Hacer un festival de cine en la época de TikTok, de breves videos online, de plazos de atención cortos y concentración mínima es un desafío cada vez más complejo. Si a eso se le suma un corrimiento del mercado cinematográfico de las salas de cine a las plataformas de streaming, el desafío se duplica. La edición del Festival de Cannes que concluye el sábado con la entrega de la Palma de Oro y los otros premios que dará el jurado presidido por Greta Gerwig se inscribe en medio de este problemático presente, convive con una guerra que ocupa las noticias 24 horas al día y con un presidente en un enigmático país sudamericano al que se le da por cantar en vivo. Es difícil abstraerse de esa catarata de informaciones y de entretenimiento constante para encerrarse en una sala de cine y dedicar dos o más horas a apreciar un objeto artístico que refleja e interpreta el mundo según la visión de un director. Armar y entender un festival como el de Cannes es pensarlo como un lugar donde esas tensiones se procesan y, con suerte, se analizan y discuten. El cine tratando de confrontar con la realidad en tiempo presente.
Esta edición tuvo una serie de películas que han intentado acercarse más a ciertos modos narrativos contemporáneos. Se suele pensar que un festival de cine está lleno de “esas otras películas” que no son las que ve la gente en una sala comercial, pero cada vez queda menos de eso. La programación de Cannes 2024, como lo viene haciendo hace ya varios años, intentó acercarse más al mercado, aún a riesgo de molestar o incomodar a los que piensan que el cine de festivales es algo sagrado e inmodificable. No siempre los resultados son alentadores –también los festivales existen para dar espacio a películas que le escapan a las fórmulas o a los algoritmos–, pero es una tendencia que no parece tener vuelta atrás.
Entre las películas “accesibles” que han sorprendido y llamado la atención en esta edición hay varias con posibilidades de quedarse con algunos premios. “The Substance”, de la francesa Coralie Fargeat, es un relato de terror físico centrado en una veterana diva de la TV (Demi Moore) que es despedida del programa de ejercicios matutinos que conduce por su edad, con la intención de ser reemplazada por una mujer más joven. Y lo que ella hace es meterse en el cuerpo una “sustancia” que le permite ser ella misma esa otra mujer, interpretada por la veinteañera Margaret Qualley. Las cosas no saldrán, previsiblemente, del todo bien y la película terminará convirtiéndose en un relato de terror puro y duro, con sangre salpicando la pantalla y otras salvajadas que mejor no adelantar.
Si “The Substance” puede categorizarse como una película de terror, “Anora”, de Sean Baker, es una comedia muy divertida, otra rareza en una competencia festivalera. Protagonizada por Mikey Madison, es una versión más realista y sucia de tramas como la de “Mujer bonita”. Acá, una stripper y prostituta conoce al hijo de un billonario ruso, él la contrata “en exclusiva” por unas semanas en su mansión, terminan casándose en Las Vegas y luego, cuando se enteran los padres del chico, se acaba la fantasía y empiezan los verdaderos problemas. Dirigida por el realizador de “The Florida Project”, “Anora” es una película de acción cómica por momentos disparatada en la que matones rusos y strippers neoyorquinas se enfrentan en una contienda para el recuerdo.
Los bichos raros
“Emilia Pérez”, de Jacques Audiard, es otro “bicho raro” en la competición: un musical sobre narcotraficantes mexicanos que cambian de sexo, femicidios y violencia de género en la que actúan Selena Gómez y Zoe Saldaña, entre otros. Todo es extraño aquí: desde la absurda idea hasta lo que va sucediendo a lo largo de una trama que tiene mucho de telenovela. Pese a lo ridículo que por momentos parece la propuesta, muchas cosas funcionan bien: es arriesgada, divertida, por momentos muy intensa. La película es más complicada de aceptar, si se quiere, ideológicamente, pero aquí nadie parece haberla pensado desde ese lugar y fue muy aplaudida tras sus funciones.
“The Apprentice”, de Ali Abbasi, es una película sobre Donald Trump, pero no una centrada en el reality show que condujo y que lo hizo aún más famoso de lo que ya era antes de ser presidente. Es un film sobre Trump como aprendiz, una biografía del ex presidente norteamericano cuando era un joven empresario en problemas, en los años ‘70, y necesitó de la ayuda del nefasto abogado conservador Roy Cohn (peso pesado del gobierno durante el “macartismo”) para empezar a triunfar en el negocio inmobiliario. Con Sebastian Stan (el “Soldado de invierno” del universo Marvel) y Jeremy Strong (“Succession”) en los roles principales, es la historia de cómo un hombre va transformándose de a poco en un monstruo cruel incapaz de reconocer siquiera a los que lo ayudaron a triunfar. Cualquier semejanza con otros presidentes no es casual…
“Limónov”, del ruso Kirill Serebrennikov, también utiliza un espíritu rockero, casi punk, para contar la historia del controvertido escritor soviético Edouard Limonov (Ben Whishaw), centrándose especialmente en los años ‘70 en los que vivió en Nueva York y se comportó como una especie de Sid Vicious de la literatura del este de Europa. La película basada en la novela de Emmanuel Carrere sobre la vida real de Limónov puede ser en extremo liviana y hasta amable con un sujeto que terminó convertido en una suerte de neonazi, pero en su espíritu pop deja en claro que aún las historias de este tipo llegan a la pantalla en formatos narrativos entretenidos y, dentro de sus posibilidades, bastante comerciales.
Películas accesibles
Otras películas “accesibles” de esta competencia fueron “Kinds of Kindness”, de Yorgos Lanthimos; “Bird”, de Andrea Arnold y, a su modo, “Megalópolis”, de Francis Ford Coppola, las tres ya comentadas en una anterior entrega. Fuera de esos formatos quedan, pese a las tendencias actuales, algunas películas que funcionan al margen de esa lógica, films que son fieles a la forma de entender el cine de sus realizadores, a quienes el tema de la accesibilidad comercial los tiene, por suerte, sin cuidado. Dentro de esas películas, que tendían a ser mayoría en los grandes festivales y ahora son las menos, se destacan acá tres: “Grand Tour”, del portugués Miguel Gomes; “Caught By the Tides”, del chino Jia Zhangke y “All We Imagine As Light”, de la india Payal Kapadia.
La primera es una inventiva mezcla entre documental y ficción en la que un viajero británico se pierde en el sudeste asiático en 1918 en una misión supuestamente de espionaje y es buscado luego por su novia, quien intenta seguir sus pasos tratando de encontrarlo en un recorrido que pasa por Birmania, Vietnam, Tailandia, Filipinas, Japón y China, entre otros países de esa fascinante región del mundo. Mezclando la trama ficcional recreada en estudios con escenas actuales filmadas en esos lugares, la película del realizador de “Tabú” es una ambiciosa y compleja fantasía centrada en los misterios, los viajes, las aventuras y el poder de la ficción.
Bastante similar en lo que respecta a la mezcla de documental y ficción, la película de Jia Zhangke utiliza materiales de films previos del realizador chino para dos de sus tres partes y le agrega una última, filmada específicamente para la ocasión, que transcurre en el presente pospandémico. La película cuenta la historia de un hombre y una mujer que se encuentran y desencuentran a través de una China que va cambiando a lo largo de los últimos 25 años hasta tornarse casi irreconocible.
Por último y más allá de consideraciones autorales y/o comerciales, el veterano David Cronenberg trajo su última película, “The Shrouds”, una experiencia de terror psicológico centrada en un hombre que instala un complejo sistema de cámaras dentro de la tumba de su mujer fallecida para observarla mientras se descompone con el paso del tiempo. Este macabro punto de partida luego deriva hacia una trama de suspenso internacional, pero el director de “La mosca” funciona por fuera de los debates sobre cine de autor o cine “para público”. Su película es de género y su trama es relativamente accesible, pero al verla en toda su oscura e inquietante dimensión uno nota que el octogenario realizador canadiense no piensa en esos términos. Hace el cine que quiere o el que se le aparece en sus más tenebrosas pesadillas.