En mayo de este año, en vísperas de un Superclásico entre Boca y River, se hizo pública la historia de Leonardo Díaz, el juvenil que atajaba por dinero en diferentes barrios y que tuvo que debutar en La Bombonera porque los tres arqueros del plantel profesional habían tenido coronavirus. La historia de Díaz iluminó a las apuestas de dinero dentro del fútbol amateur, que existen desde que este deporte llegó a Sudamérica. Muchos de los que hoy organizan estos partidos por dinero son jugadores que no alcanzaron a debutar en Primera pero que formaron parte de las inferiores de los clubes. Otro modo de vivir del fútbol.
Franco Roldán pasó por las inferiores de Huracán y de Atlanta pero, como la enorme mayoría, no debutó en Primera: llegó hasta la Quinta División. Hoy, Roldán se dedica a organizar partidos por plata dentro de Villa Caraza, un barrio de Lanús, y a la vez es uno de los delanteros diestros más codiciados por los apostadores. Sobre su situación y la de sus compañeros, explica: «La mayoría de los chicos subsisten económicamente con estos partidos porque no tienen un empleo fijo. Casi todos vivimos al día y ninguno estudia. Yo, por ejemplo, tengo un trabajo temporal. A veces me llaman, a veces no. Jugar así es cansador, pero si ganamos volvemos contentos y con algo de plata en el bolsillo».
En 2020, la Asociación del Fútbol Argentino firmó un convenio con el Ministerio de Educación de la Nación para que los futbolistas en formación cumplan con la enseñanza obligatoria. De esta forma, se busca evitar que quienes no llegan a Primera queden a la deriva. Hasta entonces, no era necesario ser un alumno regular para poder entrenarse en un club. Por eso, muchos dejaron la escuela con la ilusión de convertirse en profesionales. Algunos llegan a Primera y cuentan después en entrevistas sus problemas en la escuela, como si fuese una anécdota. Otros –esa enorme mayoría– viven de trabajos temporales o encuentran en la pelota un sostén con el dinero de las apuestas.
En estos torneos, los jugadores se encargan de conseguir rival, árbitro y cancha. Cuando eso está garantizado, se arma un pozo común de dinero que, al finalizar el encuentro, es repartido en partes iguales entre los ganadores. Tanto los vecinos como los participantes pueden apostar. Suele establecerse un monto mínimo que ronda los 30 mil pesos de pozo. Hasta que no se junta esa cantidad de dinero, no se arranca a jugar. No solo se apuesta por el ganador. También existe la posibilidad de jugarle a un futbolista en particular y, si hace un gol, llevarse un porcentaje extra del dinero. En general, los partidos se realizan de noche para congregar la mayor cantidad de público posible.
Según un estudio del Ministerio de Desarrollo Productivo, en 2020, solo en el Municipio de Lanús, donde se encuentra Villa Caraza, se perdieron 3234 puestos de trabajo formales. Los más jóvenes no fueron ajenos. La falta de empleo y la situación económica generaron que las apuestas en los barrios se multiplicaran y que fueran consideradas hasta una changa. Roldán, de hecho, advierte: «Dos de nuestros compañeros directamente están sin trabajo. Esta es su única fuente de ingreso». Esta práctica se da en todo el Conurbano bonaerense, pero algunos de los puntos más icónicos son Villa Fiorito (Lomas de Zamora), Puerta de Hierro (La Matanza) y Barrio San Gerónimo (Almirante Brown). Apenas se flexibilizaron las restricciones sanitarias, aumentó la convocatoria de jugadores jóvenes y de apostadores, y la modalidad se extendió a más localidades, como Avellaneda y Quilmes.
Hace semanas, el Sub 21, equipo al que pertenece Roldán, enfrentó a un plantel profesional de primera división –al que prefiere no nombrar para no comprometer– en una cancha de Villa Caraza. «Ellos llamaron a Leka, el chico que se encarga de organizar nuestros partidos. Le pidieron jugar contra nosotros y después, sea cual fuera el resultado, comer y compartir algo todos juntos». El partido, a diferencia de otros, fue «a puertas cerradas», pero con apuesta económica incluida. Entre risas, Roldán confiesa: «Cuando llegamos a la cancha, nos dijeron que querían apostar 150 mil pesos y nosotros no teníamos la plata, no llegábamos. Pedimos unos minutos para discutir la propuesta entre todos y decidimos aceptar el desafío porque estábamos confiados de que íbamos a ganar, pero si perdíamos estábamos complicados». La suerte estuvo de su lado. Ganaron. Roldán saca chapa: «Ellos admitieron que somos buenos de verdad y eso es lo más lindo: jugar contra profesionales, ganarles y que te lo reconozcan».
Otro caso emblemático, muy anterior que el del arquero de River Leo Díaz, es el de Néstor Ortigoza, quien más de una vez contó que de chico jugaba partidos y campeonatos de penales nocturnos porque necesitaba el dinero. Ahí formó esa técnica casi infalible desde los 12 pasos. «El barrio es la gran escuela del fútbol», suele repetir el capitán de San Lorenzo. Esa escuela se puede llevar al fútbol grande. O sostenerla en el tiempo dentro de esos límites. «Acá, en la villa, la gente es muy humilde pero nos recibe de la mejor manera y hace un esfuerzo para apostar por nosotros –explica Roldán–. Somos incapaces de lastimar a alguien. Nunca tuvimos inconvenientes ni terminamos a las piñas. Todos los rivales nos respetan, hasta los profesionales. Y nosotros a ellos. Vamos con la mejor, tratamos de ganarles legalmente». La banda del equipo Sub 21 pinta de cuerpo entero la realidad de gran parte del Conurbano, donde viven más de 10 millones de personas, que representan el 64% de la población de la Provincia de Buenos Aires y el 25% de Argentina. Ellos reivindican el barrio, donde se esconden los talentosos invisibles que luego capta el fútbol de élite. O al que le da la espalda, y por el que muchos anónimos apuestan dinero a diario.