En medio de los Juegos Olímpicos, días después de que los atletas argelinos cubrieran con flores rojas las aguas del Sena para recordar a los mártires de la última matanza francesa contra los independentistas de la antigua colonia africana, Emmanuel Macron retomó la ruta criminal gala en una región que aún cuenta a Francia entre sus grandes jugadores. El martes 30, el presidente le envió una carta al rey Mohamed VI de Marruecos para decirle que París apoya su plan para quedarse definitivamente con el territorio que le pertenece al pueblo del Sahara Occidental. Falseando las resoluciones de la ONU sobre las disputas de soberanía en el noroeste africano, Macron hizo propia la política de limpieza étnica que el monarca profundiza desde 2022, con la bendición de España y Estados Unidos.

Nada fue casual en la decisión de Macron. Ni el momento ni el día. Formuló el anuncio cuando Francia era observada por sus fastuosos Juegos, sin relacionarlo con los reclamos soberanos del Frente Popular de Saguía el Hamra y Río de Oro, el Frente Polisario. Fechó su carta cuando Mohamed celebraba 25 años de reinado y el regalo de cumpleaños servía para aislar a los saharauis y ser exhibido internamente como factor de cohesión. Tampoco fue casual que la misiva estuviera datada lejos de París, en la residencia estival de Fort de Brégançon, donde Macron se tomó unas repentinas vacaciones. El fuerte medieval está enclavado es un islote de la Riviera. Es el sitio de retiro oficial de los presidentes desde 1968, cuando los efluvios del Mayo Francés llevaron a Charles de Gaulle a huir de París.

Macron sabe que el plan de Marruecos para el Sahara no “es –como lo dice en su carta– la única base sólida para lograr una solución política, justa, sostenible y negociada”, porque borra de un soplido el reclamo encarnado por el Polisario y respaldado por Argelia, el otro país norafricano que controla la entrada al Mediterráneo. Y sobre todo porque falsea y viola lo acordado por más de 150 países miembros de la ONU. El paso dado por el presidente francés tiene un alto costo geopolítico, complica todavía más la crítica relación con Argelia,  colonia entre 1830 y 1962, tras ocho años de una guerra de independencia cuyas heridas siguen sangrando, tal como se vio durante el desfile olímpico, cuando los atletas recordaron a los mártires arrojados al Sena en 1961, tras ser asesinados en las calles de París.

Pero según la óptica francesa, se cree, decir que “para Francia la autonomía bajo soberanía marroquí es el cuadro en el que la cuestión debe ser resuelta” –algo bien distinto al “referéndum de autodeterminación” dispuesto por la ONU–, tendrá una contrapartida que toda Europa le agradecerá: el compromiso de Mohamed de no seguir chantajeando con el manejo del flujo de refugiados que llegan al reino para luego ingresar a territorio europeo, siempre que no acaben su intento en la tumba marina del Mediterráneo. Difícil, pero quizás el rey entienda la jugada de Macron, que además busca erigirse en el campeón de la paz, toda vez que en su carta propone en dos ocasiones instalar una mesa de diálogo. “Es hora de avanzar –escribió el presidente–, por lo tanto aliento a las partes a unirse para lograr un acuerdo político que está a nuestro alcance”. Así lo dice el imaginario presidencial.

Nada de lo que ocurre en el noroeste africano les resbala a Marruecos y Argelia, dos países que han convivido históricamente a los balazos. A los temas de soberanía se les agregan los estratégicos y los económicos. El Sahara es el territorio más cercano entre los continentes, la frontera entre la OTAN y el mundo empobrecido del que salen los emigrantes que tienen insomnes a los europeos. Es la zona donde se encuentran grandes riquezas minerales y pesqueras. Junto con Gibraltar –el estratégico atolón del extremo sur español usurpado por Gran Bretaña, como las Malvinas– está definida en toda la cartografía militar como un área sensible en la que no hay que descartar la eventualidad de un estallido bélico que implique a tropas de la alianza atlántica, hoy ocupadas con el desaguisado de Ucrania.

El Sahara fue colonia española hasta 1975, cuando la ONU designó a España como “potencia administradora” y contempló la celebración de un plebiscito vinculante para que el pueblo saharaui definiera democrática y soberanamente su futuro. Una y otra no fueron más que una burla. La consulta nunca se hizo –ahora, con el envión de Estados Unidos, España y Francia, Marruecos propone un “plan de autonomía”– y antes de morir, en 1975, el dictador español Francisco Franco se desentendió del mandado ecuménico y entregó la parte sur de su ex colonia a Mauritania (que se desprendió de ella cuatro años después) y el norte a Marruecos, que para asegurarse el “regalo” español levantó con un crédito saudita y tecnología israelí un muro de 2720 kilómetros, protegido con campos minados. Todo este despliegue que muestra y prueba la importancia geoestratégica de estas tierras de arena pura que en su subsuelo guardan formidables reservas de  petróleo, gas, hierro, zinc, plata, cobre y fosfato, fue graficado por el general norteamericano Andrew Rohling, segundo en la estructura de mando de la OTAN y ex comandante del ejército de Estados Unidos en Europa y África. Con la economía de lenguaje propia del habla militar, Rohling explicó que “para nosotros la región tiene una doble importancia. Por un lado nos facilita el control del tránsito de los superpetroleros que ingresan a Europa a través de la ruta del cabo de Nueva Esperanza, en el extremo sur africano y, por otro, nos permite supervisar los complejos energéticos y la red de gasoductos que atraviesan el Sahara”.