Nunca fue mi sueño tener una casa en la playa. Soy friolenta. Me gusta el calor que queda atrapado en el cemento, en la ciudad. Por ahí caminaría descalza. Por la brea y el asfalto. En pleno enero. Como un spa urbano.
Acá en la playa siempre está fresco. Es verano y está fresco. Mi mamá me llama por teléfono. Qué suerte que estás ahí, me dice, con el calor que hace. Acá no hace calor, le digo. Claro, por eso, qué suerte.
Pero a mí me gusta el calor, mamá, le digo. Lo bueno sería tener el mar cerca cuando hace 35 grados. Acá con este frío no me sirve. Me da más frío.
Mi madre no responde.
La gente no sabe que cuando llegás a la playa hay un viento bárbaro y el mar está helado, mamá, y lo triste es que no hay forma de volver a tener el calor que tenías en la ciudad como para que el mar sea un alivio ¿entendés? Habría que pasar directamente de la ciudad al mar, mamá. Te llevaría el mar hasta ahí, le digo, hasta Acoyte y Rivadavia a la una del mediodía, pero no puedo.
Y la conversación se disuelve y yo sueno como una desagradecida.
De mi tío sólo puedo recordar cuánto lo odiaba. Tenía 15 años y lo odiaba. Cumplí veinte y lo odiaba también. No sabía por qué. En los cumpleaños familiares él tomaba y entrecerraba los ojos grises. Me miraba desde una nube de humo. Mi tío fumaba Gold Leaf. En primer grado nos daban una tarea para el hogar: recortar letras y ponerlas en un sobre. Las usábamos para formar palabras. Algunas madrugadas, mi tío se olvidaba el paquete de cigarrillos en mi cuarto. Al día siguiente yo lo agarraba y recortaba. Gold Leaf. G–O–L–D. Letras doradas sobre rojo. Y siempre me ponían muy bien diez.
Cuando se murió no esperaba ni quería que nadie me hablara. Pero mis primas me llamaron, con un tono entre enojado y muy, muy respetuoso. La casa de la playa estaba a mi nombre. Lo que más bronca me dio fue que todos lo aceptaron como natural. Y que yo misma, aunque tendría que haber dicho que era ridículo, firmé los papeles, agarré la llave y vengo cada verano. Como si nada.
Para no tener insomnio, invito amigos. Ese año había venido Ariel con Ceci. Estábamos jugando al scrabbel y Ceci dijo que se iba a la playa. Ella necesita naturaleza, dijo Ariel y le acarició el pelo. Como mostrándome. Mostrándome lo que era Ceci. Su novia.
–Te acompaño –le dije aunque no estaba muy segura–. Bah, no sé, son casi las siete –pero ella ya tenía una sonrisa que no llegó a borrar– sí, dale, vamos.
Bajando la loma, mirando las huellas de todas las crocs que habían pasado durante el día, comentamos un libro sobre la menopausia que justo habíamos leído las dos. Decía que se te derretía el suelo pélvico y que la piel de los muslos empezaba a verse como una pared mal revocada. Nos preguntamos cuánto de eso sería cierto. Si tendríamos que esperar la sequedad vaginal como antes habíamos esperado la primera menstruación. Seguimos caminando. Los muslos de ella estaban bien.
En la playa había tanto viento como siempre.
–Si pudiéramos acordarnos del calor que hacía en… –pero Ceci ya estaba en malla y con la mirada achinada sobre las olas. Me sorprendió el cuerpo bronceado. Por más sol que yo tome, nunca consigo ponerme así. Llego a un rosa que después se vuelve naranja sobre un fondo siempre blanco, como esas películas colorizadas que dan en TCM.
Ceci se olvidó de la menopausia. Apenas tocó la orilla agarró agua con las manos, se mojó brazos, pecho, panza (chata), caminó dos, tres pasos largos y se tiró abajo de una ola. Yo me había quedado ahí, abrazándome los codos.
Cuando pude, la alcancé. Me gustaba cómo medía intuitivamente: si correspondía tirarse por abajo, por arriba, o surfear con un par de brazadas y volver. Cuando iba por abajo pronunciaba la zambullida para que le quedaran los pies fuera del agua. Un rato largo estuvo sacando así los piecitos, bronceados en el empeine, blancos en la planta. El mar estaba picadísimo y chupaba para la derecha. Me cansé.
–Voy a nadar para el otro lado, Ceci, me cansé de ir contra la corriente.
–Sí, ¡bastante con este año! –se rió.
Nadé con el viento dándome impulso. Me alejé súper rápido. Descansaba, y de paso podía practicar esa patadita que hacía ella al bucear. Piqué en el piso y no lo encontré. Estiré el cuello. Nadé para volver, toqué de nuevo y tampoco había piso. Nadé otra vez. Tampoco. Ahí me acordé de algo que me habían dicho una vez: nadás sin fuerza, para pileta está bien, pero al mar le tenés que ganar. No le ganaba. La ola que me acercaba a la orilla me chupaba el doble. La orilla estaba cerca, no entendía por qué no la podía alcanzar. Había cada vez más viento. Tragué agua. Volví a probar. Pero quedé más adentro. En el siguiente envión me di vuelta y nadé calamar, así le decía yo a ese invento boludo de inflar los brazos y las piernas y cerrarlos de golpe, dejando un chorro de tinta imaginario. Mezclado con la desesperación resultó potente. No paré. Y cuando volví a pisar, pisé arena. La agarré fuerte con los dedos de los pies, caminé, salí.
En la orilla tosí y me puse a llorar. Sentí que Ceci se había acercado, me ponía una mano en la espalda. Casi no la conocía, pero no podía parar de llorar. Se sentó conmigo. Qué te pasa, qué te pasó. No… nada. Pero qué tenés, por qué llorás.
–Odio esta casa.
Ella tendría que haberme dicho qué decís, loca, qué tiene que ver eso ahora, dejate de pavadas y vamos a comprar unos churros, mirá las palomas o mirá esos barriletes azules qué lindos. O cualquier otra cosa pero en cambio me dijo: ¿hay algo que me quieras contar?
–Sí –le dije yo.