La decisión de la Corte Suprema sobre las clases presenciales, la situación del procurador general interino Eduardo Casal, las visitas de jueces al expresidente Mauricio Macri y, sobre todo, el creciente desprestigio, generaron en la interna del Poder Judicial un capullo de corriente renovadora que tiene una mirada diferente sobre los tribunales.
Son personas, ideas e incluso organizaciones las que impulsan un Poder Judicial cercano a la gente común. Sienten que son los jueces y los fiscales (como corporación, claro está) los que generan esa sensación de una institución de la Constitución que protege a los poderosos y se ensaña con los débiles.
Hay disconformes individuales y, otros, organizados y canalizados en agrupaciones judiciales. La más visible es Justicia Legítima, denostada por la corporación judicial que la define, junto con la oposición política y un sector importante de la prensa, como “kirchnerista”. Es curioso porque como contrapartida no hay un mote de “justicia macrista”, pese a que el gobierno de Macri tuvo una mesa judicial que operaba en tribunales y están probadas las visitas de jueces y fiscales a la Casa de Gobierno y a la Quinta de Olivos.
El gobierno de Macri forzó casi hasta la extorsión la salida de la procuradora general de la Nación Alejandra Gils Carbó porque decía que era una “militante”. Hoy, el procurador interino (desde hace más de tres años), Eduardo Casal, sintoniza acríticamente con la oposición; el fiscal general de la Ciudad de Buenos Aires, Juan Bautista Mahiques, era el representante de Macri en el Consejo de la Magistratura; el procurador bonaerense, Julio Conte Grand, fue secretario de Legal y Técnica de la gobernadora María Eugenia Vidal. Gils Carbó, entre otros dictámenes incómodos, se opuso a la fusión de Cablevisión que había aprobado Néstor Kirchner. Casal nunca dictaminó en contra de nada que oliera a Cambiemos. Ni antes ni ahora.
Justicia Legítima emitió un documento que refleja su “sorpresa y honda preocupación” por el fallo de la Corte sobre las clases presenciales. Fue la primera reacción institucional, desde adentro del Poder Judicial, a una decisión que cuestionan incluso los que coinciden con que debían continuar las clases presenciales. Advierten una pobreza argumental impropia de la cabeza del Poder Judicial. Y sienten que ya no los representa.
Cientos de jueces y fiscales transitan por la senda de la decencia. Pese a que discrepan en casi todo con el gobierno de Alberto Fernández, no se sienten opositores. Sólo quieren hacer bien y honestamente su trabajo, conservar sus generosos salarios y andar por la vida sin el temor a la mirada callejera de reprobación. Se repite en los corrillos judiciales, algunos de ellos vía Whatsapp, este tipo de comentarios: “Antes, cuando me preguntaban de qué trabajaba, decía ‘juez’, con el pecho inflado. Ahora muchas veces digo que soy abogado o no digo nada”.
Esa corriente independiente, por llamarla de alguna manera, conoce todos los chanchullos internos, los rechaza, se avergüenza, pero no encuadra en la definición de apocalípticos o integrados de Umberto Eco. Saben que es necesaria una reforma judicial pero no quieren que la haga la política sino que los consulten a ellos. Y, entretanto, consienten tácitamente –aún con la queja y el lamento interno- que todo siga como está.
Esa actitud favorece al sector más conservador. En la Asociación de Magistrados hay tres corrientes de opinión representadas en sendas listas: la Bordó, que gobierna; Compromiso Judicial, “integrados” –según la definición de Eco-; y la Celeste, opositora pero tampoco “apocalíptica”, según la visión del filósofo italiano. En la Asociación se discuten internas, no reformas.
En ese contexto, la reforma judicial que anunció el presidente Fernández cuando asumió en 2019 hiberna en el Congreso. Huérfano de votos y consenso, el proyecto tiene una única posibilidad de salir: que las elecciones de medio término le den al oficialismo una mayoría tal que le posibilite la sanción, primero, y la aplicación, lo que es más complejo, después.
En el mientras tanto todo sigue igual de peor. El ejemplo más claro es la causa por espionaje ilegal durante el gobierno de Cambiemos. Desde que un fallo de la Cámara Federal de Casación firmado, entre otros, por el juez Mariano Borinsky, mudó el expediente desde Lomas de Zamora hasta Comodoro Py 2002, la quietud es la norma. No se mueve un papel, la investigación entró en letargo.
El otro episodio grave que orilló el hartazgo y la rebelión ocurrió en el Ministerio Público Fiscal. Un grupo de fiscalas se reunió con el ministro de Justicia, Martín Soria, para abordar una agenda de género. Tenían la representación de sí mismas, justamente por su carácter de mujeres, en un Poder Judicial que persiste machista y patriarcal.
Otras dos mujeres, Patricia Bullrich y su asesora, la exprogresista Florencia Arietto, le pidieron al procurador interino, Eduardo Casal, que las sancionara. Casal no lo hizo, pero les advirtió que debían canalizar sus inquietudes en el marco interno.
Las trabajadoras judiciales sostienen, con transversalidad, que quienes marcan la posición dominante en la Justicia jamás consentirán una perspectiva de género en tribunales. Y están dispuestas a dar la pelea.
Hay otros focos de resistencia. La Cámara de Casación está en virtual estado deliberativo desde hace más de un mes, a la espera de que su presidente, Gustavo Hornos, convoque a un plenario para tratar un pedido de renuncia a la presidencia que él mismo ejerce.