La escritora y psicoanalista  chilena Constanza Michelson es la autora de Nostalgia del desastre. Variaciones sobre el odio, el aburrimiento y la ternura (Seix- Barral).

En este libro singular cruza lo privado y lo público e indaga de qué manera se procesa un hecho traumático en un individuo y en la sociedad. La pequeña historia individual que se escribe con minúscula está ligada a esa gran Historia social que se escribe con mayúscula.

Al respecto, la tapa del libro es más que elocuente: muestra lo que queda de una tentadora torta de crema el día después de la fiesta, el día después de que esa unidad fuera transformada en trozos, en restos, y perdiera su esplendor de la víspera. La imagen  habla de una devastación que puede ser individual y colectiva.

Dice Michelson en la introducción: “(…esta historia, que es también la de mi tiempo, comienza al final: al final de una familia, de una dictadura, de un siglo, de un milenio; también de lo analógico  de la diferencia sexual. Una época que, después sabría, ha sido llamada post: nacimos en la declaración del final de las cosas. Pero las cosas siguen marchando; eso sí, olvidando su sentido y olvidando, también, morir”.

Un gran ensayo cultural o diversos ensayos entrelazados por un relato de infancia que indagan qué sucede  en ese momento en que algo termina de manera abrupta y hay algo nuevo que está por comenzar.

Constanza Michelson

Creo que tu libro introduce la ficción a través de la niña que no tiene nombre, pero que a partir de allí comienza un ensayo digresivo. ¿Lo concebiste de esa manera conscientemente o es algo que salió en la escritura?

-Creo que es un poco las dos cosas, en el sentido de que la  pregunta que me inspiraba era cómo crecemos, si acaso los individuos y los pueblos pueden crecer después de un trauma, o cuando se pierde un mundo, cuando algo pasa que se nos destruye la realidad. En paralelo con esa historia, que es una historia que conozco bien, me refiero a una escena de violencia doméstica, se me abrieron muchas preguntas.

-¿Cuáles, por ejemplo?

-Cómo se trata una historia, por ejemplo. Por eso pongo  una narradora que es medio fallida, que se confunde con la protagonista, que tiene una especie de cortocircuitos que no permiten saber si se trata de la niña cuando es grande, si es la narradora o quién es. Lo que me propuse fue pensar el problema de qué se  hace con algo que todavía no se puede llamar historia, que es un relato que no está acabado en el que la memoria y la historia fáctica no coinciden. 

Alguien escucha lo que no pasó, otro escucha lo que sí vio. Me pregunté cuántas veces hay que entrar a una escena –y esto lo espejeo entre lo individual y lo colectivo- para decir que algo ya es una historia, es decir, esto ya pasó y en realidad sucedió.

-¿A partir de esto surge de qué manera esa historia se transforma en memoria?

-Sí, pero no en una memoria patrimonial o de la conmemoración, sino en una memoria reflexiva en el sentido de estar siempre advertidos de que eso que pasó en ese dormitorio, en esa escena de la que participa la niña es una memoria muy distinta de la memoria conmemorativa.

¿Cómo definiría Constanza Michelson “memoria conmemorativa”?

-Es aquella de la que se dice “que no se nos olvide que esto ocurrió para que nunca más se repita”. Estar advertidos significa que lo que pasó siempre puede volver a ocurrir de una u otra forma. En el caso de la historia de esa niña, una memoria reflexiva es para advertir precisamente eso, que la violencia siempre pasó y va a a seguir pasando. Y por eso es mejor estar advertidos de lo que somos para tener consciencia respecto del devenir de las historias.

Creo que cuestionás la noción de tiempo como algo que va hacia adelante al mismo ritmo para todos. Decís que la historia de la niña está concentrada en dos semanas de su vida. Entonces la temporalidad no es la misma para todos aunque creamos lo contrario.

– Sí, de acuerdo. Lo que me permite la historia de la niña es exponer el punto de que, a veces, el tiempo se cae. Por eso surge un tipo de aburrimiento mórbido. El aburrimiento es no saber qué hacer con el tiempo, pero si hay espacio para que haya futuro, si hay espacio para crear, del aburrimiento se sale. Pero hay rupturas temporales en las que aparece un aburrimiento mórbido y el tiempo cae, es decir, se desquicia.  Esas dos semanas de la niña podrían ser una eternidad, no sabe si tiene mamá, no entiende nada.

Se me ocurre la figura de Cronos comiéndose a sus propios hijos. Es decir, hay algo que se rompe del pacto social  cuando el padre trata de asesinar a la madre y la madre se va, no se sabe dónde está y no vuelve. Esa es la traición máxima del pacto social. Eso se espejea con lo que pasaba en esos años en Chile que era la dictadura. La dictadura era la máxima traición del Estado porque asesinaba a las personas.

Cuando se rompe algo del pacto social que, como digo, es esa verdad ligeramente mentirosa que es la que nos hace detenernos en los semáforos, decir “padre”, “hijo”, “te amo” o “democracia”, cuando todo esto cae porque se rompe el pacto social, también cae el tiempo, cae la temporalidad  y, a veces, la temporalidad enferma.

-Entonces, ni el tiempo es lineal ni va siempre hacia adelante a un ritmo parejo.

-Diría que, en ese sentido,  ni siquiera el tiempo es algo que esté garantizado.  Mi pregunta es si acaso ocurre algo particular con el tiempo en lo contemporáneo, en lo que llamamos posmodernidad.

-¿Y qué es eso que estaría ocurriendo con el tiempo en la posmodernidad?

-Si yo preguntara cuáles eran las imágenes del futuro en los años 90, seguramente la mayoría de la gente me contestaría que era algo así como Los supersónicos, algo medio galáctico. En los 90 había algo que iba a venir. Si uno hiciera esa misma pregunta hoy,  incluso si la hubiera formulado antes de la pandemia, creo que la gente se quedaría en silencio. No hay imágenes de futuro y, si las hay, son catastróficas. Antropológicamente, aún no hemos definido qué nos pasa cuando hay una alteración de la temporalidad, cuando el tiempo corre hacia adelante como si hubiera un abismo.

-¿En este momento estamos viviendo ese tiempo que va hacia el vacío?

-Somos eso. Todas las generaciones que coexistimos en este tiempo lo somos. ¿Qué hacemos entonces? ¿Vamos a llorar por tiempos de la modernidad donde parece que había un gran proyecto que, digámoslo, no salió demasiado bien o, francamente salió bastante mal? ¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a crecer psicológicamente? Nos toca crecer sin Dios, sin las grandes ideas y con una concepción del tiempo que es distinta.  Todavía no nos hemos dado cuenta del todo y no  hacemos más que lamentarnos.

-¿Esa sería la ideología de los post?

-No soy especialista en el tema, pero tengo grandes amigos que trabajan en filosofía y me dicen que esa idea es correcta. El régimen de historicidad de la modernidad se llama, precisamente, “futurismo”. El anterior se llama “tradición” y en él el pasado explica lo que viene por lo que uno confía en el pasado para pensar el futuro. Luego, viene esta crisis de la razón después de los proyectos del siglo XIX que nos desilusionaron, como dice Roberto Calasso, “luego de ese proyecto suicida parcialmente logrado” que fue la primera mitad del siglo XX.

-¿Entonces, qué pasa hoy?

-Lo que dice la filosofía de la historia es que el régimen de historicidad se llama “presentismo”. Es algo distinto al fatalismo, al apocalipsis y el tema es cómo enfrentamos eso.

-¿El presentismo sería la anulación del tiempo?

-Es otro régimen de la historicidad que, por supuesto, tiene sus dificultades.

-¿Por ejemplo, cuáles?

-Cómo vamos a proyectarnos políticamente, porque la sensación actual es que no hay ningún político que pueda generar una idea, que todo es venganza de unos con otros. Estamos en una bisagra por la que entra la locura otra vez, una locura que espejea los años 20 del siglo pasado. 

-Trabajás mucho el tema del deseo. ¿Qué es, para qué sirve? ¿Hacía dónde va?

-El deseo es el motor de la vida. Creo que hay una confusión tanto en la derecha como en la izquierda que es disputar los objetos de deseo. Hay nociones que yo discuto a partir de la historia de esta niña que sufre un trauma dentro de su familia. Cuando la crítica repite  mil veces que la culpa es del patriarcado, que la culpa es del mercado, que la culpa es del neoliberalismo, lo que se dice empieza a no significar nada, absolutamente nada. Comienza a correr la fórmula de la paranoia: alguien tiene la culpa y no sabemos bien de qué se trata pero hay una realidad sombría que sabemos que se llama capitalismo.

También las derechas crean sus propios enemigos como el comunismo que, al menos en mi país, todavía sigue siendo un fantasma. En realidad es un significante vacío que sirve para calificar ciertas actitudes como comunistas,  aunque no sepamos de qué estamos hablando.  Se da un  juego de paranoias cruzadas. En el progresismo se ha dado el hecho de querer cambiar los objetos de deseo como si se dijera “ya no vamos a desear las cosas de las derechas, tenemos que desear cosas de izquierda”.

Pero mientras se delinean los objetos del deseo progresista –por decirlo de alguna manera- como pueden ser ciertas palabras y ciertas maneras de vivir, se cae en el problema de negar el deseo, porque el deseo no tiene contenido, el deseo es una fuerza.

El deseo-concluye Constanza Michelson- es un dilema al cual hay que responder pero cuando no queremos afrontarlo, nos colocamos afuera y nos identificamos con cosas de derecha o progresistas evitando hacernos cargo del deseo   y así quedamos entregados a discursos prefabricados.  

Constanza Michelson y la extrapolación

-Los tiempos han cambiado mucho, pero creo que algún teórico ortodoxo negaría la validez de extrapolar la psicología individual a la psicología colectiva.

-De hecho, me han hecho esa observación varias veces.

¿Y qué contestás a esa observación?

-Que no se trata de extrapolar la psicología individual a lo colectivo. Coincido en que ese juego no permite analizar ciertas cosas. Más bien, se trata de comprender que la subjetividad y lo colectivo están trenzados, que se espejean.

Las subjetividades hablan de las condiciones que han creado esas subjetividades, es decir, hablan de lo social. Al mismo tiempo, lo social, nuestras formas, nuestras prácticas hablan de nuestras subjetividades. Ambas cosas están vinculadas. No es que se pueda decir “la psicología personal es así entonces las psicología social es igual”. No es eso lo que quiero decir, sino que ambas están enlazadas. La encrucijada existencial de la niña de la que hablo en Nostalgia del desastre tiene que ver, precisamente, con esa relación entre lo subjetivo y lo social.

Palabras y frases clichés

Hay frases que a fuerza de repetidas se transforman en clichés, como “lo íntimo es político”. Quizá sea cierta, pero tengo la sensación de que a veces impiden pensar. Si todo es político, no queda nada para pensar por fuera de eso. ¿Cómo ves este tema?

-Creo que es un peligro ver todo como político, porque lo político tiene ciertas estructuras para pensar. Pensar todo como político no permite que las personas podamos elaborar herramientas en la vida para ciertas cosas. Cuando la narradora dice que no puede mencionar a ese padre que rompió el pacto social como patriarcado, que no sabe cómo se llama lo que hizo, es porque no hay  un ordenamiento, no es que los sujetos que rompen el pacto terminen bien, no es que ganen. Son sujetos que rajan el mundo y, al rajar el mundo, también ellos caen. Este padre muere socialmente por haber intentado matar a su mujer.