Clase 1950, nieto de inmigrantes rusos, hijo de un pequeño productor de marroquinería, Julio vivió la irrupción de la política en las conversaciones familiares desde muy pequeño. En su casa se mezclaron los relatos de guerra, la épica del ejército rojo derrotando a Hitler, con las vivencias de sus hermanos mayores que en 1958 estudiaban en el colegio secundario nacional Sarmiento, epicentro del conflicto “laica o libre”, y los relatos de los conflictos con la organización derechista y antisemita Tacuara.
A las 9:53 de la mañana, hora argentina, del 18 de julio de 1994, en el momento exacto en que una bomba derrumbaba el edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina, AMIA, Julio Menajosky se encontraba cerca del cruce de avenida Corrientes y Ecuador mirando la gente que formaba una larga fila frente a una agencia de colocación de empleo. Vestía una visible campera roja, que facilita reconocerlo en los registros visuales de la época. Reportero gráfico freelance, se encontraba realizando un reportaje fotográfico para la Defensoría del Pueblo sobre el creciente desempleo en la Ciudad de Buenos Aires.
En 1972 su hermano engrosa las filas de los más de 1500 detenidos políticos, y él se convierte en uno de los fundadores de la «Comisión de Familiares de Presos Políticos Estudiantes y Gremiales».
El 6 de septiembre de 1974 Julio es secuestrado y por dos días brutalmente torturado, luego es llevado a la cárcel de Devoto y a los pocos días se entera de que su compañera estaba embarazada. Julio vio crecer a su hijo desde atrás de unas rejas.
Lo primero que pensó al escuchar el fuerte estruendo, es que había explotado una estación de servicio de gas, ya que poco tiempo antes había estallado una en la Ciudad de México y la noticia lo había turbado.
En la última dictadura cívico-militar, se produce un violento reacomodamiento de las condiciones carcelarias de los presos políticos. Julio y muchos otros son trasladados a la Unidad 9 de La Plata, los represores los recibieron con una golpiza generalizada, dividieron a los presos en los pabellones 1 y 2 , conocidos como los pabellones de la muerte, encerraron a los que consideraban a los más comprometidos con las organizaciones. Julio es encerrado en el pabellón 2, desde el principio sospecha que serían usados como rehenes para represalias hacia las organizaciones de pertenencia.
Empujado por su instinto periodístico, comenzó a caminar tratando de acercarse al lugar. Se encontraba a menos de un kilómetro del epicentro de la explosión, sin embargo por los efectos del eco no sabía bien a dónde dirigirse. Caminando por la avenida Pueyrredón, a la altura de la calle Tucumán se cruzó con una mujer que gritaba desencajada “¡voló la AMIA, voló la AMIA!”
El 8 de enero del ’77 esa sospecha se hace realidad, y en un falso traslado, bajo la excusa de un intento de fuga, son asesinados Dardo Cabo y Rufino Pirles, y el 27 de ese mismo mes se llevan a Julio César Urien y Angel Georgiadis. Urien era marino y de familia militar que pudo interceder y salvarle la vida. En su lugar se lo llevaron a Horacio Rapaport y lo asesinaron en un simulacro de suicidio.
Pensó en el atentado de dos años antes a la Embajada de Israel, se sintió, además, tocado personalmente, por ser descendiente de una familia judía. Se acercó más y empezó a ver fragmentos de vidrios por doquier. La entrada y salida de ambulancias le hizo entender la gravedad de la situación; más se acercaba a la calle Pasteur, más tenía la sensación de ingresar a círculos de horror cada vez más intensos. Sabía que se encontraría con escenas para nada agradables.
Luego de 8 años de reclusión Julio es sometido al régimen de libertad vigilada. Apenas puede salir del país se viaja a reencontrarse con su hijo y su compañera, que para entonces estaban exiliados en París. Luego de tanto encierro tuvo que reconstruirse como persona, no conocía su hijo, no conocía a su mujer, no se conocía libre.
No hay desesperación, ni furia, ni pánico.
En la primera foto tomada por Julio una luz marrón de tierra y polvo lo envuelve todo: sobre la derecha de la imagen, una montaña de escombros. En ella hombres y mujeres trepan, algunos se pasan una camilla, un camarógrafo los filma. A la izquierda, dos hombres de traje miran hacia el centro de la imagen, de nuevo a la derecha lo hacen dos hombres y una mujer, más adelante, una enfermera pareciera estar preparando otra camilla, mientras todo alrededor son escombros, lo que hace pensar en una ciudad en guerra. Todas las líneas conducen a lo que pasa en medio de la escena dantesca: tres jóvenes, y dos bomberos llevan una camilla y parecen correr hacia el fotógrafo. Sobre ella un hombre, Germán Parson, yace ya sin vida.
En el encierro las fotos publicadas por las revistas les permitían ver que lo que habían vivido seguía existiendo, que la calle por donde habían transitado, el bar en donde habían estado, el barrio que los vio crecer, seguían siendo una realidad , lejana pero real.
Por 25 años Julio no supo que el hombre de la camilla era Germán, no tuvo la fuerza para buscar la identidad de ese muerto ni a su familia.
Quizás por eso, al retomar la libertad quiso volver a la pasión por el oficio que había aprendido en su tardía adolescencia, cuando para ganarse algo de plata se había desempeñado como fotógrafo de bodas, aunque ahora sentía la necesidad de dedicarse a contar con imágenes, fue así que en Francia pudo empezar a dedicarse al fotoperiodismo.
De nuevo en la Argentina desde el regreso, en el 1985, trabajó para varias revistas y diarios entre ellos el “Periodista de Buenos Aires”, “Diario Sur”, “Editorial Perfil” , “Revista Caras” , “Noticias” el diario “La Razón”, “La Capital” de Rosario, la “Revista Crisis. (Espacio Memoria)
Julio se encontró con Lía, la hermana de Germán Parsons, en el marco de “Veinticinco”, una exposición de fotos que se inauguró en Nueva York y rinde homenaje a la memoria del atentado. Ambos protagonizan una de las 19 historias que nutre la muestra. El fotógrafo reconoció, en diálogo con Infobae, que fue la única foto que recordaba haber sacado porque de algún modo la esperó. Pensó también que tal vez su fotografía haya afectado a algún familiar directo de la víctima. “Lía me dijo que a ella la ayudó porque fue la comprobación de que alguien se ocupó de su hermano. Ya estaba muerto pero no lo dejaron ahí. Alguien fue, lo sacó, lo cuidó y lo llevó a algún lugar. Ella me lo agradeció a su manera. Me dijo: ‘Pobre, lo que debés haber vivido ese día’. ‘¿Vos me decís eso a mí Lía? Perdiste a tu hermano’, le respondí. ‘Sí, pero yo pienso que debe ser terrible el trabajo de un fotógrafo’. Haber tenido ese diálogo 25 años después fue fuerte, reparador” (Julio Menajovsky) (entrevista de Santiago Saferstein)