La palabra visionario, hoy utilizada para anunciar a cualquier “cuatro de copas” que hizo una película exitosa, describe a la perfección a David Lynch, el extraordinario cineasta que falleció ayer a los 78 años. Un artista visual que redefinió las posibilidades tanto del cine como de la TV,  el realizador, actor y personaje público tenía una impronta audiovisual tan personal que hubo que poner en circulación el término “lynchiano” para poder definirla.

A lo largo de una carrera que se extiende desde los años ‘70, este peculiar hombre de habla pausada y altisonante, de peinado hipster y mirada perdida en el espacio, ha dejado películas inolvidables como Eraserhead, El hombre elefante, Terciopelo azul, Corazón salvaje, Carretera perdida y Mulholland Drive, entre otras, además de la revolucionaria serie Twin Peaks, que abrió las puertas de la experimentación en el mundo de la TV y fue la madrina de la expansión de ese formato.

La imagen de Lynch no puede disociarse del todo de sus películas. Y no solo por haber participado como actor en algunas de ellas, sino porque su presencia siempre un tanto enigmática –mezcla de señor amable del medio oeste norteamericano con extravagante vecino que guarda cadáveres en un sótano– se trasladaba a sus películas, que solían pintar suburbios luminosos que, por detrás de sus tradicionales casas con sus típicas cercas blancas, escondían las más escalofriantes perversidades humanas.

Un film “lynchiano” –lo haya hecho Lynch o no– suele tomar como punto de partida un escenario o personajes en apariencia amables para ir mostrando, de a poco, que del otro lado las cosas son más oscuras y, sobre todo, enrarecidas de lo que parecen. Hay asesinos y criminales por doquier en sus películas, pero lo “lynchiano” no se define solamente por la presencia de la maldad o la perversión. Lo que los hace únicos es la indefinible extrañeza que los rodea.

Este Mago de Oz para adultos nació en Missoula, Montana, el 20 de enero de 1946, poco después de terminada la Segunda Guerra, parte de esa generación conocida como los “baby boomers”. Fue boy scout de joven y eso lo marcó de por vida. Su vocación eran las artes visuales y estudió en escuelas de Washington y Boston, pero nunca terminó de encontrar en ellas su lugar. Viajó por Europa y al volver retomó sus estudios en Filadelfia, una ciudad gris e industrial que le resultaba ideal para su universo áspero y siniestro.

Muchas de sus pinturas y fotografías son de fábricas y desechos industriales, mostrando el lado tenebroso de la industrialización de los Estados Unidos. En esos años –fines de los ‘60– empezó a filmar cortometrajes, algunos de ellos animados, y gracias a títulos como The Alphabet o The Grandmother, pronto se destacó como uno de los más promisorios cineastas trabajando en esos formatos.

Ya decidido a dedicarse al cine se enroló en el American Film Institute y gracias a esa escuela consiguió el dinero para financiar su primer largo, el misterioso y espeluznante Eraserhead (1977), en donde la combinación entre lo tierno y lo perverso empezaría a transformarse en una marca de fábrica. Algo similar pasa en el aspecto sonoro de sus films, composiciones industriales y machacosas de oscura gravedad –en algunos casos compuestas por él mismo– mezcladas con canciones pop de los ‘50 y ‘60, que dejaron de sonar inocentes una vez que Lynch las empezó a usar en sus escenas más enrarecidas y siniestras.

Hoy es difícil escuchar una canción de Roy Orbison sin sentir un poco de pavor. Muchos músicos contemporáneos como Chris Isaak o Julee Cruise le deben gran parte su carrera a Lynch mientras que otros –como Nine Inch Nails o hasta Marilyn Manson– claramente lo tomaron como inspiración. De todos ellos, con el que tuvo una colaboración más duradera fue con Angelo Badalamenti, autor de las memorables bandas sonoras de Terciopelo azul, Twin Peaks y Una historia sencilla, entre otras.

Su siguiente film, El hombre elefante (1980), fue un proyecto que hizo por encargo pero al que pudo transmitirle su personalidad y sus ideas visuales gracias a la sapiencia e inteligencia de Mel Brooks, que era el productor de la película y dejó que le imprimiera su particular estilo. Protagonizada por John Hurt como Joseph Merrick, un hombre con severas deformidades físicas exhibido en espectáculos de feria, y Anthony Hopkins como el Dr. Frederick Treves (Anthony Hopkins), quien lo lleva a un hospital y descubre que, bajo su apariencia desfigurada, se esconde un alma inteligente y amable, la segunda película de Lynch fue un sorpresivo éxito, un caso de perfecta sincronía entre realizador y temática. Y fue, además, una película sorprendentemente humana y tierna, una característica poco analizada dentro de su obra, pero fundamental para entender su sentido más profundo.

Su siguiente proyecto fue el reverso de este. Duna (1984) fue un fracaso crítico y de taquilla marcado por la poca conexión que Lynch tenía con el material escrito por Frank Herbert –que recién en los últimos años logró ser adaptado al cine de un modo exitoso, aunque un tanto plano– y con las tensiones que se fueron acumulando entre el realizador y el productor italiano Dino de Laurentiis, quien quería un producto comercial más convencional. Ese fracaso fue clave en la carrera de Lynch ya que, de ahí en adelante, decidió no volver a trabajar en grandes producciones donde no tuviera control total. Lo mejor que sacó de esa dura experiencia fue un grupo de actores con los que volvería a trabajar en muchas de sus películas y series, como Kyle MacLachlan, Dean Stockwell y Brad Dourif, entre otros.

Su siguiente película, Terciopelo azul (1986), no solo sería un éxito de crítica y público sino también, y sobre todo, la maduración de su búsqueda, la concreción de un estilo que a partir de allí tiene casi todos los elementos de lo que hoy consideramos “lynchiano”: la cerca blanca rodeada de insectos, los villanos con actitudes perversas o simplemente extrañas (Dennis Hopper y Dean Stockwell), la damisela en apuros que también tiene sus secretos (Isabella Rossellini), el inocente investigador que sirve como los ojos del espectador en ese mundo (MacLachlan) y una atmósfera de violencia psicológica que lo atraviesa todo. En el contexto de los Estados Unidos conservadores de los ‘80, con Ronald Reagan presidente, Terciopelo azul fue una mirada subterránea y crítica a ese falso paraíso suburbano.

Corazón salvaje (1990) es una road movie clásica pero atravesada por la excéntrica mirada de Lynch. El film cuenta las aventuras de Sailor y Lula (Nicolas Cage y Laura Dern) huyendo de la persecución de una serie de personajes siniestros (Willem Dafoe, Diane Ladd) en un trip que toma características cada vez más poéticas y delirantes con el paso de los minutos. Un viaje de amor, crimen y locura que incluye –como Terciopelo azul– nuevas referencias a El mago de Oz, además de elementos musicales y coreográficos tan ocurrentes como un poco disparatados.

Lynch se convirtió en una figura de reconocimiento masivo gracias a Twin Peaks, serie que causó sensación cuando se estrenó, en 1990. Esta historia de una chica que aparece muerta en un aparentemente tranquilo y apacible pueblo del noroeste norteamericano comienza como una simple investigación criminal que hace un peculiar detective del FBI (MacLachlan) para ir abriéndose a más y más misterios con el correr de los episodios.

La exitosa primera temporada, que se dio en Estados Unidos por la TV abierta con emisiones que “paraban al país”, fue dando paso, a partir de la segunda, a un relato cada vez más excéntrico, violento y surrealista. Ese quiebre con el mundo real hace entrar a Lynch de lleno en un mundo fantástico en el que las reglas ya eran otras, un escenario de la más pura imaginación en el que el Bien y el Mal ponían en juego su eterno combate por la supremacía. Lynch volvería al mundo de Twin Peaks en una vanguardista y extrema película de 1992 (Fuego camina conmigo) para retomar la historia, en formato serial y de una forma absolutamente libre y creativamente desatada, en 2017.

Lynch volvió al cine en 1997 con Carretera perdida, una película en la que empieza a conectar su estética a una ya previamente instalada: la de Los Angeles como ciudad llena de historias perversas y secretas, muchas de ellas ligadas a la industria del cine y a la idea de Hollywood como lugar de realización de los sueños de muchos recién llegados. En esa película y, especialmente, en Mulholland Drive: el camino de los sueños (2000) e Imperio (2007), Lynch fue creando pesadillescos retratos de la vida en esa ciudad, incorporando no solo elementos surrealistas y misterios inexpugnables sino una forma de relato desdoblado en dos o más partes, en los que los protagonistas cambian de aspecto o de vida, se transforman en otros o dejan de reconocerse a sí mismos.

Mulholland Drive, la mejor de todas ellas –considerada una de las mejores películas del siglo XXI en muchísimas encuestas– comenzó también como proyecto televisivo pero pasó a ser una película al ser rechazada por el estudio que la encargó. No hay muchas películas que hayan mostrado la oscuridad de Hollywood de la manera en la que Lynch lo hace acá, creando un desgarrador drama de ilusiones perdidas que no deja del todo de lado la fascinación que provoca la mitología de la Ciudad de los Sueños.

Las tres películas exploran temas de identidades desdibujadas, con protagonistas que suelen experimentar realidades fragmentadas y confusiones entre lo que es verdadero y lo que es imaginario. Los tres films son, con sus diferencias narrativas específicas, historias acerca de los efectos destructivos de la fama, del deseo y de la búsqueda del éxito en la industria del espectáculo, sea el cine o la música. Y a las tres las conectan, aún más que en sus films previos, a Twin Peaks, gracias a poseer una atmósfera surrealista en la que las reglas habituales del tiempo, el espacio y la lógica no se aplican, haciendo que muchas veces sea difícil distinguir entre sueño, memoria y realidad.

O, simplemente, entender bien qué es lo que está pasando. Por fuera de esta trilogía –casi por fuera del resto de la filmografía de Lynch– queda Una historia sencilla (1999), la llamativamente simple y emotiva historia de un hombre mayor (Richard Farnsworth) que inicia un largo viaje montado en una cortadora de césped para ir a visitar a su hermano enfermo, antes de que muera.

Más allá de sus películas, Lynch construyó a lo largo de los años una figura pública simpática y excéntrica que se acrecentó gracias a las redes sociales, que supo utilizar con ingenio e imaginación para mostrar su intimidad, su vida y algunas de sus obsesiones como el buen café y las donas.

Una de sus rutinas matinales en el viejo Twitter era publicar un simpático informe del tiempo desde su casa y así fue creando, para las nuevas generaciones que quizás jamás vieron una película suya, una distintiva y fácilmente reconocible iconografía. Y su participación en un episodio de Los Simpsons, además de sus apariciones en programas varios de la televisión como invitado, ayudaron también a acrecentar su fama como figura pública. Para muchos, Lynch quedará en el recuerdo por su breve participación en Los Fabelman, la película autobiográfica de Steven Spielberg en la que encarnó en una muy simpática escena nada menos que al gran John Ford.

Lynch fue un devoto de la meditación trascendental y escribió libros como Atrapa al pez dorado en el que hablaba de ese tema y reflexionaba, además, sobre su proceso creativo, su visión artística y sus experiencias en el mundo del cine y del arte. No era fácil entrevistarlo –yo lo hice una vez–, ya que tendía a hablar de lo que quería y a enfocarse más que nada en cómo llegaban las ideas a su mente, pero era muy llamativo verlo funcionar. Con los ojos cerrados o mirando por encima de sus interlocutores, moviendo la mano derecha como si fuera un conductor de una orquesta invisible, Lynch podía repetir una misma respuesta para todas las preguntas pero era fascinante escucharlo hablar. Un artista completo y un cineasta irrepetible, David Lynch deja una obra que se seguirá analizando a través de las generaciones. Y un estilo patentado que se conocerá para siempre por su apellido.