El establishment lo exigió y el presidente obedeció. Ahora, los números crudos ponen a todos en estado de alerta. Semanas después de declarada la pandemia de coronavirus, en marzo de 2020, con Donald Trump todavía al frente del gobierno de Estados Unidos, la Casa Blanca dispuso la entrega de un bono extraordinario para ayudar a la supervivencia de millones de norteamericanos que estaban al límite de la indigencia. Los “planeros”, dirían las almas sensibles de estas pampas. En aquel momento se acordó un refuerzo de 95 dólares mensuales para cada trabajador en crisis, lo que se llamó oficialmente “un apoyo de emergencia para el Programa de Asistencia Nutricional Suplementario”, el SNAP en inglés. El gobierno de Joe Biden anunció, ahora, que desde este mes desaparece la bonificación.
El Center on Budget and Policy Priorities, un grupo de expertos que analiza el impacto de las políticas presupuestarias, advirtió a Biden que llegó el momento de abrir el paraguas. En estos casi tres años de asistencia solidaria estatal quedó mensurado que los más de 42,5 millones de hogares beneficiados destinó 30% de sus ingresos totales al gasto en alimentos, que al menos 26,5 millones de los llamados jefes de familia tiene dos empleos para llevar su presupuesto diario y que, aun así, no llega a cubrir sus gastos de alquiler y, lo que es más grave, sus necesidades en alimentación. Además, desde que se estableció la emergencia el índice inflacionario ha ido en alza, y aunque en febrero cayó al 6,5%, sigue siendo más alto que el registrado cuando se desató el coronavirus.
La prestigiosa encuestadora Gallup señaló en febrero que para el 54% de la población su situación es peor que en 2022. Ello supone un récord desde la Gran Recesión de 2008/2009, generada por un cuadro similar al actual, con la crisis bancaria que se inició en Silicon Valley y arrastra ya a las más grandes instituciones financieras de Europa occidental, con Suiza y Alemania a la cabeza. En un contexto en el que los trabajadores crean que no podrán seguir pagando el alquiler y comprando la comida (ver aparte), el faro capitalista global muestra grandes baches. Como que, por ejemplo, mientras hay quienes temen al hambre y al desalojo, la American For Tax Fairness haya dicho que, desde el inicio del coronavirus, los 651 multimillonarios del país han acrecentado un 36% su riqueza.
“Esta medida no vino acompañada de un estudio previo o de una ronda de consultas con las organizaciones que trabajan en el territorio, con las familias y con las personas en situación crítica”, se reveló indignada la directora de políticas públicas del SNAP, Dottie Rosenbaum. “Se va a notar seriamente, estamos hablando de unos 4.000 millones de dólares mensuales que se destinaban básicamente a la provisión de alimentos. Son 4.000 millones que ya no estarán girando, porque a la baja de la calidad alimentaria de esos 42 millones de personas que son castigadas con la quita hay que pensar fríamente también y ver cómo golpeará eso en el mercado interno. Son miles de pequeños almacenes –dijo– a los que no ingresará una masa de dinero que ha sido vital para ellos en medio de la crisis”.
Hasta noviembre del año pasado el SNAP tenía vigencia en los 50 estados de la Unión, y junto a los 95 dólares de los planes hubo otras ayudas significativas en materia de salud y apoyo a estudiantes universitarios. Desde entonces, todo fue cesando en 18 estados. Propel, una compañía de software que ofrece una aplicación para verificar los saldos de beneficios del SNAP, hizo un relato descarnado de la realidad que viven ahora los ex beneficiarios de los planes en esos 18 estados. “Quienes habitan allí –dijo la directora de Propel– reportan índices más altos de saltearse comidas, comer menos, depender de otros para comer”. Urban Institute, un think tank de Washington, redondeó: “Los planes –citó– alejaron a mucha gente de la pobreza, en realidad, redujeron la pobreza total en un 10% y la pobreza infantil en 14%”. Para Feeding America, una red nacional de 200 bancos de alimentos y 60.000 ollas populares, “con esta medida que acaba de tomar el gobierno estamos pasando de una crisis pandémica a una crisis de hambre”.
Pese a todo, Estados Unidos sigue estando en la mira de los desarrapados. Así como el Mediterráneo se traga día tras día a los migrantes expulsados de sus patrias por las guerras y el hambre, los centroamericanos siguen siendo carne de cañón en la frontera que separa a las tierras usurpadas a México de las tierras que México conservó. El 9 de marzo, en las costas de San Diego, California, aguas del Pacífico, murieron ahogados ocho migrantes que los traficantes de personas habían abandonado en alta mar. El drama no golpeó a todas las conciencias. Al otro día, 2.100 kilómetros al oeste, en Austin, capital de Texas, empezaron a pulir un proyecto de ley propuesto por el Partido Republicano, con el que pretenden que el cruce de la frontera sea considerado un delito punible con cinco años de cárcel. «
Otros 350 millones para la guerra en Ucrania
Casi la mitad de los estadounidenses (el 47%) dice que ya no puede pagar el alquiler de su vivienda, y uno de cada cuatro (el 25%) asegura que con lo que gana no le alcanza para comprar la comida de cada día. Ante tal cuadro de descomposición social, en el que la cachetada de los números corre por cuenta de las propias agencias del Estado, el gobierno demócrata de Joe Biden, como antes el del republicano Donald Trump, sigue jugando a la guerra. Y como alguna vez dijo Madeleine Albright, jefa de la Diplomacia Clinton, repiten con orgullo “Oh chico, debes saberlo, somos América, la nación indispensable”.
La gran democracia vuelve a apostar por la guerra, ahora en Ucrania, donde Biden acaba de disponer de 350 millones de dólares más para que sigan siendo operativos los lanzacohetes Himars y los blindados Bradley que antes habían llegado en carácter de “ayuda humanitaria”, y con los cuales combatirán a Rusia “hasta el último ucraniano”, como precisó con descarnada ironía ruso Vladimir Putin.