Cuando apretó el botón y el satélite partió, la ingeniera electrónica Ana Caumo giró, levantó su pulgar y miró a cámara. Aunque todo un país estaba pendiente del despegue, viéndolo por televisión, su familia sintió que ese gesto estaba dedicado a ellos. Reunidos con camisetas de Argentina y la emoción a flor de piel, acompañándola y apoyándola, nadie pudo contener las lágrimas.

Ana había sido la responsable del equipo encargado de fabricar, probar y lanzar al espacio al ARSAT-1, un hito que convirtió a nuestro país en una de las únicas ocho naciones que desarrollan, producen y operan sus propios satélites geoestacionarios.

Foto: ARSAT

Nacida en la ciudad de Santa Rosa, La Pampa, Ana es “hija” del sistema público de enseñanza: atraída por el mundo de las ciencias exactas se fue de La Pampa para estudiar Ingeniería Electrónica en la Universidad Nacional de La Plata, donde se recibió en 2005. Al poco tiempo de su graduación, viajó a Bariloche para trabajar en INVAP, la empresa estatal argentina —propiedad de la provincia de Río Negro— que desarrolla proyectos tecnológicos en diferentes campos de la industria nuclear, espacial y de comunicaciones. Allí, se unió a un equipo con una gran misión: construir el satélite ARSAT-1. No se trató del primer satélite argentino. Ya desde la década del ‘90 se había logrado poner en órbita los Satélites de Aplicaciones Científicas, la llamada serie SAC. Pero sí fue el primero geoestacionario.

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Un satélite geoestacionario orbita a 36.000 km del centro de la Tierra, siguiendo una trayectoria sobre el ecuador y rotando a la misma velocidad angular que nuestro planeta. Esto hace que pueda mantenerse constantemente «arriba» de un lugar específico, y de allí su mote de “estacionario”. Podemos imaginarlo como si estuviera conectado mediante un inmenso soporte invisible a la superficie terrestre. En este caso, justo arriba de Argentina: gira la Tierra, gira el país, gira el satélite, todo a la misma velocidad y no se mueven uno respecto del otro.

¿Por qué querríamos algo así? Si cuando vamos por la ruta solemos “perder señal” porque nos alejamos de las antenas que están en las grandes ciudades, podrán imaginarse que en lugares realmente remotos del país, como las escuelas rurales, el acceso a Internet corre el riesgo de ser simplemente inexistente. Con un satélite geoestacionario eso no pasa: tenerlo permanentemente sobre nuestras cabezas es como contar con una antena gigantesca que ofrece servicios de telecomunicaciones, transmisión de datos y televisión digital, y conecta entre sí y con el resto del mundo a los pueblos más alejados de la Argentina.

Hasta el año 2004, la empresa encargada de operar un satélite geoestacionario de comunicaciones para el país, el satélite Nahuel 1A —de construcción europea— fue la privada Nahuelsat. En aquel año, sin embargo, la empresa, que ya arrastraba dificultades para competir con sus contrapartes estadounidenses en el mercado de servicios satelitales a partir del “convenio de reciprocidad” firmado por el gobierno de Menem, se declaró en quiebra. Esto fue muy preocupante porque las posiciones orbitales para la colocación de satélites artificiales no son infinitas, su distribución está regulada por la Unión Internacional de Telecomunicaciones, y el colapso de la empresa ponía al país en riesgo de perder una de las posiciones que tiene asignadas. Afortunadamente, el Estado presente logró, gracias a diversas negociaciones, mantener la posición orbital 81° de Longitud Oeste hasta poder ocuparla con nuestro propio satélite.

ARSAT-1 fue lanzado en octubre de 2014 con el cohete Ariane 5 desde la Guayana Francesa. Puede parecernos curioso el lugar elegido, pero esto no es un capricho. Enviar un cohete al espacio requiere de mucha potencia porque es necesario “vencer” la fuerza de gravedad que lo atrae hacia la Tierra. Y resulta ser que la fuerza de gravedad no es igualmente intensa en todos los puntos de la Tierra: es mayor en los polos que en el ecuador. Aunque para los seres humanos esta diferencia sea imperceptible, para un cohete no lo es y, por eso, las plataformas de lanzamiento suelen estar ubicadas lo más cerca posible de la línea imaginaria que divide al hemisferio norte del sur. Uno de estos lugares es la Guayana Francesa.

Ese día se escribió un nuevo capítulo en la historia de la soberanía argentina en ciencia y tecnología, motivo de orgullo para nuestro sistema educativo público y nuestras universidades nacionales.

Pero ARSAT-1 es solo uno de los logros de INVAP.

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Esta empresa fue creada en 1976 a partir de un convenio entre la Comisión Nacional de Energía Atómica y el gobierno de la provincia de Río Negro. La localización no es casual: Río Negro es la provincia donde se encuentra el Instituto Balseiro, otra joya del sistema universitario público. Fueron sus egresados quienes elaboraron el proyecto que daría lugar a la empresa, inicialmente llamada Investigaciones Aplicadas.

Mucho antes de su rol en el desarrollo del satélite geoestacionario, la empresa ganó prestigio a nivel internacional por la construcción de reactores nucleares, de crucial importancia, dicho sea de paso, para la transición energética a fines de mitigar el calentamiento global. Entre sus logros más destacados se encuentra la construcción de un reactor en Sidney, Australia, que comenzó a operar en 2007, y, más recientemente, de uno en Arabia Saudita y otro en los Países Bajos (ex Holanda). INVAP también es responsable del desarrollo de la Central Argentina de Elementos Modulares o CAREM, un proyecto de reactor nuclear, de vanguardia a nivel mundial, susceptible de ser fabricado en pequeñas instalaciones y de contribuir a la generación de energía para zonas aisladas y el abastecimiento de parques industriales.

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La defensa de los desarrollos científicos y tecnológicos estatales no puede limitarse a hablar únicamente de números. En una columna anterior ya hemos defendido el rol de la investigación con fondos estatales en enfermedades “de pobres”, aquellas en las que “el mercado” no se interesa. Pero, justo en este caso, INVAP y ARSAT no solo muestran que la ciencia y la tecnología argentinas son de vanguardia. Además son rentables. Y mucho.

Con su historial de desarrollos de excelencia y licitaciones ganadas son una piedra en el zapato para el “relato” de los cultores del libre mercado que celebran la inversión privada como clave del desarrollo, añoran un país agroexportador sin desarrollo industrial ni científico y con brutales niveles de desigualdad, y desacreditan el rol de las empresas públicas.

Sus logros son un orgullo y conocerlos es crucial a la hora de pensar colectivamente qué desarrollo futuro queremos para sociedades como la nuestra; es reconocer la importancia de tener una comunicación integral en todo nuestro territorio, sin depender de decisiones empresariales extranjeras o privadas; es dimensionar el enorme talento humano del que disponemos capaz de alcanzar proezas tecnológicas como estas, y que son exclusivas de muy pocas naciones en el mundo, y es respaldar el progreso en ciencia y tecnología que permite el crecimiento de los países y la mejor calidad de vida de sus habitantes.

Foto: INVAP