San Cayetano tiene su calle (queda en Liniers) y sabe que la calle está más que dura y la desigualdad peor que nunca.
San Cayetano fue un santo varón que entre los siglos XV y XVI renunció a sus riquezas familiares y personales, que eran cuantiosas, se ordenó como sacerdote y colocó su fortuna a disposición de los pobres: creó el Banco del Monte de la Piedad, como una manera de protección contra la usura.
Nacido en Vicenza como Cayetano de Thiene, honró a su apellido poniéndose a disposición del que menos tiene. Esta semana miles (¿o millones?) de personas volvieron a pasarle un santo crucial: queremos pan y trabajo. Aun los que comemos todos los días y seguimos teniendo trabajo, también lo convocamos en nuestras oraciones laicas. Ayudanos a conservar nuestros trabajos, le pedimos, que es igual a decirle que nos ayude a proteger nuestra dignidad y que nos permita alimentarnos con ese pan que tu jefe (el de arriba) te enseñó a amasar y a multiplicar. Olvidate de mí, si te parece, pero no dejes de darles respuestas a las súplicas de los miles de despedidos que más temprano que tarde se convierten en desalentados, desesperanzados, desinflados, desposeídos, desdentados.
Eso le ruegan a San Cayetano y le preguntan: Santo, ¿es que queda algo si no la fe?
Te preguntarás, bienaventurado, ¿a santo de qué aparece este rusito a atosigarte con tantos pedidos? Tal vez porque te conozco, porque escuché hablar de vos o porque en mi casa estás detrás de la puerta de entrada, alerta en estampita y cada tanto te acaricio como para que no me olvides. Sé que uno de los principales temores de estos tiempos aciagos es quedarse sin trabajo. Pero también están los que se quedaron sin techo y pasaron este invierno fiero en la calle. Y ni hablar de los que se quedaron con poco, o nada. En nombre de esos desheredados que les prenden velas a todos los santos, virtuoso Cayeta, es que te ruego sin saber rogar: ofrecenos una mano o, mejor, danos las dos, sacanos la soga de alrededor del cuello, arrojanos un salvavidas. Eso, santito: reponeles el trabajo a los que se los quitaron (por ejemplo, a mis colegas, compañeros y amigos de Télam y de Radio del Plata).
A aquellos que quedaron sin puesto y con lo puesto pero también ayudanos a todos a recuperar otros importantes bienes perdidos, como la fe, porque, vos bien sabés, que en algo hay que creer. ¿A quién sino a vos le pedimos imposibles?: hacé que rebajen nuestras deudas y que, pensando en nuestros hijos y en los hijos de sus hijos, podamos hacerles un pagadiós a nuestros acreedores más brutales. A ver si podés que nos dejen de cercar con macanas como la pesada herencia, la globalización, la crisis de la economía mundial y unas tormentas pasajeras que nos meten en el pozo de las peores e interminables incertidumbres y temores.
Santísimo: te pedimos que nos mandes una señal, una luz aunque sea tenue pero que nos permita pensar que este túnel tiene algún final.
Y hablando de luz (o, si preferís, de gas), seguro que te contaron que a la lista de todos nuestros miedos últimamente le sumamos el de las facturas de servicios, tan elevadas como inexplicables. Eso: ayudanos a concentrarnos en cuidar lo poco que nos queda pero retanos si, de pronto, nos da por mirar para otro lado o si bajamos demasiado los brazos.
Ah, y como si todo lo anterior fuera poco, enseñanos con cariño y con piedad a ser buenos pobres, justo a nosotros que supimos ser los europeos de Latinoamérica, la gran esperanza blanca, el granero del mundo.
Hermano: aquí la corto. Disculpá que me haya metido y muchas gracias por escucharme. «