Desde su asunción, el Gobierno de Pedro Castillo ha vivido un asedio permanente. Las embestidas mediáticas, judiciales y de las fuerzas de seguridad no le dieron respiro. Recientemente las confrontaciones entre el ministro del interior Avelino Guillén y el jefe de la Policía Nacional, Javier Gallardo, implosionaron la estabilidad interna. Si bien la exigencia del ministro sobre la salida del jefe de seguridad era sobradamente justificada, en términos prácticos ningún Gobierno puede tener un confrontamiento abierto con todas las fuerzas del orden y la latencia permanente de una amenaza de golpe. La resolución de la crisis fue ecuánime: el ministro renunció y el comandante fue separado del cargo. Sin embargo, este era solo uno de los frentes en que Castillo tendría que mediar. Sumado a ello, el presidente debió tomar medidas frente al derrame de Repsol, empresa que generó la mayor catástrofe ecológica en el mar peruano de la que se tenga registro, resolver las internas de su propia coalición y las embestidas de un Congreso que le ha jurado destituirlo desde antes de su asunción.
El ministro de Medio Ambiente y el presidente impulsaron una multa multimillonaria, la paralización de las actividades de la petrolera española y buscaban impulsar una ofensiva regulatoria contra otras empresas en el sector petrolero, gasífero y minero que en 20 años de neoliberalismo casi no han pagado impuestos. La presión popular y del Ejecutivo contra la petrolera española no fue respaldada por la Premier Mirtha Vásquez, la cual amparó a empresa a cambio de emplear pescadores y entregar unas canastas con bienes de primera necesidad a los damnificados. El lunes 31 de enero, mismo día que Castillo anunció un cambio de Gabinete, Mirtha Vásquez presentó la renuncia mediante una carta en diario La república alegando corrupción y disidencias con el entorno del presidente.
El nuevo Gabinete juramentó el 1 de febrero con una inédita presencia de sectores de derecha y la renuncia de aliados clave como el ministro de economía, Pedro Francke, pero con algunas continuidades importantes como Hernando Cevallos en Salud y Aníbal Torres en Justicia. Tengamos presente que se trató del tercer Gabinete en 6 meses por lo que menos que un cambio de rumbo mostraba un movimiento coyuntural. La composición del gabinete buscaba cierto margen de acuerdo y gobernabilidad para lograr una de sus principales promesas de campaña: la Nueva Constitución. En el mismo sentido iban otras designaciones como la del nuevo Canciller, César Landa, quien ha sido presidente del Tribunal Constitucional (TC) además de un jurista de prestigio. Aún con los intentos de lograr un consenso razonable, el 3 de febrero el TC declaró infundado el pedido de declarar inconstitucional la Ley aprobada en el Congreso que recorta las funciones del Ejecutivo impidiendo solicitar una moción de confianza ante reformas a la Carta Magna.
En medio del caos de internas fratricidas de una clase política que se fagocita a sí misma sin distinguir entre aliados u opositores, hubo un tercer elemento moral: la cuestión de género. Desde la izquierda democrática de Juntos por el Perú, partido que hoy preside la ex ministra de la mujer y poblaciones vulnerables, Anahí Durand, hasta la extrema derecha golpista de Keiko Fujimori salieron a denunciar al nuevo Premier por violencia machista contra su ex esposa e hija. Todas las bancadas de un arco político variopinto -incluido el oficialismo de Perú Libre- manifestaron que no otorgarían la confianza al Gabinete. Por lo que el mismo viernes el presidente anunció mediante un mensaje a la Nación la reestructuración total de la cartera ministerial. Cabe destacar que el nuevo y cuarto Gabinete -aún sin nombres oficiales- deberá obtener 66 de los 130 votos de confianza por parte de los congresistas, caso contrario el Gabinete quedaría disuelto, debiendo formar uno nuevo. Pero esto habilitaría que el Gobierno obtenga cierto margen de presión frente al Congreso ya que en caso de negar en dos oportunidades la confianza se habilita la disolución del Parlamento. Hasta el momento la disputa entre Ejecutivo y Parlamento ha llevado a un empate catastrófico entre lo nuevo y lo viejo.
A pesar del fantasma de ollantización, profecía autocumplida de quienes buscan encasillarlo, Castillo no tiene ningún apoyo del Ejército -abiertamente opositor-, es el presidente que más ha presionado a los sectores extractivistas, marcó la diferencia en política de salud y muestra intentos concretos de llevar a cabo sus promesas de campaña a pesar de contar con el ensañamiento de la Justicia por mantener el statu quo. Entre acusaciones cruzadas de traición: la derecha por asociarlo a Evo Morales y la izquierda por prestarle su sombrero a jair Bolsonaro, Castillo resiste como un mediador entre corporaciones antagónicas. En medio de una frágil gobernabilidad y con un desgaste acelerado el caudillo no se bajó del caballo que lo llevo a la Presidencia.