En La mujer del malón (Random House) Daniel Guebel pone en escena dos personajes históricos no para jurarle fidelidad a la realidad pasada, sino para contar una historia propia. Estos personajes son Adolfo Alsina y el ingeniero francés Alfredo Ebelot, uno de los responsables de la construcción de la Zanja de Alsina, un proyecto faraónico destinado a contener a los indígenas.
Alsina estaba deslumbrado por María de las Mercedes del Rosario del Jesús Zambrano, quien había perdido a su marido y también a su pequeño hijo, al que el padre bautizó como José Manuel, pero al que ella llamaba Narciso, por su belleza. El cuerpo del niño fue robado en la segunda noche de velorio por un “salvaje”.
En su soledad María comenzó a comprender que era una mujer inteligente que fascinaba a los hombres. Gran lectora, detestaba las novelas románticas. Pese al amor que le profesaba, Alsina no lograba entenderla.
Cuando el cacique Pincén le anuncia que María estaba en su toldería, Alsina planea la forma de recuperarla. No comprende que ella no quiere ser rescatada. La cautiva víctima que fue tópico de la literatura argentina, para decirlo en términos de hoy, ha mutado en mujer “empoderada”.
Daniel Guebel
–¿Creés que esta novela podría ser leída como una sátira del tópico de la cautiva de la literatura argentina en versión feminista?
–Sin la menor duda tenés razón en cuanto al feminismo y me alegra que lo veas porque me han acusado de machista. No diría que es una sátira porque la sátira supone una burla, sino que es una novela con rasgos humorísticos. Diría también que es una especie de melancólica bienvenida a la hegemonía absoluta de la literatura escrita por mujeres dentro del campo de la literatura argentina.
–El empecinamiento de Alsina en «rescatar» de los indígenas a María de las Merccedes obedece a que no puede entender cómo piensa esta mujer que se ríe de las novelas románticas. Es como si se hubiera quedado en el tiempo. Tampoco la entiende Ebelot.
–Es un modo de procesar la acusación que cae sobre los escritores varones y sobre los hombres en el sentido general: la dificultad masculina para entender los universos femeninos.
–Tomás un tópico que es típicamente masculino y le das una vuelta de tuerca. Tu novela dialoga con La cautiva de Echeverría, con Lucía Miranda de La Argentina manuscrita de Ruy Díaz de Guzmán e incluso con Ema, la cautiva de César Aira.
–Tenés razón, pero no me acordé de Ema, la cautiva. Creo que dialoga, además, con otra novela, la de Sergio Bizzio, En esa época, que también se desarrolla en la Zanja de Alsina, pero en esa novela en la zanja hay un plato volador y marcianitos que construyen otra civilización.
–Mostrás la brutalidad de lo masculino, por ejemplo, con el juego del pato. Ebelot, que es francés, ve eso como una muestra de la barbarie. Y ahí creo que tomás otro eje muy trabajado en la literatura argentina: civilización-barbarie.
-‘Sí, creo que en la novela hay tres oposiciones, dos sin conciliación y una con conciliación. Una es la oposición hombres-mujeres en la que hay diferencias absolutas e inconciliables. Otra es indios-blancos, dos civilizaciones también inconciliables que no se comprenden mutuamente y que no tendrían por qué entenderse porque están en un litigio. La tercera se da dentro de la civilización occidental entre el país civilizado que desde hace tiempo es Francia y la naciente Nación Argentina. Aquí hay una conciliación por vía de la amistad y de la conversión de Ebelot en una especie de neoargentino.
-También plantea el tema de la lengua que hoy tiene mucha vigencia. Hay una escena en la que viene el malón con el cacique Pincén que dice que están en busca de una lengua que englobe a todas las etnias originarias. Por otro lado, aunque no se menciona en la novela, el tema del lenguaje hoy involucra el tema del lenguaje inclusivo. ¿Lo pensaste en algún momento?
–No, si bien es una novela feminista, no aparece la palabra feminismo y no pensé en el lenguaje inclusivo porque creo que estaba fuera del contexto de la novela, que hubiera sido una especie de salto abrupto a la actualidad, una introducción violentaque hubiera roto el universo narrativo. La cuestión de la lengua más bien remite a una preocupación de la cultura europea de los siglos XVII y XVIII trasladada al discurso indígena que analizan después Ebelot y Alsina en los términos de la civilización occidental.
La búsqueda de una lengua unificadora, de lenguas artificiales que construyan una lengua común, una lengua universal, es una preocupación de Leibniz que trasladé a mi novela. Si hacemos un recorte de los pueblos originarios, lo que hay entre Alsina y Ebelot es una puesta en abismo. Ellos, melancólicamente, se saben derrotados de antemano y lo que piensan es encontrar el modo de unirse, hundirse y desaparecer en otro mundo.
–La lengua es una cosmovisión, en consecuencia, la unión de varias lenguas sería renunciar a las cosmovisiones de los distintos pueblos.
–Claro, porque la lengua articula el pensamiento y habría sistemas de pensamiento que desaparecerían. Al mismo tiempo, históricamente toda nación busca una lengua unificadora. En China, por ejemplo, el mandarín se convirtió en la lengua común con un efecto de unificación.
El ejemplo más extremo es el de Israel, que resucita una lengua muerta y la construye como lengua nacional negándose a la lengua de la diáspora judía que era el idish. Desaparece así la idea de la diáspora y aparece la de una nación y un territorio. Al mismo tiempo, siempre hay tensiones de restitución de lenguas y discursos de costumbres originarias. Los vascos quieren seguir hablando en su legua, los catalanes hablan en catalán. En España, te pueden señalar que ni ellos ni nosotros hablamos en español, sino en castellano.
–Y es cierto, hablamos castellano. Considerar que existe el español es un tema político, no lingüístico.
–Exactamente. Mi libro está escrito también sobre el eco de la disputa que hubo hacia el final del macrismo y que ahora vuelve respecto de los derechos enfrentados de gente que vive en Bariloche, por ejemplo, y los mapuches que reivindican sus derechos sobre territorios ancestrales. Hay una disputa de legitimidades en la que, por un lado, está el sistema político argentino que se reivindica como hegemónico y homogéneo y, por otro, las reivindicaciones de los pueblos originarios, sujetos de explotación que son acusados de un sinnúmero de cosas y a los que no se les reconoce el derecho a la titularidad.
Es una diputa que no tiene resolución porque ha habido una guerra que los pueblos originarios han perdido. Mi libro está escrito desde la noción de esa pérdida como una manera de dar lugar al interrogante sobre eso. Seguí de cerca el tema durante el bullrichismo montonero en que se les negaban derechos a los pueblos originarios porque el discurso del gobierno era que los mapuches venían de Chile. En rigor, esa atribución es absurda porque los mapuches son anteriores a la creación de Chile y de Argentina y, por lo tanto, no existían las fronteras, había un territorio.
–No es la primera novela tuya en que aparece lo histórico. ¿Qué te llamó la atención de Adolfo Alsina?
–No lo sé, pero tengo una especie de teoría general. Decidí ser escritor de muy chico. Venía aspectado para ser un buen alumno. Aprendí el alfabeto muy rápido, no tenía problema con matemáticas, me gustaban las clases. Tenía compañeritos que eran como una roca, para seguir en la tónica de la historia argentina (risas). Cuando decidí ser escritor perdí el interés por todo, excepto por la literatura.
Empecé a leer sólo lo que me interesaba y cuando uno lee captura cosas y también abandona cosas. A los ocho, nueve, diez años leía a Salgari, leía la aventura y me salteaba las descripciones. Cuando escribí mi segunda novela, La perla del emperador, me di cuenta de que el tiempo narrativo restituye las descripciones del exotismo salgariano que yo había omitido. De alguna manera, ocuparme de personajes históricos es reivindicarme, recuperar lo que perdí cuando decidí dedicarme a la literatura.
–Es una buena teoría.
–Es la teoría que justifica por qué un día estoy con Alsina y otro día, con el Japón del siglo XIV o con un manuscrito como el Voynich. Me suele estimular la historia. No sabía nada de Leibniz y Luis XIV hasta que me puse a escribir El Rey y el filósofo.
–Cuando uno abre un libro tuyo, no sabe con qué se va a encontrar. Pero hay una unidad que, está dada precisamente por la diversidad.
–Yo veo una continuidad y, al mismo tiempo, el goce de la diferencia.
–Suele hablarse de la construcción de un mundo propio en el escritor, lo que consistiría en parecerse siempre a sí mismo. Eso no se da en tu caso.
–Sí, es cierto. Conozco a escritores que lo hacen, por supuesto. El ejemplo mayor parece ser Borges aunque en él se perciben notables diferencias. Yo pienso en esos escritores que terminan condensando su registro lexical y temático para convertirse en acuñadores de estilo. Eso no me interesa. A mí me gusta la literatura transformer, la que se reconvierte. Me gusta que el lector abra un libro y no diga este es Saer o es tal otro, sino que se pregunte pero quién es este.
El agua de la muerte
“El asunto de la cosmovisión de los españoles y los pueblos originarios me obsesiona desde hace mucho –dice Daniel Guebel–.Mi tercera o cuarta novela, que ni apareció en Argentina, Cuerpo cristiano, la escribí por un contrato con el Fondo de Cultura Económica y sucede en las misiones jesuíticas, en el norte argentino. Yo creía que había inventado algo que era la representación del misterio religioso. Luego supe que en Europa, en la baja Edad Media, se utilizó siempre el auto sacramental para difundir el cristianismo entre las masas analfabetas. Yo creía que era una invención mía (risas). Me interesaba el hecho de que no hubiera un modo de comprensión entre los pueblos originarios y los jesuitas, que no tenían forma de explicarles a los guaraníes la Santísima Trinidad ni el concepto de rezar. Pero los guaraníes reconocían cuatro o cinco formas distintas de trébol. Los sistemas de comprensión y percepción eran completamente asimétricos. En las misiones, cuando alguien iba a morir, el cura llevaba el aceite de la extremaunción. Los guaraníes lo llamaban “el agua de la muerte” porque quien la recibía, moría poco después. Al final de esa novela represento la crucifixión y los guaraníes que ven eso lo leen de otra manera, entran a la misión y matan a todo el mundo”.
La Zanja de Alsina, un proyecto demencial
–¿Cómo nació esta novela, qué la disparó?
–Estaba lavando los platos y escuchando el programa de Alejandro Dolina La venganza será terrible. De pronto Dolina lee un fragmento de una nota de Roca en la que este dice algo así como “este boludo de Alsina quiere hacer la muralla china invertida”. Pensé en Kafka y en que mientras en China se hace una muralla, aquí se hace una zanja. Las cosas se invierten. Fue como una iluminación y ahí pareció todo.
–Alsina plantea hacer una zanja subterránea que en la novela también es una forma de poder salir a buscar a María de las Mercedes.
–En la realidad también esa zanja también era algo un poco fantástico porque Alsina quería que esa zanja vaya desde el Océano Atlántico al Océano Pacífico.
–Cundo leí eso en tu novela pensé que se trataba un chiste.
–No, el de Alsina era un proyecto absolutamente demencial y por eso Roca lo percibe de esa forma. Era un proyecto inviable en términos técnicos. Además, el gobierno argentino con esa zanja podía evitar que cruzaran las vacas, pero no podía evitar que cruzaran los caballos.