Carlos Vallés desconoce la cuarentena. Como el resto de sus compañeros aceiteros, nunca dejó de trabajar desde la llegada de la pandemia. Su tarea en la planta Dreyfus General Lagos, en las afueras de Rosario –donde trabajó los últimos 23 años, hoy tiene 44–, es una de las 24 excepciones originales del decreto que el 20 de marzo instauró el aislamiento obligatorio. “Así como se necesitan respiradores, también se necesitan alimentos, y el gobierno necesita divisas, y esta fábrica se las puede dar”, dice Vallés, para explicar porqué la compañía agroexportadora de más de 500 empleados que, entre otras cosas, produce alimentos, comida para mascotas, harinas y aceites, sigue en funcionamiento. “La empresa igual podría parar y liquidar los dólares que ganó en este tiempo. Como sea, espero que ese dinero llegue a los que más necesitan y sirva para ayudar a los de abajo”, agrega, como para encontrar más sentido a su función.

Su horario de trabajo no cambió, aunque sí la vida en la fábrica: le toman la temperatura cada vez que entra, incorporaron canillas y bachas para lavarse las manos y sumaron todos los elementos de higiene para combatir al Covid-19. “Al principio había mucha más incertidumbre, pero las medidas que fuimos tomando nos generaron mucha tranquilidad”, cuenta Vallés, que hoy trabaja en la zona del puerto de la planta, pero antes pasó por ingeniería, molienda de soja y extracción de aceite. Como parte de la comisión interna de Dreyfus, juega un papel fundamental en el comité mixto de salud y seguridad laboral, un derecho conquistado por los trabajadores e incluido en el convenio nacional de la Federación de Aceiteros en 2016. Desde ese espacio lograron licenciar compañeros (solo un 60% sigue en actividad), organizar turnos para evitar aglomeraciones y reforzar la limpieza, entre otras medidas por el coronavirus. “Todos entendemos -afirma- que la lucha por el salario, la seguridad y la higiene es colectiva. Es uno de nuestros grandes logros como sindicato”.

El temor al contagio, sin embargo, sigue presente, y el momento de mayor angustia para Vallés es la vuelta a casa, en Villa Constitución. Cada vez que atraviesa la puerta, quiere abrazar a sus hijos. “Me tengo que frenar. Como si fuera un tipo peligroso. La incertidumbre se traslada al entorno familiar y eso se sufre”

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(Foto: Prensa F.T.C.I.O.D y A.R.A.)