El 6 de diciembre de 2000, dos días antes del día de fiesta de la Inmaculada Concepción, guerrilleros del 15º Frente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), rellenaron un jeep Willis con 400 kilos de dinamita y lo dejaron rodar por la calle principal del municipio de Granada, a 80 kilómetros de Medellín, la segunda ciudad más grande de Colombia. Al final de la calle estaba el comando de la Policía: 22 personas murieron tras la explosión y la mitad del pueblo quedó en ruinas.
Dos días después, frente al atrio de la iglesia del mismo pueblo, una pareja se casaba. La novia, blanca como una paloma, caminaba sobre los escombros tomada de la mano de su novio. El pueblo estaba de luto, pero los vecinos le habían dicho a los futuros marido y mujer que esa boda no se cancelaba por ningún motivo. Y mucho menos la fiesta.
Colombia, el lugar en que nací, por 54 años ha sido esos dos países. Este domingo elegiremos en cuál queremos ser definitivamente.
El pasado 26 de septiembre, cuando el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el comandante de las FARC, Rodrigo Londoño alias Timochenko, firmaron el acuerdo final en Cartagena, mi esposa que es argentina notó mi emoción desbordada y me preguntó si alguna vez había pensado que este día llegaría.
Nunca, respondí.
Y no lo decía por cinismo, sino por experiencia: cada vez que Colombia se acercaba al capítulo final de esta barbarie, alguien se encargaba de sabotearlo. Y lo hacía de una forma macabra.
A mediados de los años ’80, en medio de una negociación, las FARC habían logrado impulsar un movimiento político: la Unión Patriótica (UP). Fue un partido inspirado en la izquierda que alcanzó importantes victorias en las zonas más remotas del país. Pero la extrema derecha, en una siniestra combinación de fuerzas del Estado y comandos paramilitares, exterminó a la UP de la faz de la tierra al asesinar en poco menos de cinco años a 3500 de sus simpatizantes, incluyendo alcaldes, gobernadores y candidatos a la presidencia.
Y esa ha sido mi vida, la de colombiano y la de periodista: masacres, niños mutilados por las minas antipersonales, familias huyendo, gente desplazada. Miedo en los titulares. Casas vacías en las veredas, senderos plantados de bombas.
Recuerdo que cuando prestaba mi servicio militar en 1997, cerca de la oficina donde trabajaba reclutando nuevos soldados aterrizó un helicóptero y nos dejaron en un corredor a dos soldados que habían sido abatidos por la guerrilla.
La imagen no se me borrará jamás: las cavidades de sus ojos estaban rebalsadas de sangre.
Colombia ha sido, desde que lo recuerdo, un territorio que siempre había tenido como objetivo buscar una razón para matarse: primero fueron los liberales, después fue la guerrilla, después fue Pablo Escobar, después las FARC.
Por primera vez siento que estamos buscando una razón para no matar más. El valor del acuerdo con las FARC es que, tras 54 años y a partir de ahora, ellos no decidirán nuestra suerte, ni cuál será el futuro del país: ahora nuestros líderes deberán hablar de educación, de salud, de infraestructura, de lo que sea menos de guerra.
Y eso, para un país que ha puesto en su historia 220 mil muertos, 8 millones de víctimas, 6 millones de desplazados, es un avance. Es como caminar de la mano del amor de tu vida, en medio de escombros, hacia la tranquilidad del hogar. «