Hay que partir de la aceptación de las críticas de buena fe que se hacen a nuestras universidades, las críticas que cada uno de nosotros pueda llegar a sostener con más o menos razón. En el fondo, ésta es una época en la que no se trata tanto de tener razón, de impostar una certeza a prueba de todo, como hace, por ejemplo, un ex panelista televisivo que cumple funciones presidenciales. En todo caso, hay un problema más práctico: elegir para qué lado equivocarse. Sólo desde esa apuesta ética la siguiente arenga en defensa de la universidad pública tiene algún derecho a ser leída, escuchada y, claro, criticada.
¿Y si el gobierno apuesta a que las y los trabajadores de la educación cavemos nuestra propia fosa común a fuerza de paros y medidas de fuerza que caen en saco roto? La huelga es nuestro derecho y corresponde por el avasallamiento frontal e inocultable por parte del gobierno. Pero la huelga, en este caso, como en el de otros sectores y actores afectados, ¿alcanza?
Creemos que es necesario y urgente una interpelación que exceda a quienes trabajamos en la docencia, a los no docentes de nuestras universidades e incluso a estudiantes y graduados. Esta vez no podemos quedarnos con una acción tradicional de claustros. Si fuera por el gobierno, mejor el paro por tiempo indeterminado, ya que, lo podemos conjeturar, en ese caso imaginaría determinar la vuelta a clases en mejores condiciones para el arancelamiento.
La universidad pública es todo lo que pasa en ella, a su través, todo lo que abre y genera, a su alrededor y más allá. Ahí se abren perspectivas a jóvenes que buscan un destino en un mundo hostil, adultos que no pudieron en su momento y ahora se sientan convocados, disidencias de toda estirpe. Generaciones enteras experimentan posibilidades, conquistas y fracasos. Se ponen a prueba prejuicios y germinan ideas y hasta utopías. Ante el mundo yermo que nos proponen los adalides del rendimiento a como dé lugar, una institución tan antigua y con no pocos aspectos cuestionables como la universidad, adquiere un valor central.
Quienes habitamos aulas, caminamos cuadras y pasillos, compartimos mate y charla en las universidades, incluso mediante la modalidad virtual que también sabemos apropiarnos, sabemos de la vitalidad que se pone en juego. Por eso no nos parece descabellado pensar que quienes pasaron por la universidad pública y se desempeñan hoy como trabajadores en distintas áreas, profesionales, incluso funcionarios públicos puedan albergar una empatía, incluso una solidaridad política que hoy necesitamos para alcanzar un mínimo de eficacia en nuestras acciones.
La universidad, entonces, no se compone solo de sus docentes y no docentes mal pagos, el estudiantado en sus distintas facetas, ni mucho menos se trata de sus autoridades; la universidad se compone de todas y todos los que están, los que fueron y los que irán. ¿Por qué, entonces, en una situación de extrema urgencia como ésta no convocar a todo el mundo a llamar la atención sobre lo que pasa? Boca en boca, de las aulas a las casas, en los trabajos y en las redes y en los medios de comunicación que tengan disposición a escuchar y amplificar.
Agitemos en conjunto. Las universidades venían necesitando más recursos y ahora les dan menos. ¿Ahorrar para qué? ¿Para pagar la deuda a fondos sin rostro o a un fondo que tiene el rostro de todas nuestras amarguras desde el 55 hasta acá, como el FMI? Insisten con el eslogan “no hay plata”. ¿Que no hay plata? ¿En serio? En las universidades, donde estudiamos cada tema, investigamos y compartimos la información con la comunidad toda, sabemos que en nuestro país la plata sobra, pero no se redistribuye. Este gobierno, como ningún otro, desde la dictadura genocida, ejerce el poder junto a un grupo reducido de corporaciones de dudosa legitimidad, parado sobre una injusticia social deliberada y descarada. Su pedagogía de la crueldad contrasta radicalmente con lo que hacemos en la universidad pública, donde se discute apasionadamente, con afecto y respeto, donde caben todas las ideologías, donde las miserias están a la orden del día, pero no son el criterio último, donde el límite es, justamente, la crueldad.
¿Por qué hay plata para la dieta aumentada de los diputados y senadores, para las hermanas y hermanos y sobrinos y amigos de quienes hoy gobiernan, y no hay para la comunidad universitaria? ¿Piensan que son más importantes que cada laburante o estudiante que pasa por una universidad? ¿Cómo es que toda la comunidad universitaria, integrada –por fuera de todo estereotipo– en su mayoría por gente trabajadora y humilde, tiene que pagar –junto a los jubilados, las instituciones de la cultura, los trabajadores precarios y los formales de toda rama– la fiesta financiera, la fiesta de las rentas extraordinarias del petróleo, la minería y el agro, entre otras actividades que se llevan mucho y dejan muy poco?
¿Estamos dispuestos a aceptar que nos hablen de “sinceramiento” de precios y que nos repitan una y otra vez que “vivíamos por encima de nuestras posibilidades”? Hay un problema de coherencia básica cuando en la misma oración nos dicen que “así no se podía seguir” y que vivíamos demasiado bien, en una “fantasía”. Hay que estar muy roto espiritualmente para creer semejante patraña. No somos ni mejores ni peores por pertenecer a la comunidad universitaria, pero, sobre todo, ¡no somos tontos! Vivíamos muy por debajo de lo que corresponde por todo lo que hacemos como sociedad para sostener las horas y los días y generar esas ganancias extraordinarias con nuestro trabajo, nuestras tareas de cuidado, nuestro suelo y nuestro sol. La sobreexplotación laboral va de la mano con la sobreexplotación de nuestros recursos, nuestra propiedad, los bienes comunes.
No vamos a tolerar que se pretenda cristalizar un piso tan bajo de nivel de vida y de discusión. ¡Queremos más y mejor! Nos lo merecemos… no por la meritocracia que esputan ciertos personajes de dudoso mérito. Porque es la sociedad, con sus contradicciones, sus avances y retrocesos, sobre todo con sus luchas, la que colectivamente va construyendo una imagen de lo deseable y lo valorable. Ningún mérito por fuera de esa producción común tiene sentido.
Por último, hay que afirmar a nuestras universidades como espacios de producción de sentido. Que cada quien, los que estamos, los que estuvieron, los que la miran con ganas, averigüe el lugar que tiene la universidad en el sentido de su vida. Porque la vida no tiene ninguna utilidad, no le debe nada a ninguna exigencia de rendimiento. Si “vivir, solo cuesta vida”, como dice la canción, es porque la vida no está para llegar a ninguna parte, sino para experimentarla, con la intensidad posible y la valoración de la que seamos capaces. De ahí nuestra diferencia existencial radical con este gobierno, sus cómplices y los indiferentes de siempre.
* El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), codirector de Red Editorial, con Rubén Mira, miembro del IEF CTA A y del IPyPP, integrante del Grupo de Estudio de Problemas Sociales y Filosóficos IIGG-UBA. Autor de Nuevas instituciones (del común), Papa Negra. Ensayos y recetas, coautor de La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco), con Miguel Benasayag, Del contrapoder a la complejidad, con Raúl Zibechi y Miguel Benasayag, El anarca (filosofía y política en Max Stirner), con Adrián Cangi; entre otros.