«Abuelo, qué bueno que pudiste venir…».

El tipo tiene una foto de sus dos hijos pegada en el vidrio de la ventana con una leyenda: «Para unos ojos cuya paradójica luz me anuncia el peligro de adormecerme en ellos». Una frase que dijo el mismo barbudo que solía hablar de revolución y de ternura con el mismo énfasis. El abuelo no siente mayor ternura que en una sonrisa de Cata o en un abrazo de Manu, el pibe que ahora pone el alma haciendo la percusión en La Tempestad, con sus cumpas de la Orquesta Juvenil de Ciudad Evita. El hombre llegó cargado al recital infantil. Venía en el auto escuchando a Silvio: «Y cómo pasa el tiempo/ que de pronto son años/ sin pasar tú por mí/ Detenida».

Venía de compartir una marcha con gente como él, jubilado. Mucho pelo encanecido, suficientes peladas, panzas, pieles con arrugas, el paso ya no es tan ágil, se nota algún temblor en la voz. Pero gritan fuerte y no sólo para excitar algún audífono urgente. Abunda experiencia y pasión, pasado y presente, un torrente de energía sin desgaste. Dolores que se sienten en las rodillas pero fundamentalmente en el alma. Desbordes de afecto en cada mirada. La esperanza que dan vidas de convicciones, aciertos y de fracasos, deudas y ambiciones, dudas y de muchas certezas. Somos grandes, es el nombre del programa radial de Raquel, una militante de izquierda de toda la vida que hoy integra una de las corrientes que llenan la vereda del Congreso, no sólo en contra de un veto que es una ignominia veleidosa y arbitraria, lindante con lo sicópata.

La alienación, el disparate, la insensatez. Empujones, golpes, palos y gases: encima, los que los recibimos somos los viejos. Cómo se puede ser tan ruin. A un lado los remilgos: cómo se puede ser tan hijo de puta.

Bullrich, la jefa de esa banda de peligrosos imbéciles que se sienten superiores porque blanden un palo de goma y un escudo de plástico. La que ahora, a los 68 sin mirarse en el espejo, cuando no había llegado a los 50, azuzó a los jubilados bajándole los haberes un 13%. Ahora mandó a la cana. Será porque sus ancestros oligarcas (o sin oli) no fueron el reflejo de la mayoría de los que cumplen un pilón de años y soportan necesidades elementales. Una enorme diferencia: aquélla vez dijo que «cuando se está en el gobierno, hay que tomar decisiones fuertes; se sabe las consecuencias de no tomarlas». Pero se topó con un flaco, virola, lúcido que siseando le espetó: «¿Cuál es la audacia? ¿Ser débil con los poderosos y fuerte con los débiles, ser audaz con los jubilados, cargar sobre las espaldas de los que menos tienen? (…) Colocar a los jubilados como variable del gasto del Estado es una injusticia soberana y una falta de creatividad y decisión». Extrañamos tanto a Néstor…

Probablemente ni ella ni su jefe, ni sus matones leyeron a Bioy Casares en el Diario de la Guerra del Cerdo: cuenta un enfrentamiento entre jóvenes y viejos. No podrían entenderlo. La mayoría de esos monstruos con pistola sobreactúan gestos de cobardes fieras. Una oficial, un rato antes, no podía sostener la mirada bajo su casco ante una mujer como ella, pero mucho más canosa, que le asestaba la pregunta obvia: si eso mismo le haría a su madre o a su abuela.

La impiedad salió del closet. La imaginación al poder de la crueldad. De nada vale sicoanalizar pasados personales, relaciones paternales, influjos sociales o de los personeros del poder real que untan con inquina la construcción de sentido, ni el trauma que convierte a ciertas personas en basuras. Lo patético es que son votados por millones.

Otra vez la grieta: de un lado los genocidas octogenarios (Digresión necesaria, nunca está de más recordar: fueron 30.000) defendidos por los que se encargan de esta confiscatoria transferencia de recursos frente a los que le vetan 18 lucas de aumento como si fueran millones y les recortan descuentos en medicamentos, con la abominable excusa que los viejos pedían remedios para sus familiares…

El tipo se cruzó con Luciano, compañero de toda la vida, y coincidieron en el pensamiento: “Debemos abrazarnos, conectarnos, reunirnos, resistir. Recuerdo a mis padres y los compañeros, cómo encarnaron esa conmovedora resistencia en el ‘55. Después nosotros hicimos la resistencia a la dictadura, al menemismo, al macrismo… Esto es una guerra. Abandonemos las caracterizaciones erróneas de que Macri se equivocó o que éste está chapita. No, trabajan para el modelo, que en este momento es victorioso: hay más de 10 mil pymes destruidas, cientos de miles de trabajadores que no trabajan, no aportan y eso redundará en el sistema jubilatorio del futuro. Esto que está en la Rosada es un títere de los centros mundiales de poder, los grupos extractivistas, el sionismo internacional que viene por la Patagonia y los caranchos financieros que nos dejarán un país empobrecido con mano de obra esclava, sin derechos sociales».

Así, con el hombro dolorido por el golpe de un escudo de la Federal, se compungió al corroborar que la realidad sí es triste, como la verdad (aunque el Nano, con ternura, le haya susurrado lo contrario). Luego se sacudió, recordando a Pedro Saborido, impensado militante de la autoayuda, que dijo: «Siempre pensamos que estamos en el peor de los mundos. Tal vez sea una vanidad del presente. La Argentina pasó por momentos tremendos y esto también va a pasar. Va a haber un día después. Hay gente que la pasa como el orto. Los que todavía estamos ahí, debemos concentrarnos en construir un poco de comunidad».

También recuerda que hace 76 años (cruel coincidencia: también un 28 de agosto), una mina con una dignidad así de grande, en un acto en el entonces Ministerio de Trabajo, anunció el Decálogo de la Ancianidad, que explicitaba derechos que al año fueron incluidos en la Constitución de 1949: alimentación, vivienda, vestimenta, cuidado de la salud física y moral, esparcimiento, trabajo, tranquilidad y respeto. Extrañamos tanto a Evita…

Al fin es de noche y el tipo regresa a casa con la sonrisa incrustada en la imagen de Manu tocando la batería. En la radio resuena La Negra. Nadie como ella grita «Levántate cagón/ que aquí canta un argentino», en La Chacarera Del Olvida’o. La que cierra con un «Soy el olvidau/ el mismo que un día/ se puso de pie/ tragando tierra y saliva/ camino hacia el sol/ para curar las heridas».