El asesinato de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell ha tenido gran trascendencia y cobertura mediática y permite plantear diferentes debates. Mientras medios de menor alcance adjudicaron lo sucedido a conductas patriarcales o a la violencia extrema del rugby, la prensa hegemónica, con intencionalidad manifiesta, trató de atribuirlo al consumo excesivo de alcohol o a la incontrolable explosión turística en ese balneario.
¿Es el problema el rugby? Este deporte se introdujo en el país con la llegada de inversiones inglesas asociadas a los ferrocarriles, pero cuando los sectores de la “high class” buscaron diferenciarse del fútbol, ya convertido en un deporte popular, se inició un proceso de elitización del rugby, fundado en códigos vinculados a la “superioridad moral”, la rudeza masculina y el espíritu de cuerpo.
En la Argentina, el rugby es un deporte amateur cuyos integrantes son mayoritariamente parte de las elites locales. En el fútbol hay quejas, desorden y se cuestiona permanente e incluso insolentemente las resoluciones del juez. En el rugby se las acata absolutamente y existe un cuasi sacramental respeto por las reglas que rigen dentro de la cancha, pero ¿y afuera?
Son conocidas las agresiones de rugbiers, siempre entre varios, fuera del campo de juego. Generalizar nunca es bueno, de hecho hay personas con marcadas conductas humanistas que practican ese deporte. Sin ir más lejos, el Che Guevara lo jugaba y valoraba en tanto deporte grupal y formativo. Pero poner el foco en esta disciplina tal vez sirva para reflexionar qué se esconde detrás del rugby, en esta época y en este país.
Marx define la “mercancía” como el síntoma de un sistema social y económico que esconde relaciones sociales de explotación. Para que un producto sea tal, alguien puso su fuerza de trabajo y otro sustrajo plusvalía. A veces hay que mirar lo que no se ve a simple vista, es decir, qué relaciones de dominación y opresión convergen detrás del asesinato de Fernando.
Como han analizado diferentes especialistas, en este deporte y en otros espacios grupales masculinos, hay una “manera de ser” y un “deber ser” de estos varones. El deporte impone códigos que habilitan y construyen comportamientos y privilegios, que se van legitimando. La violencia y la discriminación son acciones permitidas para generar distancia de todo lo que podría parecer femenino u homosexual (y podríamos agregar: negro y pobre).
Estos “machos” se vinculan y construyen lazos de sociabilidad donde su superioridad aparece latente. Expresan la masculinidad hegemónica que representan: hombres blancos y heterosexuales. Todos unos caballeros. “Pertenecer” supone sortear ciertos ritos y sacrificios, e implica ser parte de una grupalidad que puede ejercer ese machismo sin consecuencias, como matar entre diez a una persona indefensa.
Pero además del machismo explícito, aquí hay claramente una cuestión de clase: la víctima era morocha y de familia paraguaya, mientras sus asesinos son blancos y forman parte de las clases acomodadas de Zárate.
¿Son estos jóvenes parte de “las élites” de la Argentina? Seguramente no, pero provienen de familias que consciente o inconscientemente aspiran a serlo y se mueven en círculos donde “pertenecer” es de suma relevancia. Incluso, es posible que no tengan los recursos económicos ni simbólicos de la “crème” pero se esfuerzan por alcanzarlos reproduciendo sus comportamientos.
Otro elemento convergente en juego es el fenotípico/racial. Ahí nos tropezamos con el mito del “crisol de razas”, eufemismo que encierra la pretensión homogeneizante del Estado oligárquico en los años ’30 para construir un modelo dominante blanco-europeo, fundado medio siglo antes sobre la matanza y sometimiento de los indígenas.
Fernando era morocho, por lo tanto, un ser de «categoría inferior», a quien se puede matar sin problemas. De hecho, lo dejaron tirado en la calle. No hubo siquiera el intento de borrar huellas.
La impunidad de saberse con poder familiar y contactos es un elemento trascendental y un factor explicativo. Como lo es también haber actuado frente a la mirada de un público, sin la cual ese poder de clase, de género y fenotípico ni se ostenta ni se afirma.
Este trágico episodio evidencia que los fenómenos sociales no pueden analizarse desde una sola perspectiva y que hay una multiplicidad de desigualdades que nos atraviesan y nos constituyen como individuos y como sociedades. En el capitalismo del siglo XXI, hay quienes tienen privilegios de clase, de género, fenotípicos, etcétera, y quienes no. Fernando fue víctima de un sistema en el que no ser un varón viril, violento, “macho”, blanco y rico son razones para ser disciplinado y excluido. En este caso, asesinado.
Reconocer y reflexionar en torno a las complejas formas de dominación y opresión en la actualidad es una tarea fundamental para quienes perseguimos la utopía de una sociedad más justa e igualitaria.