Argentina se ubica entre los diez países con mayor producción de trigo en el mundo. El mayor porcentaje de este trigo crece a partir de semillas genéticamente modificadas. El transgénico más utilizado actualmente es el HB4. Su principal ventaja, según los laboratorios de semillas, es ser resistente a un nuevo herbicida, el glufosinato de amonio, que sería más eficaz en la eliminación de las «malezas». Sin embargo, las propias lógicas de la biología llevan a esas «malezas» a evolucionar y hacerse resistentes a los herbicidas. Todo termina en un círculo vicioso, en el que se necesitan venenos cada vez más potentes y costosos para mantener los niveles de producción. A eso se suma el daño producido a la tierra y a la salud de las poblaciones cercanas. Miles de pobladores rurales sufren graves enfermedades (de las cuales el cáncer es la más visible) por ser rociados con herbicidas desde aviones.
Además de los riesgos para el ambiente y la salud humana, el avance del trigo transgénico acarrea graves consecuencias económicas para los productores. El control monopólico de los tres componentes del proceso productivo (la semilla genética modificada, el cultivo resultante y los herbicidas) implica el pago de regalías derivadas de derechos de propiedad intelectual. Esto eleva los costos de producción y hace que buena parte de las ganancias vayan a parar a las abultadas cuentas de los laboratorios.
Derribando mitos
Una de las creencias más extendidas sobre las semillas transgénicas es su «mayor resistencia a la sequía”. Un estudio de la Universidad de Santa Catarina (Brasil) concluyó que, en 2021, año de sequía, el trigo transgénico HB4 había tenido un rendimiento 17% menor al de los trigos convencionales. El investigador y agrónomo brasileño Diego Silva esboza una posible explicación a este mal desempeño: “Las semillas HB4 pueden entenderse como miopes. La tecnología no obstruye la capacidad de las plantas de soja y trigo para detectar las sequías, pero impide su reacción natural, que sería detener la producción de cultivos y redirigir su energía hacia la supervivencia».
Esto implica que estas plantas no son capaces de “entender” que no están dadas las condiciones para el desarrollo de la espiga, lo que lleva a su proceso biológico hacia la muerte. Este comportamiento equivale al de un deportista que corre durante horas bajo el sol por un desierto sin llevar agua ni protector solar.
Adaptar el cultivo a la tierra
“Si el argumento de resistencia a la sequía sigue teniendo fuerza, se va a empezar a querer o pretender sembrar trigo en áreas que no son aptas, avanzando con los hábitats semiáridos. Y vamos a seguir desmontando, y vamos a perder un ecosistema valiosísimo”, advierte Marco Van Strien, un ingeniero agrónomo bonaerense que decidió transicionar a la agroecología luego de pésimas experiencias con el cultivo transgénico.
Por otro lado, no es menor la cuestión de la extensión de la frontera agrícola. Siendo el trigo una planta exótica adaptada al bioma pampeano, introducirlo «a la fuerza» en zonas no aptas o de distinto bioma implica expandir el monocultivo sobre las zonas de producción campesina.
Es necesario concientizar sobre los riesgos que los agrotóxicos implican para la vida y la salud, no sólo de los pobladores rurales rociados con herbicidas, sino también de los consumidores de alimentos de harina proveniente de los HB4. No está demostrado que la harina que las familias argentinas consumen todos los días esté exenta de restos de herbicidas.