En el barroso cruce del Camino de Cintura con Olimpo, se amontonan los fieles tuercas. Las banderas coloradas y el altar pagano que rinden culto al Gauchito Gil no están lejos. Faltan apenas minutos para las cuatro de la tarde. La fila india de bólidos nace del oxidado portón de acceso al Picódromo y va engordando hasta rozar peligrosamente la banquina de la ruta. Los parroquianos matan el tiempo, lustran sus máquinas. Comparten el mate mientras hablan del frío, impiadoso. «Era cuestión de fe, al final salió el sol», dice Emiliano Guidone. El joven mecánico es oriundo de Morón y todos los domingos, religiosamente, llega hasta Esteban Echeverría para celebrar la liturgia del divino motor.
Como en éxtasis, Guidone admira la trompa de su Fiat Uno SCR modelo ’94. Recuerda: «Hace 22 años que vine a este mundo de las picadas y no frené más.» Como si repasara un párrafo del Génesis, el mecánico catequiza: «En el taller sos como Dios. Creás desde cero. Probás un carburador grande, después uno chico, ajustás el cigüeñal, el axial…» De repente, los empleados del Picódromo abren el portón y los autos empiezan a marchar hacia los boxes. Guidone enciende el motor de su carruaje. Antes de despedirse, confiesa: «Hay gente que el domingo va a misa. Bueno, nosotros tenemos que venir acá.» Con parsimonia, pone primera.
La naranja mecánica
Frenéticos, como endiablados, trabajan a contrarreloj preparando los autos, antes de las primeras tiradas de la tarde: un poco de aceite por acá, un cambio de bujías por allá. En los viejos parlantes de la zona de boxes suenan modernos reguetones. Los mecánicos hacen bailar las llaves cruz en las manos. «El parche cuesta 50 mangos», advierte Osvaldo, el hombre orquesta que atiende en el Picódromo la gomería-lubricentro, a veces improvisado taller. Junto a su mujer Erika y sus hijos Brian y Abril, desde hace cuatro años les salvan las papas a los corredores que llegan desesperados a sus dominios. En su local se consigue desde aceite premium hasta cascos usados. Eso sí, «no tienen cambio», previene un cartel. «Está el que se le queda tirado el auto y te pide que se lo arregles para entrar y darle de nuevo. Algunos pagan y muchos lloran», resalta Osvaldo, casi como un pedicuro, termina su delicada faena inclinado sobre las patas de un Corsa morado. ¿Camina el negocio? Ahora está duro para que suelten el billete. Igual, a veces se hacen de onda los arreglos. Es como una familia: yo te doy una mano a vos y vos después me la das a mí.»
Hoy vine sólo con mi hijo Nahuel; mi mujer y mis otros pibes se quedaron en casa por el frío. No me pierdo un domingo», cuenta con tono campechano el pater familias Marcelo. Los Silvetti son una dinastía tuerca con larga tradición en el ambiente de las picadas. Tienen en su altar familiar el Chevrolet 400 modelo 1974, color naranja furioso, listo para quemar la recta. Don Silvetti tiene 46 años y vive en Monte Grande. Se gana el pan como mecánico en una empresa de colectivos. «El auto lleva mucha plata y tiempo, pero ahora le dedico lo justo. Si anda bien, no se toca», enseña, pragmático. Con su ojo profesional evalúa los últimos ensayos antes de la competencia. «Es un ambiente sano, muy familiar, nadie se pelea. Me gusta que mis hijos sigan la tradición.»
La noche cae pesada y Nicolás mata los nervios comiendo chizitos. »Es la primera vez que la traemos, hoy debuta la máquina», dice este mecánico fachero de Tigre. Lo custodia su piloto, Sergio, el dueño del auto, mientras diez amigos alientan desde los añejos tablones del «Pico». Nicolás tiene cara de dormido y el mameluco azul enchastrado por la grasa, pero el jopo bien peinado. Invirtieron como 60 mil pesos para dejar pipí-cucú el Fiat Uno modelo ’95. Y miles de horas de mano de obra. «Tenemos un equipazo, digno de Enzo Ferrari. Muchachos, en unos años, ¿cómo se ven en la Fórmula Uno?», arenga el mecánico. Tiempo pregunta por la destreza del piloto: «El pibe tiene muñeca, pero la usa para otras cosas. Para las picadas todavía le falta.»
Historia acelerada
Juan fuma y espera en la oficina de inscripción del «Drag Racing». Pocos usan el nombre oficial para designar al viejo Picódromo. En promedio, cuenta, cada domingo unos 100 autos inundan el predio. «Desde autos estándares hasta coches preparados. La inscripción cuesta 400 pesos, e incluye las pruebas, el seguro de la Asociación de Volantes y la asistencia médica», resalta. El premio es una copa, un viático de 400 a 800 pesos, según la categoría y la posibilidad de disfrutar tranquilo de la velocidad. Juan evoca la ya dilatada historia del Picódromo: el 20 de junio cumplirá 17 años. «Acá todo comenzó en los ’70, con los hot road yanquis que corrían en el Gálvez. Antes se hacía en la calle. Y por desgracia, muchos pibes inconscientes lo siguen haciendo.» La velocidad está en la base de la potencia de la industria automovilística. Los accidentes en la calle son la contracara del progreso. Luego de pitar su Marlboro, Juan agrega: «La gente no sabe que existen estos espacios. Hay que educar a los pibes, contarles que si les gusta correr tienen que hacerlo en un lugar seguro. El Estado tendría que ayudar y los privados también.»
En la oficina circula el mate. Lo ceba Maximiliano Dalmón, reportero gráfico y periodista especializado en la disciplina. Convida y añade: «Nunca tuvo el apoyo necesario para levantar vuelo. Estamos a años luz de las grandes potencias. Sin embargo, es la categoría automovilística que más gente mueve en todo el país.» El TC queda segundo, y mucho más lejos, el TC 2000, asegura.
Penélope Glamour
«El amor existe. Pero anda en automóvil», escribió el poeta Mário de Andrade. Mirtha coincide con el padre del modernismo brasileño: «La segunda cita con Darío, mi marido, fue acá. Me gusta el hombre que corre.» Mientras juega con su pequeño hijo Dante, confiesa que a veces se siente celosa. «Por ejemplo, cuando escribe en el Facebook: ‘Cómo te quiero, hermosa. Nunca me dejás tirado.’ Y no habla de mí», dice. Darío mete mano en el motor de la tercera en discordia: la «Bochita» Fiat 600 rosada que enamora en los boxes.
A pasitos de la largada, Sol calienta el motor de su Bora azul noche. La glamorosa corredora se peina antes de calzarse el casco. «Cada vez somos más chicas. Hoy cumplo el sueño de correr por primera vez.» Su papá, Marcelo Vergara, campeón de la Clase 7, le aconseja: «Corré tranquila, sin nervios, que vas a andar bien.» Sobreprotector, la acompaña hasta el instante en que el semáforo se pone en verde. Y Sol se lanza con su bólido. Solita.
Subite a mi voiture
«Transpirás, temblás, estás con el pie en un cuarto de acelerador, el embrague a fondo. Es una adrenalina que no se puede explicar con palabras, se siente», cuenta Rubén Candia, montado sobre el Falcon color yellow bronze que heredó de su abuelo. Lo acompaña su hermano Jorge, con quien comparte el gustito por los fierros. «Preparate que ahí larga el semáforo, nuestro arbolito de Navidad», dicen a coro, mientras una pesada sinfónica de motores y el humo de las llantas calientes inundan la largada.
Guillermo es el encargado de darle colores al semáforo. Alinea los autos, recibe instrucciones de la torre de control, presiona el largador y a veces hasta ayuda a empujar a algún remolón que no se anima a partir. Mientras se calza un par de auriculares, dice que tiene que cuidarse los oídos: «Tengo 50 pirulos, y esto te taladra. Pero es un laburo que me gusta. Estoy rodeado de buena gente.» El Falcon y el Chivo tiemblan sobre el asfalto. Los asistentes los sujetan para que no salgan desbocados. El ruido ensordece. Desde la tribuna, la gente alienta a los contendientes. El rojo shocking del semáforo pasa de repente al amarillo y de ahí al verde. Los bólidos salen lanzados a rienda suelta y en pocos segundos surcan los 402 metros de la recta. Corren hacia la oscuridad de la noche. Hacia el infinito sin estrellas y más allá. «