Cada tanto reaparecen, casi siempre procedentes de usinas científicas extranjeras, estudios que confirman las propiedades terapéuticas de la risa.
Hace unos años, a la par que en la Argentina crecía la presencia e influencia de los payamédicos en centros de salud, la señal de cable Comedy Central (que también se capta en el país), junto a familiares de famosos cómicos norteamericanos, auspiciaron una casuística acerca de mejoras observadas en pacientes con cáncer. Era el resultado de décadas de avances en una especialidad llamada «psico neuro inmunología» que afirmaba cómo el conjunto de las emociones opera sobre el sistema defensivo de las personas: a más ira, temor o frustraciones acumuladas, mayor chance de bajoneo y enfermedad; en cambio, a más risa, mayor promedio de energía y optimismo con varios efectos secundarios, limpiador de cabeza, protector de alma y destapador de arterias.
Los investigadores de la risoterapia concluyeron en que cien carcajadas diarias tenían un efecto aeróbico similar a diez minutos en remo.
Probablemente estos protocolos médicos le sirvan a habitantes de otros océanos en el mundo y no tanto a los argentinos, porque, demasiadas veces, nos toca remar de la mañana a la noche en dulce de leche. En tiempos como los que corren –y con novedades como las que nos corren–, para nosotros la risa tiene que ser una forma de resistencia, e incluso, un derecho humano. En su libro Días y noches de amor y guerra, Eduardo Galeano escribe: «Requiere más coraje la alegría que la pena. A la pena, al fin y al cabo, estamos acostumbrados». Lo sostenía en 1978 cuando, su país, el nuestro, y otros de la región tenían terribles dictaduras.
Pero esto es una teoría. Y en la práctica cotidiana es posible que a muchos en este momento, en esta semana, a esta hora no nos salga reírnos de nada, ni siquiera de nosotros mismos. Y mucho más fácil nos salga desde un resoplido a una aliviadora puteada. En ese caso, la sugerencia es que si no nos sale espontáneamente, probemos haciéndonos cosquillas o pidiéndole a alguien de confianza que nos las haga. Cuando éramos chicos eso era muy efectivo: cambiaba una rabieta en segundos.
En cualquier caso démonos el permiso de reírnos, pero no como boludos alegres sino con conciencia clara, dedicando la carcajada burlona a los que nos hacen padecer.
¿Facturas de gas impagables?: tentémonos.
¿Inflación galopante?: desternillémonos.
¿Salario completamente devaluado?: riámos para no llorar.
Porque bien dicen que de la risa al duelo solo hay un pelo.
Encontremos motivos de diversión para espantar a los divertículos; atragantémonos de risa para ahuyentar a los infartos; en esta campaña para eludir la risotada maldita de Chucky y reemplazarla por la carcajada bendita del doctor Patch Adams casi todo nos está permitido. Podremos mearnos y hasta cagarnos de risa, pero de ninguna manera morirnos de la risa, por qué si no, ¿cuál es el chiste?.
Y otra pregunta más. ¿Se acuerda de cuándo fue la última vez que se descostilló, se dobló, se cayó al suelo de la risa?
Demos risa aunque sea por papelones; risa, sí, de la sanadora y solidaria; hagamos el chiste y cada vez que podamos, el amor; seamos deudores, pero no del FMI sino de risas compartidas con parientes, favorecedores y amigos. Pero eso sí: cuando veamos fotos de los que nos prometieron la revolución de la alegría, riéndose, interroguémonos como alguna vez le inspiró una poesía a Mario Benedetti: «¿De qué se ríen?».
O, como nos atormentaban en la escuela: «Dígannos de qué se ríen, así nos reímos todos». Y ya, como cosa nuestra, importante, esencial (cosa de cómicos, payasos, humoristas, chistosos, gente realmente seria, más que cualquier funcionario), juremos (con gloria reír) y aseguremos que la risa derramada no será negociada. «