Algo se apagó en ese momento. Y no se volvió a encender.
Grondona en la tribuna advierte que acaba de nacer un foco de conflicto y tragando saliva le dice a Deluca que ahora hay que rezar, una imagen, esa de la rubia llevándose a Maradona, que también le queda zumbando a Basile porque, cuando Maradona vuelve del control y se sube al colectivo para volver al Babson, lo primero que hace el técnico es otear el ánimo de Diego, husmear si quedó preocupado o si se siente limpio, y como Maradona se suma a los cantos con sus compañeros como si nada malo hubiese pasado ni pudiese pasar, Basile se tranquiliza y se olvida de un tema que, sin embargo, seguirá perturbando de tal manera a Grondona que esa misma noche, cuando un país entero baila por los dos triunfos consecutivos y la clasificación a los octavos de final, el presidente de la AFA —un paso adelante del resto— se lo hace notar en el lobby del hotel a Fernando Galmarini, el ex secretario de Deporte del menemismo, diciéndole algo así como sí, todo muy bien, pero mirá que le tocó el control a Maradona.
Grondona y Basile habían percibido una tormenta en esa rubia con el delantal blanco y la cruz verde en el pecho, y tres días después, en la noche del martes 28 de junio en el Babson, cuando dirigentes y médicos de la delegación argentina más los colaboradores del propio involucrado ya se habían enterado del tema e iniciaban frenéticas negociaciones para salvar el desastre, llegó el momento en que alguien tuvo que juntar coraje y decirle a Maradona que algo terrible se había desatado.
El mensajero fue Franchi, su manager. En principio se había informado que la selección practicaría a la misma hora del partido contra Bulgaria, a las 18.25, pero por las canchas del Babson sólo aparecieron los suplentes un único titular, Luis Islas. Quienes habían jugado contra Nigeria, entre ellos Maradona, se quedaron en una habitación con Basile mirando el video del 2 a 1. La sorpresa en el repaso del partido fue que el póquer ofensivo, Maradona, Balbo, Caniggia y Batistuta, había recuperado más pelotas que el dúo de contención, Redondo y Simeone. Y entre reproches simpáticos a los mediocampistas, cómo era eso de que ellos trabajaban y nosotros no hacíamos nada, Maradona —que un par de horas más temprano en el gimnasio había tocado el piso con su pecho en un movimiento de elongación que le hacía recordar a México 86— se fue a atender a la prensa. Ya era de noche y estaba con Dalma, a la que nunca le soltó la mano. Dejó el walkman en el que escuchaba a Horacio Guarany cantar eso de que “la vida es un vino amargo, dulce en jarra compartida/ que los que nadan pa’ dentro se ahogan solitos en vida”, y respondió todas las preguntas, sin apuro, siempre de pie. No sonrió, tal vez porque Gianinna tenía unas líneas de fiebre, pero habló en el tono distendido y cómplice que lo acompañaba desde su llegada a Boston, el de un hombre que además regalaba ese tipo de postales familiares.
Le recordaron que se había calificado con un 6,50 contra Grecia y le preguntaron si había mejorado contra Nigeria, y dijo que sí, fiera, que jugué 6,55, y se fue con Claudia a tomar mates en el estacionamiento de la concentración. Ahí estaba la combi gris que usaban los Maradona, y también Ana Laura Goycochea, la esposa del arquero, y sus hijos Juan Cruz y Paloma. Algunos de los chicos andaban en rollers y don Diego completaba la escena de alguien que no le temía al dóping por una razón convincente, la de nunca haber sabido, ni siquiera sospechado, que en las pócimas milagrosas de Cerrini se escondía su cicuta.
Franchi llegó con rostro de funeral, le pidió apartarse un minuto, le pasó la mano por el hombro y trató de decirle con anestesia, aunque qué tipo de anestesia podría servir, que su control contra Nigeria había dado positivo. Pero también le dijo, o intentó decirle, que no se preocupara porque la dirigencia lo estaba manejando bien. Según reconstruyó en su biografía, Yo soy el Diego de la gente, Maradona no alcanzó a escuchar el final de esa frase. Antes de que Franchi terminara, Maradona se dio vuelta para encontrar la mirada de Claudia y largar un balbuceo:
—Ma, nos vamos del Mundial.
Enseguida entró en crisis nerviosa: el héroe maldito entró a la habitación 127, la que compartía con Jorge Borelli —ausente en ese momento—, y empezó a pegarle trompadas a las paredes, una costumbre que no comenzó ni terminó aquella noche.
—Me rompí el culo, entienden, me rompí el culo, entienden, me rompí el culo —gritaba, y solo dejaba de hacerlo para largarse a llorar como se llora en los golpes que sabemos irreversibles. Estaba poseído y decía que quería irse a Buenos Aires.
Que se quería matar.