De no ser por la convención o costumbre periodística de que las entrevistas lleven por título una frase textual del entrevistado, esta nota podría llamarse «Daniela Catrileo, la escritora que creó una isla». Allí, más o menos próxima a una zona continental cuyo nombre no se especifica, pero que es reconocible como Chile, allí donde antes no había nada más que agua, ahora hay una isla, Chilco, la que le da nombre a la novela de Catrileo

De esa isla proviene Pascale, quien practica el oficio heredado de su familia, la carpintería. Y de ella parte en busca de nuevos horizontes hacia el continente, donde conocerá a Marina. Ella trabaja en el Museo de Historia Natural y Social. Ambos vivirán en un edificio de la Gran Avenida de la ciudad capital, cuyo nombre tampoco se menciona. Allí, un lugar que es el producto de la fiebre inmobiliaria, el derrumbe accidental de un edificio será el comienzo de una rebelión de un movimiento que comenzará a demolerlo todo.

Pero entonces comienzan a aparecer inexplicables socavones, el clima se enrarece y lo que parece comenzar con una revolución liberadora de los habitantes culmina en inexorable decadencia.

Marina y Pascale volverán a Chilco que, si bien no está libre de las garras autoritarias del gobierno, el agua que la rodea parece volverla menos vulnerable a la violencia.

En busca de una salida para sus vidas, Marina y Pascale vivirán una tragedia de cuya naturaleza el lector nunca se entera.

Catrileo es descendiente de mapuches por parte de padre y estudia la lengua de ese pueblo. “No soy hablante ni neohablante de mapundungun, pero me anima a estudiarlo el hecho de tener a mi abuelito vivo y poder hablar con él en su propia lengua”.

En su novela resuenan los ecos de los pueblos originarios. Leerla es leernos porque la escritora chilena deja en claro que la institución colonial ha dejado su marca en todos los pueblos de América Latina que, sometidos a distintos vasallajes, parecemos condenados a vivir nuevas y diferentes formas de coloniaje.

Orhan Pamuk decía que en realidad la novela no está compuesta por personajes, sino por territorios, que esos son los verdaderos personajes de la novela. Creo que en Chilco eso se cumple absolutamente. Es una novela del contraste entre lo insular y lo continental. ¿La pensaste de ese modo?

-Sí, es importante lo que señalas. Hay que  pensar los territorios también como entes vivos que se van imbricando con los personajes. Los  territorios tienen lenguaje, tienen ritmos, tienen sonidos. En este caso las nociones que va adjetivando cada territorio tienen que ver con la posibilidad de que una ciudad capital sea un lugar telúrico. Algo ocurre allí, su vibración es parte del territorio y es una manera de manifestarse de ese territorio. 

Paralelamente en Chilco, la isla, el lenguaje es la humedad, la cadencia de las olas que van colmando todo. Estas formas no verbales del lenguaje se tejen con  los diálogos que tienen los protagonistas, los otros personajes. Hay quienes son más sensibles y van escuchando esos diálogos, y creo que voy dejando señas de eso. Por ejemplo, que el perrito que adopta Mari (Marina) se llame Pachacuti tiene que ver justamente con esos lenguajes que están más allá, porque un territorio puede no solamente ser un personaje, sino también un ente vivo que tiene presencias más allá de lo visible. Esto va  muy de la mano de la cosmovisión andina y de nuestros pueblos originarios.

Tu novela trabaja no a partir de la mirada, sino del resto de los sentidos. Intuyo que es porque quien mira está fuera de lo mirado. Quien siente, en cambio, está dentro de lo que sucede. ¿Es así? Creo que resolvés muy literariamente sin hacerlo explícito a través de las palabras, un planteo de la novela que es que los seres humanos vemos la naturaleza como algo distinto de nosotros mismos. No hay allí “contrabando” discursivo, sino recurso literario.

-Si, fue un pie forzado que nació así, con la primera escritura de la novela, que más bien es como un esbozo de un poema. Se relaciona justamente con un viaje, una migración que yo hice, que es irme a vivir a Valparaíso. Entonces es que comienzo a escribir en ese territorio un poema extenso sobre el olor a humedad y me doy cuenta, con el paso del tiempo, de que ese olor a humedad no era mi voz, sino que más bien tenía el impulso de generar una ficción, una ficción poética en un principio de un personaje que tiene esta percepción sensible de los aromas.

Pero después me ayuda la metáfora de la otredad, de sentirse ajena a un hogar, incómoda con un espacio territorial que es más complejo de lo que imaginaba. Todas estas percepciones sensibles para mí son un pie forzado para quitarle autoridad a los ojos para que hagan una descripción más informativa. Yo no quería que el personaje principal estuviera sumergido allí, sino que fuera un ser que estuviera afectado ante el mundo, que fuera sensible, que pudiera estar relacionado con el mundo háptico del tacto, que el gozo estuviera fuertemente impulsado por los aromas también de los platos familiares de su awicha (abuela, persona mayor) y que, sobre todo, tuviera esta posibilidad de conocer sensiblemente a través del olfato.

Si lo miramos desde la perspectiva más occidental, nos han enseñado siempre a escindir al ser humano de la naturaleza sin pensar que estamos allí. Creo  que hay  un logos, es decir todo un conocimiento más racional que piensa que los ojos son la razón. ¿Pero cómo se observa, ¿desde dónde se mira?, ¿cómo nos han descripto los otros desde el  binomio civilización y barbarie? El conocimiento sensible para mí tiene que ver con enfrentarse estéticamente a poder sentir, emocionarse, conmocionarse  con la naturaleza, con lo que está alrededor.

Creo que podemos comprender o dialogar con un territorio a partir de estas otras formas sensibles. Y creo que eso fue fundamental como pie forzado para mí. Ya no tanta descripción de imágenes visuales, sino, sobre todo, ver qué siente este personaje principal, cómo hablaría.

-¿Vos podés relacionarte con el entorno de esa forma?

-Hace poquito pasó algo muy extraño. Andaba en Patagonia, en el sur de Chile, y había unas nalcas gigantes con unas hojas enormes. Son plantas prehistóricas, hermosas, que están en el sur austral. En la novela aparecen las nalcas. En ese momento me pasó lo que no había pasado hasta ese entonces: imaginé cómo estaría Mari percibiendo esas hojas, de qué manera las estaría tocando, de qué manera las olería. Creo que eso es parte de sumergirse ahí, de conmocionarse también con la escritura misma.

Tu novela se abre a diferentes formas del amor, desde el amor áspero de la abuela y de esa familia de mujeres solas, al amor hacia un perro de tres patas que Mari adopta de manera natural. Desaparece esa jerarquía entre los seres vivos en que el humano reina pese a que los creyentes dicen que todos los seres del mundo son obra de Dios. En este momento, esas jerarquías comienzan a cuestionarse.

-La ternura es fundamental en esos vínculos y creo que en la familia de Mari hay algo de ternura y ferocidad al mismo tiempo (risas).

-Sí es una ternura incondicional, pero áspera y feroz.

-Las comunidades también somos eso, somos así. Tendemos a idealizar muchas veces los colectivos, las comunidades, pero en esa porosidad de la que están hechas las relaciones, en los vínculos también hay incomodidades. Hay formas afectivas que son más posesivas, otras que son más solidarias y así vamos aprendiendo.  Para mí lo fundamental era ver qué reacción, qué gestos iban a tener los personajes de esta  novela en un momento de crisis, de hostilidad.

Más allá  de la revuelta y de levantarse de las caídas, me preguntaba cómo resisten esas comunidades, a través de qué gestos pueden resistir.  El vínculo con lo animal y con todos los otros reinos me parece súper interesante porque creo que podemos pensar vínculos interespecies, generar lazos amorosos y afectivos con diferentes animales que vamos adoptando, haciendo amigos, haciendo familia, pero también con otras formas amatorias que muchas veces tienen que ver con cómo se sostiene Latinoamérica.

-Algo que sorprende de tu novela es que hayas mantenido el nivel poético del principio al final. Sé que sos poeta, pero una cosa es escribir un texto poético breve y otra muy distinta es sostener esa escritura poética a lo largo de más de 200 páginas. ¿Es algo que planteaste como meta?

-No me lo planteé. Esta novela fue pura intuición. Y diría también que esta novela fue una invitación que me hizo el mar. Yo vivía en Santiago y durante la pandemia me mudé a Valparaíso, que es una ciudad muy cercana. Sin Valparaíso y sin Playa Ancha, que es donde vivo, quizá esta novela no existiría porque nunca tuvo al comienzo la pretensión de serlo. Fue más bien el punto de fuga de una tesis de posgrado. Partió de un escrito poético, de tomar apuntes sobre la maresía que es ese fenómeno de fuerte olor salino y a algas que se da en las partes territoriales marítimas en ciertos momentos.

Moby Dick y un relato mapuche

En tu novela aparecen documentos falsos sobre Chilco, carteles, inscripciones talladas, listas de cosas… en fin, diferentes tipos de discursos y en esto me hizo acordar a Moby Dick no tanto por la referencia al mar y a las ballenas, sino por este procedimiento de mezclar, como lo hace Melville, un tratado sobre las ballenas y un texto poético sobre el color blanco, por ejemplo. 

-Sí, he jugado con materialidades diferentes porque me interesan las impurezas. Me interesa entretejer mundos que parece que no calzan. Me interesa que un poema pueda convivir con una lista.

En cuento a tu mención de Moby Dick, debo decir que Chilco está muy inspirada en un epeu que es un relato mapuche, el de las Trempulcahue, que son ballenas machi o chamanes que personifican a ancianas que atraviesan  los cuerpos de las personas que murieran para llevarse sus almas y que éstas puedan llegar al otro mundo.

Hay una isla chilena, que es la isla Mocha. Precisamente en esa isla está inspirada Moby Dick, porque allí aparecía una ballena grande.

Moby Dick está muy conectado con el epeu mapuche justamente por el mito de la ballena blanca que se aparecía y que para los mapuches era muy importante porque, como dije, era la encargada de llevar sus almas para llevarlas al otro lado.

Zonas de niebla

-En tu novela hay ciertas ambigüedades que no se aclaran, por ejemplo, la muerte de Pascale.

No se sabe si se ahogó, si lo mataron los hombres que ya lo habían amenazado antes o qué fue lo que pasó. ¿Te interesaba que la novela mantuviera una capa de niebla acorde con el clima nebuloso de la isla?

-¿Es que acaso realmente Pascale murió? Yo he dejado intencionalmente esa pregunta, esa hebra de la narración suelta y no les contesto que pasó según yo ni a mis mejores amigas cuando me preguntan acerca de eso. Quiero dejar esta incerteza en la escritura.

Algo pasó con Pascal, claramente, hay una desaparición, no vuelve, pero no sabemos si está con vida, no sabemos si murió, no sabemos si se transformó. Y creo que la respuesta responde a la emoción de quien lea en ese momento el texto.

Creo que es una invitación al lector a intervenir en el texto. Es interesante cómo la escritura nos puede  remover algo y también cómo puede hacernos imaginar lo que ni siquiera está escrito.

Minibiografía

Daniela Catrileo nació en Santiago, Chile, en 1987. Es escritora y profesora de Filosofía. Es integrante del Colectivo Mapuche Rangiñtuleufü.

Publicó los libros Río herido (2016), Guerra florida (2018) que recibió el Premio Municipal de Santiago, El territorio del viaje (2017, 2022) y la plaqueta Las aguas dejaron de unirse a otras aguas (2020). Piñen, publicado en 2019, fue reconocido como el mejor libro del año en la categoría cuentos de los Premios Literarios otorgados por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile.

Forma parte, además, del equipo editorial de la revista Yene.