En Minsk, donde el aire es tan cortante que parece que la nieve se te clava en la piel, Aleksandr Lukashenko, el hombre que lleva 31 años reelecto en Bielorrusia, tiene una misión importante para 2025: garantizar que las papas sigan siendo baratas. Así, la lucha por contener los precios se convierte en una verdadera batalla contra la inflación, parecida a la que libra Javier Milei desde Buenos Aires. Por si fuera poco, los dos presidentes tienen un profundo amor por los perros y promueven una ley de protección canina de vanguardia mundial.

Primero.  Bielorrusia, con algo más de nueve millones de habitantes, se encuentra en un punto geopolítico donde la historia parece asfixiarla a la sombras de dos gigantes. Entre la Unión Europea y el bloque euroasiático liderado por Rusia, el país ha sido, de alguna manera, destinado a jugar de árbitro entre dos mundos que, a pesar de estar cerca, nunca logran entenderse completamente. En esta esquina de Europa, la ubicación estratégica de Bielorrusia se convierte en un asunto clave en la gran partida internacional, donde las decisiones que se toman no solo afectan sus propios intereses, sino a toda la región.

El precio de las papas, un tema que en cualquier país podría parecer trivial, adquiere en Minsk una dimensión cargada de simbolismo. En una nación donde la agricultura es casi una cuestión de honor, su escasez y su aumento de precio representan más que un simple problema económico. Es una cuestión de autonomía, de autosuficiencia, en un momento en que la geopolítica juega un papel crucial. En medio de este ajedrez político, la alimentación se convierte en una pieza clave de un juego mucho más grande.

Mientras tanto, Lukashenko, con su relación de hermandad con Moscú, navega entre las presiones de Occidente y las demandas internas de estabilidad económica y política. Así, Bielorrusia, en su lucha por mantener el control sobre su futuro, se ve atrapada en el precio de las papas y la autonomía alimentaria.

Segundo. Más de 20 ministros y colaboradores permanecen alineados en una formación rigurosa, rodeando al presidente con solemnidad. El salón del palacio de gobierno, blanco y luminoso, podría haber sido sacado de un cuadro de Piet Mondrian, donde las líneas rectas y las formas se imponen con precisión casi quirúrgica. Tres candelabros de estilo antiguo, suspendidos en el aire como una orquesta muda esperando su director, iluminan el espacio. En el suelo, un tapiz de flores dispuestas con meticulosidad. Las banderas nacionales —la verde y borbón, que ondean con una quietud casi escultórica— se alzan al fondo junto al escudo de armas de la nación. Es 28 de febrero, un viernes que no tiene prisa por terminar en Minsk.

“¿Por qué no podemos producir suficientes papas?”, exclamó Alexander. “¿Acaso no sabemos almacenarlas correctamente para venderlas durante la temporada baja?”, continuó, como quien pregunta por la incapacidad de la humanidad de entender su propio destino. Según Lukashenko, los precios de las papas se dispararon un 10% en solo dos meses. Son todas citas textuales, recogidas por la agencia oficial Belta y a las que tuvo acceso este cronista.

“No pido que regulen productos exóticos, como las paltas o los alcauciles”, dijo con ironía. Lo que parecía ser una simple discusión sobre la agricultura nacional se transformó rápidamente en una acusación directa de mala praxis administrativa, de un sistema que favorece las importaciones y, según él, no hace más que enriquecer a intermediarios. “¿Qué tipo de regulación es esta? ¿Qué importador querías favorecer? ¿Egipto, Rusia, Kazajistán?”, exclamó.

En invierno, los precios de los vegetales tienden a dispararse con la misma imprevisibilidad que un otoño tardío. Lukashenko, hombre pragmático y de mil facetas, aprovechó la oportunidad para recordar su épica personal. “Yo mismo tengo un pequeño invernadero. Los tomates crecen, los pepinos también”, dijo, con calma. Y luego, agregó: “¿Por qué no lo hacen ustedes?”, con un tono que no dejaba lugar a dudas.

Tercero. Como si la lucha contra los precios de la comida no fuera ya un lío suficiente, Lukashenko metió en el combo una nueva ley de protección animal. La inspiración parece sacada de la «Ley Conan» de Milei, que también se encarga de predicar el amor por los canes. Pero mientras en Olivos hay quizás cinco mastines ingleses, el bielorruso tiene su propio compañero: un perro blanco de raza Spitz, al que bautizó Umka, como un entrañable personaje soviético que muchos recuerdan con nostalgia.

“Los animales son los seres más leales y confiables. Jamás te traicionan. Es inaceptable cómo algunos, incluso jóvenes, los maltratan. Necesitamos una respuesta urgente a esto”, explicó Lukashenko, con tono solemne. Los casos de maltrato animal que salpican las redes sociales, especialmente VK, lo tienen preocupado. Entre los ejemplos más horribles, mencionó un cisne al que torturaron y le dieron un “piedrazo con una honda”.

“Umka es como un hijo”, repite Alexander, al igual que nuestro Javier. Pero claro, no todo es paz y armonía. En diciembre, este fiel Spitz provocó un pequeño incidente diplomático en Dubái, cuando su presencia en tierras musulmanas, durante el viaje oficial de su papá presidente, no fue recibida con entusiasmo. Según las tradiciones islámicas, los perros son considerados “impuros”, y la visita de Umka fue cuestionada. Y uno pensaría que los canes de presidentes, por lo menos, deberían pasar sin problemas. Pero ni ellos se salvan de hacer ruido en el gran concierto de la política global.

Ahora que las balas en Ucrania dejan de resonar como un eco en el fondo, los combates por la soberanía alimentaria serán un nuevo desafío. La lucha comercial de Trump reordenará las bolsas de papas en todos los rincones del planeta. De Idaho a la Siberia, pasando por Minsk. No se trata sólo de inflación, proteccionismo o acuerdos rotos a patadas. Se trata de quién tiene el pan y quién tiene el cuchillo afilado.