Independientemente de cuáles hayan sido las razones, motivaciones y/o sensibilidades puestas en juego, lo cierto es que más de un 55 por ciento de los argentinos eligió un gobierno ajustador, explícitamente hostil a la justicia social, y defensor a ultranza del saqueo empresarial y financiero. Los muchos economistas que se han detenido a analizar dicho “plan de negocios” pudieron comprobar, con absoluta rigurosidad, que cada uno de los ítems del decretazo 70/23 beneficia, obscena y explícitamente, a grupos monopólicos u oligopólicos, a “inversores” locales o extranjeros y a los insaciables buitres siempre,  dispuestos a quedarse con nuestros recursos, riquezas naturales, tierras, empresas superavitarias y millonarios fondos de garantías. Del otro lado de la expoliación, nos hallamos el 99% de los “caídos”: trabajadores, jubilados, pequeños y medianos empresarios, estudiantes, profesionales, investigadores, monotributistas y beneficiarios de asignaciones sociales; una “casta” bastante particular.

La excusa para semejante estafa planificada es exactamente la misma que esgrimió  el gobierno macrista hacia fines de 2015 para justificar un endeudamiento equivalente a los 100 mil millones de dólares (impunemente fugados): el déficit fiscal, caballito de batalla de la ortodoxia monetarista que no sólo fracasó en el mundo entero sino que ya no logra imponer sus políticas en casi ningún otro país del planeta. Si nos tomamos el trabajo de comparar nuestro desajuste fiscal con el de los países de la región o con el de las grandes potencias, nos topamos con que, en términos comparativos, el dato es absolutamente insignificante. Si un déficit primario de 2,5 puntos porcentuales (del PBI) es presentado como una catástrofe para Argentina, al menos debiéramos saber que el promedio de las economías avanzadas es de 6,2 %; el de los países emergentes, de 3,5 %; el de la Zona Euro, de 4,2 %; el de EE UU, de 8,5 %; el de Japón, de 7 %; el de Brasil, de 5,8 % y el de Colombia, de 6,4 % (Fuentes: CELAG y FMI). En ninguno de estos casos, muchísimo más “graves” que el nuestro, se aplicaron medidas recesivas, desprotectoras y desreguladoras como las que ya están arrasando con nuestra población.

A juzgar tanto por esta como por muchas otras cuestiones, estamos (ahora sí) definitivamente aislados del mundo. Tal como demuestra Álvaro García Linera, la nueva tendencia económica universal que viene desplazando al libre mercado es un “nacionalismo económico” consistente en la protección de la industria local, la aplicación de subvenciones a la actividad productiva, la regulación del mercado y la expansión del gasto público (políticas diametralmente opuestas a las que nos condena el macrismo mileísta en Argentina). Intervención estatal, apoyo del sector manufacturero, créditos blandos, subsidios e incluso, nacionalizaciones. Esto no significa, de ningún modo, un revival del “dorado” bienestarismo, ni una defensa de las reivindicaciones obreras ni, menos aún, de la mano de obra migrante (el obsesivo chivo expiatorio). Por otra parte, las agudas observaciones de Linera no están contaminadas por su sesgo “colectivista” sino nutridas de las investigaciones realizadas por The Economist, The New York Times, la OMC y el FMI. Tanto la economía norteamericana como las de China, Japón y la Unión Europea han decidido proteger sus industrias, cuidar sus recursos, gravar ciertas importaciones, evitar una competencia desfavorable para los productores nacionales, subvencionar los emprendimientos productivos considerados prioritarios para el país, controlar la fuga de capitales, potenciar las políticas soberanas. En contrate, el gobierno argentino recientemente elegido no cesa de repetir, con una gestualidad estridente y afiebrada, consignas tales como: desprotección, desregulación, achicamiento del gasto, liberalización de la economía, privatización de lo público; una sarta de fórmulas herederas de una jerga noventista fracasada, anacrónica y desterrada en el siglo XXI.

Sin embargo, el proyecto integral de nuestra derecha vernácula no se contenta, esta vez, con un simple cambio en las reglas del juego, favorable a las patronales; con un “desempate hegemónico”; con un mero vuelco de las políticas públicas; con una mutación radical de las modalidades en que el Estado interviene para promover u obstaculizar determinados derechos o privilegios. La derecha argentina viene a procurar “el crimen perfecto” (tal como lo denomina Jorge Alemán), viene a disciplinar y seducir, a violentar y entusiasmar, a instaurar el terror e hipnotizar. Viene a transformar los modos en que nos comunicamos y relacionamos, las formas en que somos afectados por lxs otrxs. Viene a conquistar el lenguaje y el alma, a desterrar la cultura plebeya y los abrazos solidarios, a imponernos que amemos la desigualdad, que deseemos fervientemente el sufrimiento ajeno aun a costa de nuestro propio sacrificio. En síntesis: gozar del sufrimiento y del sacrificio, de la injusticia y el desamparo, del ensimismamiento y la perversidad. Esta derecha desenfrenada y vengativa viene a consagrar esta lengua rota en que balbuceamos, desembarazada de las tensiones, del barro y de la sangre de la historia; una lengua que, desde este instante mismo, debiéramos disponernos a reparar antes de que sea demasiado tarde. «