La luna de miel de los primeros cien días que ansiaba disfrutar el gobierno de Milei se disipa en un clima cada vez más rancio y tormentoso. Los activos con los que contaba la flamante administración ultraderechista se van consumiendo. Novedad estrafalaria surgida de las redes y los medios comunicacionales del establishment “antipopulista”, que supo sintonizar con ciertas tendencias de época, el fenómeno libertario representa un caso anómalo en la política argentina. Comienzan a evidenciarse los límites de este experimento inusual.
Milei creía, o quería que los demás creyeran, que disponía de una legitimidad inaudita. En verdad, carece de ella. Emergió casi desde la nada, sin constituir una fuerza partidaria normal. Obtuvo el 30% de los votos para su diseño político personalista, demagógico y cuasi plebiscitario. Pretende que los demás avalen el disparatado argumento de que la circunstancial, agónica y oportunista juntada de un 56% de sufragios en el balotaje de noviembre (coagulado por la pura negatividad a lo que representaba el otro contrincante), no fue otra cosa que un categórico respaldo a sus “ideas” y de su grupo de advenedizos. El contenido de su oferta tiene la escasa sofisticación de una herramienta eléctrica: romper, destruir y arrasar buena parte de los derechos económicos, civiles, laborales, sociales, políticos, culturales, ambientales y feministas de las grandes mayorías, muchos de ellos conquistados tras largas décadas de lucha. Está apenas dotado de una motosierra que ni sabe cómo y dónde puede funcionar, propalando mendaces y postergadas promesas dolarizadoras y repitiendo como un mantra distópicos discursos de entonaciones menemistas y thatcheristas. Ya no sólo dentro, sino también fuera del país, nutriendo de hilaridad a los portales de noticias internacionales. Con tan poco, apuesta a constituirse como régimen burgués de excepción, amenazando concepciones básicas de la democracia y la república. Ciertamente, no tiene estatura para semejante proyecto hegemónico.
La Libertad Avanza, que se autopercibe como una alternativa de pretendida refundación ultracapitalista y reaccionaria del país, debe adquirir una derrota estrepitosa del movimiento popular y una desarticulación inédita de las formas más tradicionales de la sociedad civil. Más allá de ciertos gestos expectantes de la burguesía, ni siquiera está claro el quantum de fuerza social reunido en el seno de la clase dominante, necesario para acometer una empresa con estas ambiciones. Su debilidad política empieza a exhibirse de un modo elocuente. Apurado por los tiempos, constituyó un descoordinado elenco de funcionarios, de estrecho vínculo con el mundo empresarial y la timba financiera. Una suerte de casta desprolija y no muy dotada de trayectoria (a excepción de los siempre ubicuos Sturzenegger, Caputo y Bullrich), sin mayor respaldo electoral ni contactos fluidos con el tejido partidario y corporativo con el que debería negociar para avanzar con sus proyectos. Entonces, La Libertad Retrocede. Aunque siga con sus objetivos tramposos; ahora, al menos, conseguir las facultades delegadas. Su peligro es que la imagen del león mute en la de un tigre de papel.
Véase el estropicio y la impericia con la que se procura imponer el mega DNU y la ley ómnibus (“Savoy”): revoleo de concesiones múltiples en el crucial capítulo fiscal luego de anunciar que en nada se cedía, coacciones explícitas o sospechas de compra de voluntades legislativas, dictámenes retocados en las madrugadas. Ni siquiera está claro que los menguados 38 diputados libertarios cuenten con las necesarias complicidades parlamentarias de los restos de Juntos por el Cambio, el radicalismo y el bloque dirigido por Pichetto para llegar a buen puerto con todo el resto de los proyectos. Aunque es claro que algo alcanzará.
Frente a todo este curso degradante, brota una dinámica contrapuesta: la activación popular en el espacio público. Elemento inesperadamente precoz que ha aparecido en este breve ciclo de tribulación anarcocapitalista. Se inició el 20 de diciembre con una acotada marcha por el centro de Buenos Aires, organizada por el sindicalismo combativo, los piqueteros y la izquierda, que doblegó parcialmente el cerrojo absoluto que buscaba imponer el protocolo de Bullrich. Continuó esa misma noche en un espontáneo cacerolazo de rechazo al anuncio del DNU, que derivó en reuniones y movilizaciones callejeras en varias ciudades del país, que siguieron en las semanas siguientes. A excepción de 2002, enero siempre había sido un mes infrecuente para la movilización social. Hasta ahora. Reuniones de trabajadores y usuarios afectados por el deterioro salarial y la inflación galopante, junto a iniciativas de artistas, escritores, intelectuales e integrantes del mundo del libro, la cultura, la universidad y la ciencia, se están erigiendo en contra de las disparatadas y peligrosas propuestas que improvisa el gobierno entrante.
Hasta el momento, la movilización confluyó en una instancia potenciada: lo ocurrido el miércoles 24, hecho distorsionado y subestimado por los medios cuasi oficialistas. Su relevancia claro que no puede medirse por el llamado a un paro parcial, que sólo incluyó al transporte por algunas horas de la noche. El dato trascendente fue el volumen, el alcance espacial y la diversidad social, política y cultural de las concentraciones, que se extendieron por casi todas las ciudades del país, reuniendo cerca de un millón de personas. En pleno período vacacional. Sólo en la urbe porteña cientos de miles de personas entraban y salían de una Plaza de los Dos Congresos desbordada en sus avenidas aledañas, que enterró, ahora sí, las pretensiones del protocolo. El movimiento obrero estaba presente, con grandes columnas organizadas por las estructuras, tanto de las burocracias tradicionales como del sindicalismo combativo y piquetero. Todo excedió el perímetro de la convocatoria cegetista. Hubo miles de trabajadores que fueron por cuenta propia, estudiantes de centros y agrupaciones, de sectores medios, del mundo de la universidad pública y la cultura, usuarios de servicios públicos e inquilinos afectados por las brutales subas de estas semanas, y de las incipientes asambleas populares que siguen autoorganizándose en los barrios.
Se constituyó ya una calle antilibertaria, de límites vastos, difusos e incluso contradictorios, como todo lo nuevo. Popular, desbordante, alimentada por un componente progresista en el que se confunden banderas peronistas, de las izquierdas y de carácter democrático. Por el momento, todo eso queda mezclado en la instancia del rechazo. Se impugna el autoritarismo mileísta, sus formas aberrantes, su discurso reaccionario, sus proyectos destructivos, sus pretensiones de barrer con los derechos. Es un dato que deberán registrar los aprendices del brujo neoliberal en sus planillas de Excel. Y lidiar con ello. «