Cuando hace tres semanas el Instituto V-Dem de la Universidad de Gotemburgo lanzó su informe anual sobre la democracia, no causó sorpresa que Argentina apareciera clasificada como la democracia electoral en proceso de autocratización. La advertencia de que se optaba por este camino fue debidamente hecha cuando Milei sentó entre los pocos invitados extranjeros a su asunción a espaldas del Congreso, a Viktor Orbán.

El mismo primer ministro húngaro se apresuró a validar las conclusiones de la universidad sueca con una serie de acciones en días recientes. Su gobierno acaba de promulgar una ley que prohíbe la marcha del orgullo gay, con un argumento no curiosamente similar al de Guillermo Francos para justificar la homofobia como credo del gobierno argentino: que exteriorizar en público la condición LGBTIQ+ ofende. Los defensores de la libertad bloquearon de inmediato el tránsito por el Puente de las Cadenas de Budapest, frente al parlamento, para exigir la derogación de la norma. La respuesta de Orbán fue anunciar un proyecto de ley prohibiendo el bloqueo de puentes, para terminar definitivamente con las medidas cautelares de los tribunales húngaros que le impiden prohibirlo administrativamente.

Esta rápida secuencia de hechos de los últimos días no es más que un fotograma de una película, la de la autocratización del país magyar, iniciada en 2010. Con un control omnímodo de la prensa, un fuero judicial ad hoc creado en 2018 para arrancarle al fuero ordinario los juicios por corrupción u otros actos gubernamentales ilegales y una persecución sistemática de las organizaciones no gubernamentales y las entidades educativas, estos últimos 15 años de Orbán en el gobierno (también había sido un jefe de gobierno mayormente democrático entre 1998 y 2002) conforman la regresión más completa de cualquiera de los países del extinto socialismo real que iniciaron transiciones a la democracia en 1989.

Orbán tiene una lista de defensores en el extranjero que no se agota en Milei. No por casualidad, el probablemente más importante de éstos, el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan, ejerce el poder desde hace casi tanto tiempo como su colega húngaro. Suma ya once años como presidente, consecutivos a once como primer ministro, siempre como el hombre más poderoso de Turquía, reforma constitucional a medida mediante.

Para el Instituto V-Dem, este país es una autocracia electoral desde 2013. En su informe publicado el 13 de marzo estima que el proceso de autocratización se ha estabilizado. Para contradecirlo con hechos, el 18 de marzo el régimen turco tomó medidas para proscribir al principal candidato opositor, Ekrem İmamoğlu, del socialdemócrata Partido Republicano del Pueblo (CHP). Al día siguiente, directamente lo envió a la cárcel con cargos de corrupción fraguados. Allí, le hace compañía al líder kurdo Selahattin Demirtaş, del Partido Democrático de los Pueblos (HDP), preso desde 2016, a pesar del fallo de 2019 del Tribunal Europeo de DD HH (cuya jurisdicción Turquía acepta nominalmente) que dispone su liberación.

Ni Orbán ni Erdoğan llegaron al poder por medio de la fuerza, pero ambos se aseguraron de inclinar cada vez más la cancha electoral contra sus adversarios. Su asalto a la democracia no fue subrepticio, pero sí fue paciente y constante. Una tarea de erosión en tiempos largos y no de demolición súbita. Sus modos fueron idénticos: hostigamiento y luego censura a la prensa, autocracia informativa, instrumentación de la justicia para perseguir a políticos opositores, a la sociedad civil y a los defensores de derechos humanos. Estos autócratas ofrecen una hoja de ruta a quienes quieran emularlos. Pero esas acciones son también un vademécum para quienes necesiten alertar de derivas autoritarias en otros lugares del mundo. «