Sin dudas, cuando en 1936, Roberto Arlt estrenó Saverio, el cruel logró captar aspectos de la locura y la crueldad que asolaban el mundo. En la figura del personaje principal, Arlt no solamente describía ciertos rasgos de Benito Mussolini que ya estaba haciendo sus fechorías en el poder (y es referenciado en la obra), sino también presagiar las carnicerías que, próximamente Francisco Franco en España y Adolf Hitler (quién ese mismo año organizaba esos preparativos para la guerra que fueron los Juegos Olímpicos en Berlín) desatarían a nivel global. Evidentemente, los dictadores fascistas y los regímenes totalitarios estaban de moda.

Pero, más allá del contexto mundial, Saverio, el cruel es una obra bien argenta. Desde su profesión de cronista y periodista de policiales del diario El Mundo y Crítica, Arlt había traspasado varias veces las puertas del infierno. Paradojalmente, esa oscuridad iluminó algunas de sus más emocionantes aguafuertes y las mejores páginas de sus obras de teatro.

En febrero de 1931, había visto morir al joven obrero anarquista Severino Di Giovanni fusilado por las balas del terrorismo de Estado de José F. Uriburu (el aguafuerte He visto morir debiera ser de lectura obligatoria en todas las escuelas y ser usado como alegato cuando algún trasnochado quiera legalizar la pena de muerte). Un año, después estrenó 300 millones basado en el suicidio de una “sirvienta” que se tiró bajo las vías de un tren. La metáfora justa para la dictadura disfrazada de democracia y el gobierno sin ilusiones para los sectores populares del general Agustín P. Justo.

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Saverio, el cruel, en la versión de Gabriela Villalonga.

De manera que Arlt no precisaba de referentes internacionales para imaginar personajes potencialmente sanguinarios: los dictadores luciferinos estaban en casa. Saverio, el cruel se nutre de esta galería siniestra con la cual podría hacerse un verdadero museo en la Argentina, pero cual sociólogo avant la lettre deja constancia de que, cuando la crueldad está en el poder, penetra todas las esferas de lo social, lo mental y los cuerpos.

Si la broma de la burguesa Susana consistente en hacerle creer a Saverio que es un despótico militar que le usurpó un reino inexistente da cuenta del desprecio y brutalidad de las élites privilegiadas hacia los sectores populares (mucho tiempo antes de que se hablara de la mentada grieta social); la propia violencia de Saverio creyéndose un coronel poderoso evidencia que un simple vendedor de mantecas puede albergar los peores pensamientos fascistas.

La obra de Arlt exhibe una pasmosa vigencia.

Así, tres décadas antes de que Hannah Arendt acuñara el concepto de “banalidad del mal”, el escritor argentino lo tornaba corpóreo. Lejos de la tranquilizadora idea de que los males de la humanidad vienen de monstruos y demonios, el mantequero Saverio demostraba que un ciudadano presumiblemente respetuoso de las leyes y que solo hablaba con slogans y clisés podía devenir en un feroz sanguinario. 

Por supuesto, a Arlt no le pasaba desapercibido que Hitler antes de ser político había sido un artista frustrado y que Franco era un mequetrefe servil. O, en el ámbito local, que un imbécil como Leopoldo Lugones, el hijo del poeta, había oficiado de comisario en el régimen de Uriburu y desde ese puesto había estrenado en el país el invento uruguayo denominado “picana”.

La directora Gabriela Villalonga se nutre de los elementos presentes en la obra de Arlt, de por sí tan actuales y le otorga una original contemporaneidad. Para eso se vale de una espectacular escenografía y juego de luces (mérito de Alejandro Mateo y Juani Pascua, respectivamente) que oscilan entre lo onírico y lo siniestro y que dan cuenta de una época claroscura que se parece demasiado a la nuestra. La misma contrasta con el cuarto de pensión donde vive Saverio y donde se escucha la única voz coherente de la obra: la de la criada Simona (Liliana Simsi que también interpreta a Julia, la voz razonable dentro de los allegados a Susana).

Las sólidas actuaciones le dan aún más brillo a la obra.

Asimismo, Villalonga conduce con solvencia rayando en la maestría los complejos papeles de Susana (impresionante interpretación de Ligüen Pires que pone en juego una variedad de recursos y matices para dar cuenta de una mujer que desprecia y está fascinada por el mantequero, que simula estar loca hasta el punto de llegar a los bordes de la locura real) y del protagonista Saverio (Marito Falcón dando vida a un ser aparentemente puro e inocente que esconde en su corazón la banalidad del mal).

También destacan Pablo Ferrer en el rol de pedro, el amigo disfrazado de médico con reminiscencias al doctor Caligari y el séquito de parientes y amistades frívolas de Susana: Luisa (Adriana Echegaray), Ernestina (Lali Rojas), Mr. Irving (Roberto Cuñaro) y Juan (Ariel Guazzone), incapaces de medir las consecuencias de la farsa.

“Se terminó el tiempo de la piedad” dice uno de los personajes hacia el final de la obra alterando el texto original, pero conservando su espíritu. Seguramente en aquella década del treinta, cuando el mundo y una Argentina parecían al borde de enloquecer, pensando quizás en el fusilamiento de Di Giovanni un torturado Arlt se habrá preguntado sobre los orígenes de la impiedad en Argentina.

Hoy que la impiedad y la crueldad son política de Estado, el texto de Arlt demuestra su intolerable vigencia. Saverio uniformado al estilo de fantástico coronel de republiqueta centroamericana y munido de una guillotina como arma y como símbolo no solo anticipa al vulgar y procaz dictador de costa pobre interpretado por Alberto Olmedo, sino al peligroso artista e intelectual frustrado, al panelista de televisión con ideas tan delirantes como peligrosas que, desde el poder, amenaza con la motosierra. 

«Saverio, el cruel», de Roberto Arlt

Dirección: Gabriela Villalonga. Con: Marito Falcón, Ligüen Pires, Ariel Guazzone, Roberto Cuñarro, Adriana Echegaray, Pablo Ferrer, Lali Rojas y Liliana Simsi. Sábados a las 18 en el Teatro Payró, San Martín 766.

La banalidad del mal después de la banalidad del mal.