la supuesta observación cotidiana de “Divertida” que sólo podría ocurrírsele a una escritora como Davis: “Cuando buscamos la invitación y la leemos de nuevo, la mañana después, la fiesta todavía nos suena divertida, por más que no lo fue”.
Lydia Davis y su forma de trabajar
En cuanto a su forma de trabajar, la escritora asegura que es caótica: “Mi forma de trabajar en los cuentos –dice en la entrevista ya mencionada- es ocuparme de forma inmediata y escribir lo que se me ocurre. Escribirlo hasta que haya agotado esa veta por el momento. Entonces suelo tener lo suficiente para volver más tarde.»
«Tengo diez, quince, veinte, treinta cuentos inacabados y, de vez en cuando, retomo uno. A veces ni siquiera recuerdo cuál es. Veo un título y pienso: “No sé qué cuento era.” Lo vuelvo a coger y trato de discernir qué fue lo que me conmovió, y qué fue lo que me hizo querer escribirlo, y vuelvo a meterme en eso y ver si puedo terminarlo. Es un método caótico que funciona bastante bien”.
Aunque ella misma se dice escritora de cuentos, y en nuestro afán taxonómico que nos libera de la incertidumbre de lo inclasificable también sus lectores coloquemos sus creaciones en la caja del relato breve o brevísimo, en realidad, Davis ha pasado por encima de los géneros sin respetar sus fronteras y las ha derribado. Es como si ella misma creara, en cada momento, una forma distinta para decir lo que quiere.
Posiblemente lo que ella llama un modo de trabajar caótico no sea más que el hecho de aceptar reunir en un mismo espacio lo heterogéneo cuando se supone que un libro de formas breves debe tener una aterciopelada unidad formal.
Además de escritora, Davis es traductora, un oficio que la sostuvo económicamente en los principios de su carrera, mientras estuvo casada con Paul Auster, también traductor y en el que ha persistido. Tradujo autores franceses como Proust, Flaubert, Foucault, Blanchot y Leiris.
Es una de las mayores escritoras de su generación. Davis nunca deja de sorprender.
Como papel crepé
“Hace mucho tiempo, de joven, anoté en un diario íntimo que mi madre, de vieja, había dicho entre risas que a mi edad tenía miedo de que los párpados se le empezaran a arrugar como papel crepé. Yo tenía 29 años cuando escribí lo que ella había dicho y ella tenía 73. No sabía si, a su vez, mis párpados ya estaban arrugados como papel crepé. Ahora, leo lo que escribí entonces a los setenta y dos años, casi la misma edad que tenía ella. En cuando a mi madre, se fue, al piso de arriba, adentro de una urna. También sus párpados, mezclados con el resto, ahora son ceniza”.
De Esa gente que no conocemos, de Lydia Davis