Cuando, ya hace unos meses, el gobierno anunció (con carácter de «definitivo») el cierre del INADI, pensé que, por suerte, nunca lo había necesitado, pero me daba tranquilidad y confianza que existiera un organismo que se ocupaba de no naturalizar flagelos sociales y humanos como son la discriminación, el acoso, la xenofobia y el racismo. Equiparaba su tarea a la formidable política sobre DD HH y búsqueda de Verdad y Justicia, única en el continente, que la Argentina practica hace casi 30 años y de la que tenemos que sentirnos orgullosos en lugar de negarla. Seguro a muchos les hizo bien saber que cualquiera, personas lesionadas, ofendidas, humilladas, en su intimidad y en su identidad supieran que contaban con un espacio al que podían acudir para exponer los ataques recibidos. Y que allí fueran escuchados, contenidos, orientados y defendidos. Al lamentable portazo le siguieron los despidos, una pérdida laboral que se volvió común y frecuente en los tiempos siguientes. En lo profundamente equivocado del procedimiento hubo dos cosas que dolieron mucho. La justificación, rebuscada por donde se la lea: «La Argentina no necesita un organismo que sea policía del pensamiento», alegaba la verdadera y presuntuosa policía del pensamiento que ahora decide qué sirve o no. También inquietó el adjetivo definitivo. De haberlo evitado no sería tan claro el temor y la animadversión que le tienen a lugares valiosos como fue el INADI. Pero su situación es similar a la de muchos otros organismos nacionales importantes, a los que ponerlos de pie y en aceptable grado de funcionamiento costó años, esfuerzos y dinero. Es triste que sean desactivados de un plumazo. Pero ahí no pasa la cosa.

En un momento el Presidente cuestionó a los que llorábamos por Télam. Esa expresión usó: llorar. Mientras preparaba un pañuelito pensé: ¿acaso estaría mal llorar sobre la agencia destrozada? Que quede claro. Yo sí lloro, a veces con lágrimas, a veces sin ellas, ante la posibilidad de que tan solo uno de los trabajadores sea privado de su puesto, por las consecuencias que eso acarrea en su presente y en su futuro y en su ámbito familiar. El pesar se multiplica frente a una medida sin razón, dictada por la insensibilidad y la falta de entendimiento del significado estratégico y cultural que supone paralizar a la agencia de noticias de bandera. Desde hace varias, tensas, insoportables semanas todo Télam atraviesa una vigilia de dolor. Nunca más pudieron entrar a su lugar de trabajo, ni siquiera para retirar sus pertenencias. Hay un término que hace mucho ruido: enredados en un conflicto que no buscaron, los trabajadores de la agencia se encuentran en una situación límbica denominada «dispensa laboral». El diccionario auxilia una vez más. Afirma que la dispensa es «un privilegio, una excepción graciosa de lo ordenado por las leyes generales y más comúnmente el concedido por el Papa o por un obispo». Mal que les pese al correspondiente Papa y Obispo argentinos, que siguen sumando capítulos al Manual de Estilo de las restricciones, Télam está en la calle y, como pueden y donde pueden, acompañados, resisten desde SomosTélam.com.ar.

De una sesión para otra, Diputados TV dejó de ser un canal disponible en la grilla como lo era desde el 2006. Limitando el derecho informativo de la ciudadanía su alcance es sólo por streaming-YouTube. Su director, con reporte directo al presidente de la Cámara de Diputados, estableció que «los periodistas no deben incomodar a los diputados», que «el genérico en uso deberá ser diputado, aunque a quien se esté entrevistando sea una diputada», que eviten «el uso del inclusivo» y «que, si el entrevistado evita el tema de la pregunta», el periodista a cargo «no deberá insistir, presionar, incomodar y re preguntar». En la nómina de sorprendentes limitaciones recomendó el uso de preguntas neutras, no manifestar empatía gestual (por supuesto, mucho menos antipatía). En relación a la imagen y al aspecto personal, solicitó, por escrito, que en las entrevistas los periodistas usen saco con los botones abrochados y que no masquen chicles. Por su parte, una figura importante, consejera del equipo de comunicación oficial (Silvana Giudici), emprendió contra los medios comunitarios, los estigmatizó de distintas maneras y celebró la eliminación de los Fomeca (Fondo de Fomento Concursable para Medios de Comunicación Audiovisual) que destinaba recursos (moneditas en relación a la mejora de sueldos de funcionarios y senadores) para sostener pequeños medios . «Basta de acomodo, burocracia o militancia», dijo la exdiputada y se congratuló anunciando, sin arrepentimiento posterior, una falsedad descomunal: «La eliminación de los millonarios fondos asignados a medios comunitarios y de pueblos originarios servirá para poder seguir financiando al Instituto de Cine, al Fondo Nacional de las Artes y al Instituto Nacional de Teatro». La realidad desmintió a la otrora alta funcionaria del Enacom. Hace unos días la autoridad del INCAA decidió la paralización total de la entidad que dispone y regula los fomentos al cine nacional. Se nota que no les importó nada que, hace unos días, en el marco de un festival extranjero, más de 300 relevantes personalidades del cine mundial firmaran un apoyo al cine argentino oponiéndose también al cierre del INCAA.

Antes de cargarse la programación entera y sustituirla por repeticiones, la autoridad de la Televisión Pública sacó del aire el programa de las Madres de Plaza de Mayo iniciado en el verano del 2008.Esto fue en el marco de un decreto que decidió la intervención por un año de Télam, el portal Educ.ar y Contenidos Públicos. Desde esa tribuna supo hacerse escuchar Hebe de Bonafini que en este momento había prometido lo mismo que quienes la sobreviven en la lucha: «No nos van a callar». Las madres anunciaron que cada jueves grabarán las rondas y luego las emitirán por el canal de YouTube y reiteraron su apoyo a los medios públicos. Asombra, bah, indigna ver cómo el establishment económico (ese que utiliza a la cultura para darse dique o para evadir impuestos) aprueba con su silencio las penurias apuntadas, y también mira para otro lado viendo los ataques a la Educación Pública, al CONICET, a Radio Nacional, a la Defensoría del Público, a la Biblioteca Nacional y a tantos otros espacios necesarios de la gestión estatal. Ellos, tan duchos en números, mejor que nadie deben saber que lo que se ahorra atacando y destruyendo la cultura es insignificante. Algunos dicen, en modo auto reproche, «no la vimos venir» (circula incluso un muy interesante ensayo con ese título). Prefiero pensar que nos avisaron lo que se venía de mil maneras distintas y una mayoría eligió no tomar en cuenta el mensaje. Me parece que no estábamos preparados para enfrentar tanta crueldad organizada. «