Así como me ven, o mejor dicho, así como me leen, yo pertenecí a la realeza. Nunca había tenido pretensiones monárquicas, hasta que conocí las mieles del reinado. Sí. Fui reina sin seguir el escalafón real. Nunca fui princesa, pasé de ser una plebeya como tantas a ser reina o, en realidad, a ser “la” reina. Es cierto que fue un reinado efímero, pero quien me quita lo bailado. Y aquí “lo bailado” debe entenderse en sentido literal, porque no compré el título ni usurpé el trono. Ni siquiera tenía sangre azul, excepto si se consideran como “sangre-tinta del corazón”, tal como dice el bolero, los cartuchos de tinta azul para la lapicera Scheaffer, que mi madre compraba en “los turcos” de la calle Constitución.
Pero lo que me faltaba de azul por un lado, lo compensaba con creces por el otro, porque mi proclamación como reina sucedió en Azul, el pueblo de la provincia de Buenos Aires en que nació mi padre.
Azul fue mi paraíso y el de mis hermanas durante nuestra infancia y nuestra adolescencia. Hoy, como todo paraíso, es nuestro paraíso perdido. Allí, en Azul, el pueblo con el color de la sangre real, pasábamos todos los febreros. Era el único mes del año en el que convivíamos con nuestra abuela paterna y nuestros primos. Para mis hermanas y para mí no era un pueblo ubicado a 300 kilómetros de la capital, era otro país, otro mundo y, al menos para mí y por un breve lapso, un reino propio.
Como París, Azul era una fiesta. Allí pasábamos el carnaval con bombazos de agua y baldazos a la hora de la siesta, desfile de niños con disfraces a la tardecita y corso con serpentinas y papel picado por la noche. Mi abuela alquilaba un gran palco en la calle principal cerca de Plaza diseñada por Salamone y nosotras con mis padres pasábamos una y otra vez saludándola. Para llegar al corso tomábamos lo que mi abuela llamaba “un auto de alquiler”, aunque el centro quedaba sólo a siete cuadras. Pero claro, todo es relativo y allí todas la ecuaciones se invertían. Lo que para nosotras era cerca se volvía lejano y de ser porteñas pasábamos a ser pajueranas deslumbradas hasta por los sapos del jardín, ya que en Buenos Aires la única tierra que teníamos cerca era la de alguna maceta y los sapos, esos seres fantásticos que parecen de otra galaxia, no existían.
En Azul, mi madre y su pragmatismo gringo quedaban neutralizados porque estaba en absoluta minoría. Entonces, las sobremesas del mediodía se extendían hasta las cinco de la tarde y podíamos pasarnos horas escuchando cantar, tocar el piano y la guitarra a mis parientes paternos, todos músicos natos, sin hacer otra cosa que disfrutar, algo que mi madre consideraba absolutamente improductivo.
Pero volvamos a mi reinado. Juro que yo no aspiraba a ser reina. Lo mío fue un reinado involuntario. No sé por qué fuimos a una cena de carnaval en el Club Alumni, a menos de una cuadra de la casa de mi abuela. Yo apenas estaba asomando la nariz a la adolescencia y creo que era la primera vez que iba a un baile. Era la época en que los chicos sacaban a bailar a las chicas con un leve gesto de cabeza. El que me hizo ese chico, unos años mayor que yo, desde el otro lado de la pista fue tan sutil que no me quedó claro si me había sacado a bailar o estaba espantando una mosca.
Por suerte, me había sacado a bailar. Tiene razón León Gieco cuando dice que “en Buenos Aires los zapatos son modernos pero no lucen como en la plaza de un pueblo”. En este caso, mis zapatos capitalinos nunca habían lucido como en el club del pueblo paterno. Mezcla del zapatito de cristal de la Cenicienta y de las botas de siete leguas, aquella noche me hicieron bailar como nunca.
Era la época en que para ser moderna o moderno había que saberse todos los pasos de baile de moda condición sine qua non para convertirse en el alma de la fiesta. Y yo los había aprendido todos. Me gustaba bailar, todavía no tenía artrosis ni “el alma con media suela”.
Nunca supe cómo se llamaba el chico con que bailé. No intercambiamos ni una palabra en toda la noche. Mi timidez lingüística se contraponía a mi atrevimiento corporal. Era como si en nuestras cortas vidas los dos no hubiéramos hecho otra cosa que bailar juntos. Me di cuenta de que comenzaban a mirarnos y que muchas parejas dejaban de bailar para observarnos de cerca. Mi consagración como reina llegó cuando pusieron twist. Todos dejaron de bailar y nos rodearon haciendo palmas. Se pararon incluso quienes estaban en las mesas. Aquello sí que fue «Twist y gritos». Fuimos la atracción de la noche. Hasta mi padre me miraba arrobado como si jamás hubiera tenido prejuicios sobre la “música basura” que yo escuchaba. La nena a la que él había mandado con fervor patriótico a aprender el gato y la chacarera ahora era “Cleo, Cleopatra, la reina del Nilo. Cleo, Cleopatra, la reina del twist” mucho antes de que crearan la canción Vivi Tellas y Daniel Melingo y la popularizaran Los Twist en la voz de Fabiana Cantilo. El disco en el que sonaba estuvo producido por Charly García y se llamaba La dicha en movimiento.
Además de reina, fui una visionaria que se adelantó a su época, porque la noche de mi reinado fui eso, la dicha en movimiento. Nunca volví a ver a mi Julio César. Nunca volví a bailar así. Hay cosas que sólo me sucedían en Azul.
Por suerte, el reinado no se me subió a la cabeza. Tantos años después del acceso a la realeza, sigo siendo lo que siempre fui: una persona humilde. Porque creo que es muy importante ser humilde aunque una tenga sangre azul o un padre de Azul que para el caso es lo mismo. Hay que ser humilde. Eso es lo que siempre les digo a mis súbditos e, incluso, a mis lacayos. «