El colectivo de artistas no es, en general, gente que integre la norma comunitaria social evidente, al menos mientras no envejezcamos. Me hago cargo: poder impunemente convertirnos en forma paulatina en ex peludos pelados arrogantes y retrógrados, regresando en algunos casos a orígenes de heráldica familiar o siendo coloquialmente un Tevez ventilando propinas con aspas recoletas a vientos que no se fabricaron en Ciudadela. No, nuestras cuestiones a veces están explícitas en el comportamiento más o menos público, en lo que se escribe, cuando se canta o se acomodan ideales con el cuerpo y en el pensamiento, también. Es muy difícil entender el sentimiento, el pulso que empuja a convertirse en un artista hecho, derecho y a menudo deshecho. Al menos es mi amplia experiencia hasta hoy. Por aquí, en España, la gente ajena al palo, suele dedicarnos un especial homenaje: «Son para que coman aparte».

Ya de joven e incipiente cantor empecinado (en ello aún con los años), tuve esa sensación a flor de carne y filiación social que sigue acompañándome hasta hoy, aunque ya tengo ciertas defensas que bloquean los misiles culturales mediáticos y de variada ideología, sin distinción de fronteras. Encima, el declararse peronista, como mi caso, implica más explicaciones y dudas del otro lado del mostrador (o mejor dicho, del escenario). Siempre saltando antes ese baldío de inexactitud de tiempo, espacio, necesidad, urgencia, como perdonando al futuro de responsabilidad que con los años recaen en el cuerpo cansado y pleno en estigmas.

La fiesta inolvidable

Me ocurrió en carne propia que, ante una duda por un robo de materiales en el estudio de un canal, me hicieran cargo por portación de barrio encarnado. O en aquella reunión a la que me llevaron a cantar para «ayudar al levante» de unos amigos poco agraciados para romper el fuego, que necesitaban del estímulo de mi canto en modo living fogón. Y a la hora de un juego sobre vestimentas me declararan ganador del rubro «pardo», porque eso sí, cualquier cosa, antes muerto que cheto. Me fui de esa casa sospechoso, herido en el orgullo por no haber cagado en un sofá antes de retirarme o levantado el parqué para armar un fueguito. Siempre “el negrito de la guitarra” como la pelota al 10.

Como aquella noche: tras unos porros salimos a naufragar en la ciudad sin rumbo desde un 140 y al rato caminando por Callao sin baladas ni locos, cuando vimos que entraban pibes a un edificio señorial y nos metimos colados, saludando como si fuéramos de toda la vida, en una fiesta cumpleaños del hijo adolescente de una figura de la política nacional (nos enteramos al ver un gran retrato del tipo en el recibidor). Al rato, ya como de la familia, entre canapés y bebidas caras, con una guitarra que colgaba en una pieza impensada, terminé cantando ante la monada Vox Dei, Tanguito y Serrat hasta que el agraciado cumpleañero se percató que nadie me junaba, ni a mis amiguetes, que bastante estábamos robando atención entre las chicas: un par de gorilas engominados trajeados nos hicieron retirar no sin antes meternos en los bolsillos algunas prendas comestibles…

París bien vale una murga

Saltando charcos, pobre pero a lo Henry Miller, una mañana salí entusiasmado de una reunión con un sello discográfico francés junto al viejo maestro Juan Carlos Cáceres, cita a la que accedí por su intervención con la intención de provocar interés en producirme un disco. Contentos bajamos por las escaleras luego de exponer ideas y proyectos de un material a un tipo que después quedó flotando en la luna de Montmartre con la suerte de Arolas. El viejo, que podía ser divertido como cabrón, exclamó al aire en voz alta sin cortarse nada, que total era París y no Buenos Aires: «¡Rajemos antes de que se den cuenta!». Siempre conducidos con esa sensación de clandestinidad imperecedera trasplantada en París, como de estar vendiendo tapas de libros sin contenido o agendas con calendarios vencidos…

En su famoso atelier de la Rue Rochechouart en Montmartre, me quedé muchas veces a pernoctar. Cerca de los años a su muerte lo bautizaron «Tango negro», sitio de meditación y recogimiento cultural, no sólo argento, poblaban a menudo ese escenario sin montar, artistas de diferentes partes del planeta, curiosas sobre aspectos de nuestra murga y lo negro que nos rodea. Él me decía: «¡Arranca la sanata!». Años después rebautizamos al espacio como «El Sanatario», que diera nombre a mi programa de radio en Argentina y al que Juan Subirá le dedicara un tema. Cuando me quedé por primera vez (por un par de semanas), pensaba en «Oh París, Montmartre, la incurable bohemia…», pero la ilusión de detuvo cuando comprobé que el baño era solo un baño y sin ducha. Le interrogué cómo me ducharía: me señaló una piletita donde se lavaban cosas y los propios instrumentos de pintura de su faz pintor. «Ahí te lavás tranquilo las patas y esas cosas…» Por fortuna, en un estudio donde una pareja de baile amiga daba clases tres veces a la semana, había duchas… Una cosa es parecer pero no ser: el olor del hogar está bien pero el de otras temáticas. Se cuenta por ahí que cuando reciben huéspedes de Argentina, en Francia suspiran con desencanto por la costumbre de ducharse casi a diario.

Después partir

Ya en territorio de pensamientos culturales pero de tierras españolas, he leído un cartel en un bar, un consejo advertencia muy contundente para la parroquia habitual: «Para volver hay que irse». Hace un tiempo y a propósito de estos aprendizajes bohemios, desarrollé un pensamiento sobre mi trayectoria revuelta, curiosa y, por qué no, azarosa, como un buen apunte de juventud: siempre me retiré de los lugares a tiempo, antes de que el exceso de alegría me aburriera, pero siempre bastante después de que los tristes se hayan ido aburridos.

Una vida compilada del rajemos antes de que se den cuenta.

Besos de esquina y abrazos de cancha.