Las internas de poder son parte central de la política aunque en general no despiertan interés en el electorado. Es al contrario: suelen ahuyentar a los votantes, inclusive a los “propios”. El debate dentro del peronismo bonaerense tiene dos planos. Ambos quedaron expresados en el acto liderado por Máximo Kirchner en el Club Atenas de La Plata. Durante los 90 minutos de discurso hubo una larga lista de alusiones –sin nombres propios– dirigidas a funcionarios del gobierno de Axel Kicillof, en especial a Andrés “el Cuervo” Larroque, y al propio gobernador. No hubo mención a las políticas que el gobierno bonaerense impulsa para tratar de amortiguar el ajuste salvaje que impone el presidente Javier Milei, con particular saña sobre la Provincia. La referencia a esta situación fue sólo para rescatar el rol de los intendentes; varios de ellos pertenecientes a La Cámpora. La omisión es una forma de decir.
El discurso dejó claro que la interpretación que hace Máximo sobre la construcción del Kicillof es que cuestiona el rol de Cristina. ¿Es así?
La interna genera ansiedad, angustia, en sectores sociales que vienen votando al kirchnerismo desde hace 20 años. Milei ha creado una situación económica que lleva a la desesperación y, en ese contexto, lo único que espera el 45% que votó por Sergio Massa en el balotaje del año pasado es ver una puerta para salir del infierno mileísta. La interna transmite todo lo contrario. Parece que el peronismo bloquea la salida en lugar de abrirla.
Hay que marcar que la disputa es pacífica. Hay una hipersensibilidad en el sector de la población que quiere ver un sendero para salir de la situación actual. Si por un segundo se mira el otro espectro político, se verá que las tensiones en la Libertad Avanza, el PRO, el radicalismo, hacen que la interna peronista parezca una disputa entre amigos del barrio para ver quién va al arco. No es tan grave, por ahora.
El punto más trascendente de este debate –que fue parte del discurso de Máximo– es cómo volver a enamorar a la población. Ahí se aplica en parte la frase de Perón: “No es que seamos tan buenos. Es que los otros son peores”. La caída de Milei en las encuestas muestra que el gobierno nacional comienza a quedarse con el respaldo centralmente de la argentina antiperonista, sectores que son capaces de votar por Lucifer para que el peronismo no vuelva al gobierno. El presidente sigue preservando un respaldo importante entre los varones jóvenes. Todavía sostiene algo del aura de rebeldía antisistema, en ese mundo fantasioso creado por voceros del régimen, como Alejandro Fantino. Sin embargo, el relato del lobo solitario contra la “casta opresora” se va diluyendo. La realidad material se impone. Milei es el presidente predilecto de las castas que forman el poder permanente de este país. Como diría Abraham Lincoln: no puede engañarse a mucha gente mucho tiempo.
El discurso peronista tuvo una debilidad central hasta ahora: no incorpora a la inflación como el problema central y no tiene una propuesta para combatirla. Esa fue una de las fisuras por las que se coló el delirio mileísta. Ahora la situación está girando. La inflación comienza a convivir con la pobreza, el hambre, el desempleo, como angustias de la población. Para el peronismo es natural representar una alternativa contra esos flagelos. “Había inflación, pero podíamos morfar”, era una reflexión habitual sobre el final del gobierno de Carlos Menem. Algo parecido ocurre ahora. Por supuesto que hay que sumarle una revisión del discurso para hablarle a los trabajadores informales y a la sociedad que percibe que la educación y la salud públicas funcionan mal. Hay una puerta de salida al infierno mileísta. La sociedad argentina se pudo equivocar, pero no es suicida. «