En estos días se cumplieron 55 años del Cordobazo, la protesta obrera y estudiantil que, por la vía de una huelga política de masas, se convirtió en una gran rebelión popular. La recuperación de ese acontecimiento histórico permite encontrar algunos elementos que podrían aportar a la comprensión de nuestro aciago presente.

En aquel tiempo existía una dictadura reaccionaria, la encabezada por el general Juan Carlos Onganía desde junio de 1966, que expresaba los intereses de las clases propietarias más concentradas. Era un intento de reestructuración global del capitalismo argentino. Arropado en la doctrina de la seguridad nacional, el régimen militar se articuló en torno a la causa de unir y “salvar” a la nación del peligro de la subversión apátrida, que amenazaban los valores de la sociedad occidental y cristiana. Al mismo tiempo que remitía a esta impronta tradicional, este discurso anticomunista se conjugaba con otros que buscaban una modernización económica por vía autoritaria. Despolitizar a la sociedad, sacar a los partidos de la administración del Estado, implantar una gestión “técnica” de la economía y, a la vez, volver a integrar una comunidad nacional disgregada, estos eran algunos de los propósitos de un régimen que venía a fijar objetivos de largo plazo y refundacionales del país.

Argentina venía de una larga inestabilidad e ingobernabilidad, la “crisis orgánica” y el “empate hegemónico” entre las distintas fracciones de la clase dominante de los que tanto se habló. El golpe castrense irrumpió como novedad en este escenario, implantando un régimen de características no necesariamente fascistas, pero sí decididamente despóticas. Fue una suerte de bonapartismo particular, a través de un régimen que colocó a las Fuerzas Armadas como árbitro. La propia facción de Onganía expresaba al sector que logró tomar la iniciativa, sobre todo, con el Plan de Normalización del ministro Adalbert Krieger Vasena. Con sus medidas racionalizadoras del Estado, garantizó los intereses estratégicos del gran capital transnacionalizado, por encima de los de la burguesía agraria y el empresariado nacional mercado internista.

Cuando el régimen parecía inconmovible, lograba aparentes resultados beneficiosos en términos macroeconómicos (niveles de inflación y crecimiento económico) y se preparaba para cumplir los primeros tres años de un ciclo que pretendía perdurar por décadas, estalló la revuelta cordobesa. Fue antecedida por levantamientos estudiantiles y obreros en Corrientes y Rosario. La seminsurrección se propagó en la capital de la provincia mediterránea en aquellos días finales de mayo de 1969, detonada por las antiobreras decisiones gubernamentales (extensión de la jornada semanal de trabajo, suspensión del funcionamiento de las paritarias), en contra de la intervención a las universidades y en repudio al curso autoritario del régimen. Lo más concentrado del proletariado cordobés (automotrices, metalúrgicos, lucifuercistas y tranviarios), en confluencia con el estudiantado movilizado por nuevas concepciones rebeldes, produjo una acción de masas inesperada, ambiciosa y violenta, haciendo retroceder a las fuerzas represivas y humillando a un orden que se jactaba de su inmutabilidad. Fue el inicio del fin de la dictadura y el comienzo de un ascenso de la conflictividad y la radicalización político-ideológica que signaron los años siguientes.

El gobierno ultraderechista de Milei, y quienes lo justifican y apoyan en su gestión política y mediática, deberían tomar nota del proceso que acabo de reseñar. Su cruzada capitalista y anticomunista pretende una reconfiguración general de la economía y la sociedad que está provocando estragos en casi todos los sectores, pero en especial en el mundo de los y las trabajadoras y de las clases medias. Empiezan a ser antológicos el desplome de la producción y el consumo, la caída del salario real, de las jubilaciones y de las pensiones, y la agonía de las más diferentes formas del ingreso popular. Sin ningún “logro” económico a la vista, a diferencia del Onganiato, comparte parte del discurso reaccionario de aquél y su desprecio por la clase política (la “casta”), a la que no obstante debe apelar para intentar sostener una destartalada administración que sólo viene acumulando derrotas en las últimas semanas: crisis endémica de gabinete, escándalos en áreas básicas de la vida social (reparto de alimentos), parálisis y afrentas en el campo parlamentario, disparatadas giras y confrontaciones en la política exterior. ¿Cree la dupla de hermanos de la Casa Rosada que podrá sostener la adhesión popular con un “exitoso” 5% de inflación, que replica los números del año pasado y existen debido a una economía en ultra recesión?

Milei sigue poniendo en el centro del ring a la “casta”, para justificar sus fracasos y prepararse para desplegar alternativas no deseadas. La oposición le avisó desde el Congreso que tiene los números para marcarle un condicionamiento y exigencias de negociación (tácitamente, un límite terminal a su mandato). Es una fuerza parlamentaria que por supuesto por ahora no está siendo usada para anular o frenar verdaderamente los proyectos libertarios más reaccionarios. Pero el plan de ajuste brutal, con licuadora y motosierra, viene arrasando las condiciones de vida de las más amplias clases populares.

El Cordobazo nos recuerda lo que puede la ira de las masas. Y aquel régimen imperante en 1969, si bien no tenía encuestas de opinión supuestamente favorables como hoy, disponía de todo el poder arbitral y supremo de burgueses y generales. Hoy tenemos un despliegue desopilante de jactancia gubernamental. Pero todo lo sólido se desvanece en el aire. En la actual petulancia y para enunciar objetivos trascendentales se evocó la figura aparentemente todopoderosa de Terminator. No debe olvidarse que este no tuvo un final feliz: terminó derruido en una caldera de ácido. «