El general Pedro Eugenio Aramburu es un pedazo de historia. Él lo sabe. Hace 15 años protagonizó y lideró el golpe de Estado que puso fin a una década de gobierno justicialista. Fue el artífice de la revancha, de la desperonización, del salvataje de la república ante la amenaza de la demagogia populista. Aramburu se sabe historia y, más que nada, se sabe aún activo, en carrera, haciendo política. Camina tranquilo por las calles de Recoleta, a paso firme y decidido.

El general ignora que a metros de su casa, desde la ventana de la sala de lectura del Colegio Champagnat, otro pedazo de historia lo observa. Una historia oculta, llena de rabia, con ansias de ser la nueva historia. Esas nuevas figuras de la política argentina se llaman Fernando Abal Medina y Norma Arrostito. A metros de ellos, sobre la mesa grande de lectura espera intranquilo Mario Firmenich. Los jóvenes notan que el general no tiene custodia. Les llama la atención. ¿Qué hace un pedazo de historia sin custodia?

Los jóvenes comprenden que la acción puede ser más sencilla de lo que creían. Al igual que aquel niño del cuento de Andersen, alguien tiene que señalar que el rey no viste lujosas prendas invisibles, alguien debe señalar que el rey está desnudo. Es solo cuestión de gritarlo a viva voz, no respetar su falsa autoridad y actuar.

“Que Dios, nuestro Señor, se apiade de su alma”

Los miembros de la naciente organización Montoneros encuentran tres razones para justificar la acción sobre Aramburu. Deben ser razones fuertes, contundentes, que los convenzan a ellos mismos (que no superan los 23 años, excluyendo a Norma Arrostito), y que convenzan a un pueblo conmocionado por los sucesos del Cordobazo y la decadencia de la dictadura de Juan Carlos Onganía.

Son las tres razones de la guerra justa estipuladas por Tomás de Aquino, teólogo medieval cristiano que había llegado a ellos en sus años de militancia nacionalista católica a mediados de los 60. Fue la misma época en la que conocieron al sacerdote Carlos Mugica, que los fue acercando de a poco al peronismo y a la doctrina del Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo. Fue luego La Gaby Arrostito, ex militante de La Fede, la que puso sobre la mesa los libros de marxismo.

La primera condición de la guerra justa es la legitimidad soberana de la acción, es decir, una razón jurídico/legal que la avale. Montoneros acude rápidamente al artículo 21 de la Constitución Nacional: “Todo ciudadano argentino está obligado a armarse en defensa de la patria y de esta Constitución” ¿Cuál es la legitimidad de una junta militar que luego de un golpe de Estado se arroja para sí la facultad de establecer normas de rango constitucional y supraconstitucional?

Para los miembros de Montoneros la oposición a la dictadura es un acto soberano y constitucional, pero ante todo es el uso del derecho de resistencia a la opresión. Ya ni siquiera se actuaba una farsa constitucional como en 1957 donde la Convención Constituyente había sido rechazada por el voto en blanco. Directamente el partido militar, en cumplimiento de los intereses de sectores minoritarios de la sociedad, imponía no solo su propia doctrina, sino también la Doctrina de Seguridad Nacional impuesta por órdenes de los Estados Unidos.

La segunda condición para Tomas de Aquino es la causa justa, es decir, “las acciones que vengan las injurias, castigan el atropello cometido o restituyen lo que ha sido injustamente robado”. Se necesita una razón éticamente justa y políticamente correcta. Para mayo de 1970 lo que hay es un pacto político y social roto. Las reglas de la democracia representativa por las que el peronismo había ganado lícitamente dos elecciones consecutivas, fueron aniquiladas por aquellos mismos que glorificaban la Republica y se adjudicaban su defensa.

Gran parte del pueblo argentino tenía vetada la participación política de manera totalmente deliberada y arbitraria. Los miembros de Montoneros se habían criado con el decreto 4161 sobre sus cabezas, ese mismo que prohibía decir siquiera el nombre del “tirano prófugo”. Era hora de devolver al pueblo un poco de justicia política.

La última condición requiere rectitud en la intención de los contendientes, es decir, una intención encaminada a promover el bien o evitar el mal. Si hubiese sido solo una cuestión de vengar la vieja humillación del golpe de 1955, el Almirante Isaac Rojas hubiese sido un memorable objetivo. Pero no. Para la naciente organización Aramburu será el objetivo ya que su ejecución implica evitar un mal ¿Cuál?

Para 1970, el general era uno de los principales pregoneros de una transición democrática que contenga a un peronismo “amansado”. Ya había ensayado en 1963 el camino electoral con no malos resultados. Aramburu implicaba el peligro cierto de integrar al peronismo sin su potencial revolucionario y de clase, es decir, solo integrar a determinados representantes que funcionen como administradores de lo posible. Aramburu no implicaba solo la continuidad de un régimen represivo, sino también la continuidad legitima de una derrota del pueblo trabajador organizado. Era sin duda una poderosa carta del establishment.

Solo bastará que un grupo de jóvenes disfrazados de militares monten una farsa donde simulan ser soldados que ofrecen servicio de custodia y así entrar al departamento del general. Solo bastará que esos jóvenes hayan leído de Tomás de Aquino: “cuando la tiranía es en exceso intolerable es virtud de fortaleza el matar al tirano”.

La eventualidad cierta de matar

Hay quienes sostienen que la muerte de Aramburu implica el comienzo de la violencia política en el país. Pero la violencia política data de mucho antes, y su hecho constitutivo en el siglo XX se sitúa más en el Golpe de Estado de 1930 que en la acción singular de un reducido grupo de jóvenes. Si es sin dudas la acción que marca la irrupción de una nueva generación militante, es decir, ya no una acción de la vieja resistencia sino de sus hijos (con todo lo que eso implica).

Es imposible analizar este hecho por fuera del clima de violencia política de la época: una fuerte disputa en la configuración del sistema político (donde un golpe de Estado podía ser una salida concreta, corriente e incluso consensuada por diversos actores), y con una subjetividad militante totalmente distinta, depositada sin duda en una confianza ciega en un porvenir superior.

En esta nueva modalidad de acción de vanguardia, Montoneros encuentra una potencialidad pero también un peligro. No siempre la historia concede la suerte de que una acción, en parte radical y solitaria, pueda coincidir de manera más o menos armonioso con un sentir popular de revancha. Muchas veces estas acciones mueren en los márgenes de los grandes relatos, o peor aún, solo sirven para justificar la tinta enemiga. Pueden servir en momentos de alza en el proceso de resistencia y lucha, pero en tiempos de reflujo el pueblo casi siempre aborrece la violencia.

Pueden surgir muchas apreciaciones a 50 años del asesinato de Aramburu. Hay quienes lo justifican, hay quienes ahora lo condenan, y están los que siempre lo condenaron. El que prevalezca hoy como hecho histórico no es solo por lo espectacular de la acción sino también por la asimilación justa que tuvo en su tiempo, su vigencia posterior y su alineación histórica con un sentir popular. Pocos son los que se hacen cargo del barro de la historia para que otras generaciones puedan transitar caminos más serenos e impolutos. Sería un acto de cobardía tirarle aún más barro.