Volvamos a Marcelo Bielsa. Pero no al momento de la explosión, al que ya vamos a llegar, sino a un episodio previo. A cuando en otra conferencia de prensa, antes del partido con Brasil, el entrenador de Uruguay respondió al recuerdo sobre la final de la Copa Libertadores 1992 entre el Newell’s que él dirigía y San Pablo, el equipo de Telé Santana. Bielsa miró con firmeza y con interés a su interlocutor, en algún momento hasta con una sonrisa nostálgica, cuando le dijo que ese sí era otro fútbol, y entonces siguió empujado por lo que se propuso decir: que el fútbol sudamericano había cambiado, que ya no era el mismo, que el fútbol era propiedad popular pero que las clases populares ya no lo tenían.

“¿Por qué es propiedad popular? Porque los pobres tienen muy poca capacidad de acceso a la felicidad, porque no disponen de dinero para comprar felicidad. Entonces, el fútbol, como es gratuito, es de origen popular. Entonces ese fútbol, que es una de las pocas cosas que horizontalmente los más pobres mantienen, ya no la tienen más”, dijo Bielsa en un punto que resulta nodal para entender la Copa América que pasó -que, por supuesto, fue alegría popular para los argentinos- y quedó desnuda con esa final caótica, una hora y media demorada, con los campos de juego destrozados y de medidas mínimas, y siempre con la imagen de Alejandro Domínguez, el presidente de Conmebol, bien tomada, en el momento justo.

Pero de toda esa respuesta lo que me interesa es otra parte, menos difundida. Bielsa advirtió en un momento algo que finalmente pasó: “Qué lástima que lo tenga que decir yo, que me va a traer nada más que críticas”. Y fue lo que ocurrió. Le empezaron a contarle a Bielsa hasta cuánto ganaba. Periodistas que no suelen preocuparse ni siquiera por las paritarias en sus lugares de trabajo -en general, son ajenos a todo conflicto gremial que incomode a sus patrones- hasta se mostraron solidarios con el colega que había sido interpelado. 

Por supuesto que también estuvieron, como siempre, quienes lo discuten con argumentos, con ideas genuinas, siempre válidas. Y por supuesto también que en la generalización Bielsa pudo ser injusto. Pero, al final, se trató de un protagonista al que se le preguntó, del qué se esperó una respuesta, y que la dio sin esquivar nada. 

Por fuera del fondo del asunto (de quién es el fútbol), ese fue un punto clave de lo que dijo Bielsa, que fue esto y al que se puso poca atención: “Porque cada vez que hay un episodio central significativo del fútbol del mundo, el poder difunde un montón de mentiras. Y después los encargados de la difusión, en vez de investigar y desenmascarar la mentira, comprometen a los hombres públicos: Scaloni, Vinicius, etcétera, etcétera… Los usan no para desenmascarar la verdad, sino para polemizar a través de ellos. ¿Qué deberíamos hacer nosotros? Contestar con evasivas. ¿Me entiende? Que es lo que han conseguido, vio que ya nadie opina. Todo el mundo contesta con evasivas. Bueno, gracias…”.

Siempre queremos que hablen los de adentro, los que juegan, los entrenadores, que sienten posición, que denuncien alguna injusticia, que sean como Diego Maradona. Nos interesa, lo buscamos. Y en general sucede lo que dice Bielsa: nadie opina. Por eso (y acá llego a su momento que quedará en la mitología de las conferencias de prensa, pero sacándola un rato del foco) cuando alguien habla como Bielsa habló de la Copa América, de sus canchas, de sus jugadores uruguayos defendiendo a las familias, de la organización, de Estados Unidos, y hasta del FIFAGate, un caso en el que no recuerdo que haya intervenido públicamente algún futbolista o técnico, todo suena como si se derrumbara un edificio. (A propósito: si Bielsa dijo que el mayor escándalo de corrupción en el deporte fue producto de que Estados Unidos se sintió atacado en sus intereses sospecho, y sólo es una sospecha, que vio el documental FIFAGate, por el bien del fútbol, de Ezequiel Fernández Moores, una producción de las televisiones públicas de Argentina y México).

El protagonista en el fútbol pone dos veces en juego su palabra. Cuando la dice y cuando sale a la cancha. Y siempre será leído dependiendo de si gana o si pierde. Si pierde, su palabra tendrá otro peso. El triunfo, en todo caso, la hará más liviana o, mejor, la revalorizará. Si pierde, será castigado. Hay otra variante, la derrota previa para minimizar el fondo del asunto, como se escuchó después de su conferencia de prensa: “Lo dice ahora porque perdió”. Y además de todo, la Conmebol le abrirá un expediente.

Por supuesto que hablar, opinar, viene con un costo. Sobre todo si se opina contra el poder. Y a la vez: claro que la discusión posterior es válida. Ninguna palabra es sagrada. Por discusión digo debate. Porque acá de lo que hablo es del ataque, de la cita canchera en Twitter, de la violencia en redes sociales, no siempre ejercida por anónimos sino muchísimas veces por sujetos conocidos y con poder, y ahí está el ejemplo presidencial. Esa violencia que conocieron los jugadores franceses, entre ellos Kylian Mbappé, que se pronunciaron contra la ultraderecha en las elecciones de su país (y que luego celebraron la derrota de Marine Le Pen), mucho más después de que perdieran con España en las semifinales de la Eurocopa.

Hablar puede significar una derrota doble. Aún así, ojalá haya más de los que hablan, los que no son prescindentes. Pero también hay que saber lo que viene detrás. Igual, lo que vino detrás de Bielsa, fue la consumación de su verdad en el desastre de la final: la Copa América que comenzó con la prédica de un pastor evangelista terminó con la peor organización que se recuerde. Y aún así, ya sabemos, el fútbol volverá pronto a Estados Unidos.