A las ocho de la mañana del 14 de septiembre de 1976, un Rastrojero celeste y un Peugeot 504 amarillo permanecían estacionados sobre la calle Paraná, de Olivos, a 30 metros de la avenida Maipú. Sus ocupantes –dos por vehículo y todos “enfierrados”– no se movían de las cabinas.
Eran militantes montoneros. Y ese lugar era el punto de encuentro para una acción armada. Debía llegar alguien más.
La calle estaba desierta, demasiado desierta. Y el silencio enrarecía esa quietud. Hasta que, de pronto, se desató el infierno: desde las esquinas, desde los árboles, desde los autos estacionados, incontables siluetas comenzaron a gatillar al unísono. Los cuatro murieron acribillados por los primeros disparos. Se trataba de Miguel Lizaso, Cristián Caretti, Sergio Gass y un muchacho que se hacía llamar “Ramón”.
Aquella cita estaba “cantada”.
La sinfonía de balazos llegó con nitidez a sus oídos. Ella se encontraba escondida en el jardín de una casa, detrás de un ligustro, a una cuadra y media del sitio de la matanza. Era la persona que faltaba. Y temblaba como una hoja.
Había bajado de un colectivo en la avenida Maipú poco antes de la hora establecida. En aquel instante advirtió el dispositivo de la celada. Y sin variar el ritmo de sus pasos, enfiló hacia la dirección opuesta hasta quedar fuera del campo visual de los represores. Entonces se echó a correr. Y, finalmente, saltó la cerca de un chalet para zambullirse en el pasto.
Segundos más tarde, “Cali” –tal era apodo– oyó los primeros disparos.
Casi medio siglo después, en el Salón Azul del Senado, la vicepresidenta Victoria Villarruel pronunció un emotivo discurso en el que bregaba por la reapertura de las causas judiciales contra la “subversión” setentista. Y dijo:
–Todos los montoneros tienen que estar presos por haber ensangrentado a nuestra Nación.
¿Acaso su anhelo también incluye a la tal Cali?
Difícil; ella no es otra que Patricia Bullrich, la ministra de Seguridad del régimen “libertario” y, como tal, tiene en sus manos la conducción política de las cuatro fuerzas policiales con jurisdicción federal. Vueltas de la vida.
Ya se sabe que su última salvajada –durante la manifestación en repudio al veto presidencial a la movilidad jubilatoria debatido el miércoles pasado en la Cámara de Diputados– fue el ataque con gases tóxicos a una niña de diez años, perpetrado por los uniformados a sus órdenes.
Semejante acto fue precedido por otras dos hazañas “civilizatorias”: el apaleamiento de jubilados, también en las inmediaciones del Congreso, el 28 de agosto y el 4 de septiembre, televisados por todas las señales de noticias al mundo entero.
De modo que, en la Argentina del presente, los ancianos y los niños se han convertido en los blancos preferenciales del disciplinamiento policial.
¿Acaso se trata de un –diríase– homenaje a la última dictadura, cuando un vasto sector de la población la toleraba como si fuera un gobierno más?
Porque, por encima de la bestial criminalidad de Bullrich y sus mastines antropomorfos, no pasa desapercibida la naturalización de tales episodios en el espíritu público.
De hecho, ante la estremecedora imagen del rostro aterrorizado, lloroso y dolorido de la niña Fabrizia, la fingida indignación de los argentinos de bien apuntaba hacia la “irresponsabilidad” de su mamá por haberla llevado a una marcha, en consonancia con la interpretación oficial del episodio, estampado por la propia Bullrich en X (antes Twitter) y repetido como un mantra por los periodistas amigos.
Pero ellos, por cierto, se enojaron mucho, tras difundir de “buena fe” un video pixelado y borroso de incidentes ocurridos en otra movilización, con el propósito de instalar la falacia de la ajenidad policial en este asunto. Resulta que la “fake” en cuestión fue enviada a TN y La Nación+ por el mismísimo jefe de la Policía Federal, Luis Alejandro Rolle, y el vocero ministerial Carlos Cortez, refrendado luego, en los pisos de esos canales, por la subsecretaria de Seguridad, Alejandra Monteoliva, sin un ápice de pudor ni amor propio.
El remate del papelón corrió por cuenta de la ministra –cuyo principal enemigo es el lenguaje–, al trabucarse con las palabras mientras se deshacía en explicaciones, durante una comunicación telefónica con el periodista Eduardo Feinmann, transmitida en vivo.
El remedio fue peor que la enfermedad.
No obstante, el burdo intento de desdibujar lo ocurrido encrespó a esos periodistas y a la opinión pública más que el hecho en sí. Ya no se trataba de la pibita martirizada sino del embuste a la parte sana de la sociedad. Notable.
Desde una óptica totalizadora, la represión callejera del gobierno de La Libertad Avanza (LLA) está estructurada en torno a una aterradora sencillez: cuando se trata de manifestaciones pequeñas, el gaseo y los palazos no tardan en aflorar; cuando se trata de manifestaciones multitudinarias, cuya afluencia imposibilita el ataque inmediato a sus concurrentes, el accionar de los esbirros estalla durante la desconcentración, ya a varias cuadras de su epicentro y, por regla general, sobre personas que asistieron de manera independiente. Se trata de un terrorismo estatal de baja intensidad, sin que aún las organizaciones del campo popular dispusieran las correspondientes medidas de autodefensa.
Quiso la Divina Providencia que, mientras se desarrollaba la represión en la plaza del Congreso, muriera en Perú el expresidente Alberto Fujimori.
¿Acaso fue una señal de las Fuerzas del Cielo?
Porque el tipo, elegido por las urnas, terminó preso en 2007 por delitos de lesa humanidad, siendo indultado 17 años después, poco antes de comenzar sus primeras lecciones de arpa.
Si algo enseña la Historia es que las violaciones a los Derechos Humanos no suelen resultar gratuitas para sus hacedores.
¿De qué modo se asimilará en el futuro la sistematización de canalladas, como los ataques a ancianos y niños, cuyos mandantes –Bullrich, Monteoliva, Rolle y muchos otros– se justifican alegremente de ello por televisión.
¿Y sus ejecutores materiales?
No por nada, en la actualidad, los integrantes de las Fuerzas Armadas se niegan a intervenir en conflictos internos. Ellos aprendieron en carne propia que serán los primeros en terminar presos, algo que también deberían tomar en cuenta los policías, gendarmes y prefectos, porque sus cascos no bastan para encubrirles la identidad.
Los expedientes judiciales tampoco (pese a sus propósitos inmediatos). Al respecto, tomemos por caso el que instruyó la jueza federal María Servini sobre los incidentes del 12 de junio. Porque, tal vez, en los tiempos venideros, sus fojas sean una Biblia en la materia. Pero no por las indagatorias a los 32 ciudadanos detenidos ese día (ni por su valoración para acreditar o desmerecer los delitos que se les imputaba) sino por los testimonios del personal policial.
Los uniformados (todos con sus respectivos nombres, grados y fuerzas a las que pertenecen) desfilaron durante horas ante la magistrada y, en tren de deslizar su ajenidad a las acciones represivas más atroces, se acusaban entre sí, identificando a los autores de cada arresto, describiendo cada golpiza, además de explayarse sobre todas las órdenes que recibían de Bullrich y sus secuaces desde la Sala de Situación que centralizaba la faena. En definitiva, un relato coral que reconstruye al detalle esa coreografía del horror, aunque el objeto de dicha pesquisa no fuera su propia conducta.
Pero, claro, sólo por el momento. «