El temerario capitán Cook fue el primer occidental que describió aquellas asombrosas caminatas acuáticas que practicaban los nativos de Hawai. «Es sobrenatural, flotan con maderas como custodiados por Dios”, tatuó el marino en su diario personal a finales del siglo XVIII. Más atrás en el tiempo, los relatos y canciones populares de las islas del Pacífico ya hablaban de las aventuras que realizaban atrevidos guerreros sobre olas pantagruélicas y mareas agitadas. Los nativos llamaban he e’nalu (antecesor del anglosajón surf) a ese deporte que practicaba la aristocracia isleña, para demostrar su status y bravura. Porque en Hawai, todo parecía girar (mejor dicho deslizarse) en torno del milenario arte de montar los bravos picos oceánicos. Si hasta el sistema de castas aseguraba los privilegios a la realeza surfera, cuando demostraban su valentía y temeridad al volar sobre las olas. Pero después de la prohibición impuesta por los misioneros protestantes de Nueva Inglaterra, cuando llegaron a «modernizar» las islas, allá por el siglo XIX, el deporte de los reyes parecía destinado a la extinción. Sólo algunos rebeldes nativos siguieron practicando el rito en la clandestinidad de las exuberantes playas de la famosa isla de Oahu. El más famoso de aquellos guerrilleros de las tablas fue el mítico David Kalakaua, último rey de Hawai.
Más allá de la resistencia cultural que guardaba el deporte para los nativos, para principios del siglo XX, los hombres de cabelleras platinadas que venían de la vecina Costa Oeste norteamericana comenzaron a interesarse en el arte de deslizarse sobre las olas. Entonces, el milenario he e’nalu dejó espacio al surf, el Beach Boys of Waikiki (primer club de olas del planeta) le ganó la pulseada al linaje polinesio y la sofisticación en el diseño de las tablas dejó en el olvido los rústicos olos (troncos) de madera de koa.
Para la agitada década del ’60, la práctica del surf se había extendido por las principales playas del planeta y toda una novedosa subcultura ligada al deporte había parido excéntricos personajes. Música, películas y modas que trascendieron las playas hawaianas y californianas y que, en muchos casos, terminaron fundiéndose con la naciente contracultura. Bien cerca de las figuras arquetípicas del mundo surf sesentero (el legendario surfer Bob Simons o Brian Wilson de los Beach Boys son los casos emblemáticos), el mito de un verdadero domador de océanos llamado Bunker Spreckels ha sobrevivido a las mareas del olvido. Porque en sus cortos 27 años de vida, Spreckels hizo cuerpo (cruzando todos los límites imaginables) de esa sensación adrenalínica que regala flotar sobre las olas más peligrosas del planeta.
Campeón de surf, diseñador de las primeras tablas cortas y nene aristócrata devenido en hippie hawaiano, Bunker heredó una fortuna millonaria, fue hijastro de Clark Gable y pasó buena parte de la década del ’70 en un rally psicodélico por todo el planeta. Bunker Spreckels: Surfing’s Divine Prince of Decadence es la biografía visual que redime la vida de esta verdadera divinidad del deporte de los reyes. Hace unos años, el fotógrafo Art Brewer (editor de la histórica Surfer Magazine) y el periodista Craig Stecyk (autor de los documentales Dogtown y Z-Boys) reunieron en un libro más de un centenar de fotos y entrevistas para intentar descifrar la meteórica carrera de este dandy de las playas. Esta es su historia.
Lo que Bunker se llevó
La historia cuenta que Adolph Bunker Spreckels III era californiano, rubio y musculoso. Típico chico surfer de la década del ’60. ¿Su árbol genealógico? Una extraña mezcla de genes que se remontan a un excéntrico barón de Hannover llamado Klaus von Spreckelsen. El tal Klaus hizo fortuna cuando emigró en el siglo XIX a la desolada California para hacerse la América; se dedicó a negocios ultramarinos en Nueva York y luego a la cerveza en la Costa Oeste. Años después, Klaus acabó siendo Claus y se convirtió en magnate de la industria azucarera. Sus últimos años decidió pasarlos en las playas de Hawai. Allí intimó con David Kalakaua, aquel legendario guerrillero de las tablas, y allí también descubrió el surf.
El padre de Bunker –al que casi no conoció– fue un vividor y fiel representante del espíritu aloha del cine de Elvis (cuenta la leyenda que dilapidó 50 millones de dólares en un abrir y cerrar de ojos). «Si leo mi diario familiar, veo la palabra corrupción. Corrupción. Sobornos con opio. Regalos al rey», explica Bunker en una de las entrevistas recuperadas en el libro. ¿Algo más? Sí, su madre, la blonda Kay Spreckles, se casó a mitad de los años ‘50 con el hombre que marcó a fuego el futuro salvaje de Bunker. Clark Gable fue quien ocupó el rol de papá en la vida del joven Spreckles. Clark le enseñó las cosas de la vida que no le contó su verdadero padre; le habló de la banalidad de Hollywood, de los placeres del sexo; le inculcó el gusto por la lectura, las armas, los cuchillos y las artes marciales. «El me enseñó a disparar. A usar diferentes armas, cuchillos y el diccionario, ese tipo de cosas. Era bueno para hablar sobre mujeres y limpieza personal. Cuando murió estuve triste un rato; un día o algo así», recordaba Bunker.
Vida acomodada y sin sobresaltos la del joven Bunker. Nene bien, deportista sobresaliente y alumno brillante de prepa yanqui. «Mi familia quería que fuera a la academia militar de Saint John. Y fui. Una pesadilla. Yo deseaba ir a Vietnam, volar en misiones allí, pero me aparté del propósito», contaba Bunker en una entrevista, mientras secaba los roñosos trapitos familiares bajo el cálido sol de Honolulu. Quizá tuvo suerte, en una de esas terminaba surfeando en alguna playa de Camboya, como los soldaditos de Apocalypse Now!
Hasta los 18, la vida de Bunker fluía por los carriles del mandato familiar. La carrera diplomática o las bolsas de valores del mundo se veían en su futuro horizonte hasta que el enfant terrible despertó y dijo basta. «El tipo de vida que comencé a tener en Hollywood me cambió. Actividades típicas de la juventud americana: surfear y coger. Quedé cautivado por la cultura de los ’60; salía con Miss Teen California, nos divertíamos con pequeños viajes. Empecé a practicar una filosofía anarquista de la vida», contaba Bunker. Una instantánea tomada por Brewer a fines de los ’60 muestra el temple altivo de un Bunker adolescente, de mirada perdida mientras el sol se derrumba en el océano. Un nuevo mundo resplandeciente, dorado y esplendoroso se dibujaba en su horizonte. Esta vez, el que elegía era él.
Surfing USA
Llegó el hastío adolescente y Bunker decidió mutar. Desechó la comodidad familiar y se hizo hippie en las playas del Pacífico. Volar sobre los picos agitados de North Shore, Sunset Beach y el Pipeline fue la fórmula para escapar del tedio. Empezó a ganarse la vida fabricando novedosas tablas. Con genuino aire zen trabajaba las milenarias maderas de wiliwili, hau, gava y ulu. Cranear el diseño metafísico de los deslizadores lo transformó en un pope artesano. «Las tablas deben ser cortas y gruesas, para captar la auténtica energía de las olas. Me gusta llevarlas al océano o al río y observar cómo flotan, cómo se mueven sin nada encima», decía a quien quisiera saber cómo las hacía. Mal no le fue: sus tablas llegaron a costar más de 10 mil dólares en subastas.
Pero además, Bunker se transformó en una divinidad para los nativos de las legendarias islas Sandwich. Era la reencarnación del mítico Kalakaua. «Cabalgar las olas limpia el cuerpo, y si se hace entregado, también el espíritu», decía Bunker cuando lo interrogaban sobre la adrenalínica sensación que le regalaban las monumentales olas verticales de Hawai. Decía disfrutar provocando a los bravos dioses del océano. Los retaba cada vez que se erguía sobre su tabla y volaba a la velocidad del tigre. El surf era todo para él; su tabla era la vida, el sostén que le transmitía los saberes de las corrientes y los vientos, el poder y la temeridad por el riesgo y la aventura. «Fui libre únicamente en el agua. Pero al poco tiempo me di cuenta de que eso no significaba ser una buena persona, cualquier surfista puede ser también un idiota», explicaba a principios de los ’70.
Eran tiempos de flower power y psicodelia contracultural los que disfrutó el joven Bunker en las playas. «El surf es lo mejor que se puede hacer cuando se toma una dosis de ácido. Te lleva a un verdadero infierno, mucho mejor que sentarse en una habitación con alguien que te mira y cree leer tu mente. Creo que las psicodélicas son las únicas drogas que realmente te permiten navegar en otro nivel: setas, mescalina, psilocybin. Las demás drogas son como anestesia. Te dejan entumecido, cerrás los sentidos y no se pueden sentir las corrientes que están pasando a tu alrededor». Pero en esos días lisérgicos donde el otro lado de las puertas de la percepción era musicalizado por los alaridos de un dios lagarto llamado Morrison, lo embarcaron en un huracán de fiesta, rock, marihuana y LSD. ¿Y su familia? Espantada por los amigos y la nueva vida del niño Bunker. Pero más aterrados estaban ante la inminente herencia que iba a recibir como presente para sus 21 años: 50 millones de dólares. Hicieron lo que pudieron: pagaban psiquiatras que lo sacaban de las fiestas en las playas o de las casas comunitarias que Bunker compartía. Resultados: cero. Bunker había elegido su camino, y la herencia era una ayudita extra para pasarla mejor. Su instinto lo empujaba a seguir buscando la ola de su vida.
El jugador
Cuentan que un par de días después de cumplir los 21 años, Bunker se apareció en ojotas en el banco y, ante la atónita mirada del gerente, retiró millones en efectivo. «Hice algunas inversiones y el resto lo llevé en un camión de caudales a mi cueva. Mi lugar secreto, donde guardo los tesoros que no quiero compartir con los demás. Desde entonces, mi vida no cambió demasiado, creo que comencé a comer un poco mejor. Pero también aparecieron nuevos amigos y libertad para viajar; y eso se lo debo al sucio dinero de la herencia», explicó Spreckels en una de sus últimas entrevistas.
Dinero, maldito dinero que le hizo perder la cabeza: engordó algunos kilos y emprendió una fuga alocada hacia lo desconocido. París, Londres, California y Sudáfrica se convirtieron en las paradas obligadas de un rally de fiestas y recitales psicodélicos. El surfer hippie se transformó en The Player, como le gustaba ser conocido en el ambiente cool de los ’70. Bunker creó un verdadero alter ego que combinaba la sensualidad de Elvis y el misterio de Bruce Lee: los paparazzi hacían cola para retratar sus alocadas noches. El nuevo Bunker era un hombre estrafalario y excesivo que montaba escándalo donde estuviera y aparecía en las principales revistas. Hasta hizo de su propia vida un espectáculo público, contratando a sus propios camarógrafos y fotógrafos para que lo siguieran por el mundo dando testimonio de sus locuras. Algunos de esos experimentos pueden verse en el documental Bunker 77. “Una noche recibí un llamado de Bunker. Me propuso retratarlo durante sus corridas por el planeta. El viaje se extendió por más de cuatro meses. La única condición era aguantarle el ritmo”, recuerda el fotógrafo Brewer.
¿Mujeres? “Se puede vivir feliz con una mujer, siempre y cuando no sea la misma”, escribió el trágico Sófocles en el siglo IV a.C. No hay indicios verosímiles de que Bunker haya sido experto en la obra del autor de Antígona, pero el verdadero significado de la frase lo practicó con fe ciega. “Solía coger mucho. Aún lo hago. Me tiré a 64 chicas en una semana. Fue una cuestión de ego”, relató en su última entrevista. ¿Amores? Sólo uno, las demás no tuvieron nombre. Su femme fatale se llamaba Ellie. Chica sixtie al estilo Warhol. Rubia, sensual y provocativa con sus botas altas y abrigos de piel que ostentaban el sueño americano de los ’70. En las fotos se los puede ver bellos, jóvenes y exitosos, la pareja perfecta. Pero Bunker lo arruinó. Otra dama, letal y peligrosa, entró abruptamente en su vida. Una heroína que lo hizo caer duro y seco de la cresta de una ola monumental.
Para sus 27 años (edad paradigmática si las hay), Bunker decidió dejar el surf y soñaba con ser estrella de rock. Quería protagonizar películas de Andy Warhol, Nicolas Roeg, Stanley Kubrick y Kenneth Anger. Pero hasta ahí llegó: los picos de heroína eran los únicos que surfeaba en sus últimos días. “Soy un verdadero showman. Quiero explorar nuevos caminos, nuevos océanos. Probar lo que le aterra a la gente común”, dijo Bunker en su última entrevista, en 1977. Y lo hizo, un mes después: el dandy surfer dejaba trunco su sueño. Una sobredosis lo hundió para siempre en el mar del olvido. Y la marea escupió otro cadáver joven y lindo.