Nada parece caracterizar mejor a las relaciones políticas entre los países que hablar de la “escena internacional”, como si estuviéramos en el teatro. También hay una trama, que es la del poder, y actores tanto principales como secundarios, con diferencia de talento, que entran y salen según los tiempos de un libreto jamás escrito. Hay juegos de luces y de sombras, que iluminan u oscurecen a tal o cual, hay bambalinas con tramoya que los espectadores no ven. Aunque los cambios de decorado son frecuentes, el telón nunca baja. La obra no tiene fin.
Al finalizar la segunda guerra mundial, ese escenario estaba colmado por grandes intérpretes, como Rossevelt, Stalin, Churchill, Mao, de Gaulle, para mencionar estadistas extranjeros. Con el tiempo, fueron desapareciendo esas personas capaces de imprimir la propia marca sobre la época. A los conductores de pueblos sucedieron los administradores de las cosas. Actores de tonalidad grisácea, aptos para confundir lo público con lo privado y el mercado con el Estado. Es así como hoy contamos con pocos liderazgos globales: Vladimir Putin, Xi Jinping, el Papa Francisco. ¿Alguno más? La cantera de occidente padece agotamiento. En África subsahariana asoma un posible semillero, con el Capitán Ibrahim Traoré a la cabeza. En ese escenario entra Lula da Silva.
Todos conocemos algo de la vida de Lula. Nacido en 1945 en la pobreza nordestina, sindicalista metalúrgico en San Pablo, tres veces presidente de Brasil, conoció la represión durante la dictadura y la cárcel durante la democracia. Habrá que ver qué valen esas democracias formales cuando siguen las políticas de las dictaduras reales. Como sea, durante las dos primeras presidencias Lula elevó al Brasil al rango de potencia económica mundial, con distribución del ingreso y combate a la pobreza. Quizás eso explique aquello. En la apertura del tercer acto, parece que considera que ese desarrollo debe estar reflejado en la política internacional, pues una cosa no es posible sin la otra. No es posible ser un gigante económico y un enano político.
Por eso el 17 de febrero Lula irrumpe en la cumbre de la Unión Africana, realizada en Addis Abeba, la capital de Etiopía. Durante la apertura, rememora los lazos entre África y Brasil, marcados por la esclavitud primero, por la explotación después, siempre en lucha por la justicia. Lejos de la conmemoración, es el preludio para proyectar Brasil al mundo. «Los intentos de restablecer un sistema internacional basado en bloques ideológicos no tienen base en la realidad”, dice Lula. “La multipolaridad es un componente inexorable y bienvenido del siglo XXI. La consolidación de los BRICS como el principal espacio de articulación de los países emergentes es un avance innegable». En otro momento afirmó que “el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional son instituciones obsoletas, que agravan los problemas que dicen querer solucionar”. Continúa: «sin los países en desarrollo, no será posible la apertura de un nuevo ciclo de expansión mundial que combine crecimiento, reducción de las desigualdades y preservación ambiental, con ampliación de las libertades».
Lula habló de medio oriente. “Ser humanista hoy significa condenar los ataques perpetrados por Hamas contra civiles israelíes y exigir la liberación inmediata de todos los rehenes. Ser humanista hoy exige también rechazar la desproporcionada respuesta de Israel, que ya ha matado cerca de 30.000 palestinos en Gaza –mujeres y niños en gran mayoría- y causado el desplazamiento del 80% de la población”. Muchos líderes árabes deben haberse reacomodado en las sillas: Lula los corrió con lo que menos esperaban. En posterior conferencia de prensa también advirtió sobre el carácter genocida de la intervención israelí, pues no es una guerra entre soldados sino entre “un ejército muy preparado contra mujeres y niños”. Conocemos el resultado: Brasil e Israel ya no tienen relaciones diplomáticas. ¿Quién sale beneficiado? ¿Quién sale perjudicado? ¿Qué dirán los espectadores?
Si volvemos al discurso, quizás entendamos mejor. Allí Lula defiende la idea de “una ONU fortalecida y que tenga un Consejo de Seguridad más representativo, sin países con poder de veto, y con miembros permanentes de África y América Latina” para evitar, por ejemplo, la inercia provocada por la guerra en Ucrania. Brasil está en campaña para obtener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, que sin duda merece. Con esas palabras, Lula ha ganado muchos votos de países árabes y africanos para Brasil, que ahora es un actor pleno, soberano e insoslayable de la escena internacional. Para ser un grande hay que ocuparse de los grandes problemas. ¡Parabéns Brasil!